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#TextosAislados: Este momento, esta pausa

Por Paulina Vieitez Sabater

Los animales han tomado las calles, rondan, curiosean. Millones de seres humanos observan atónitos desde sus ventanas. Descubren que ya no tienen poder sobre ellos. No hay un gobierno superior, no hay contacto posible. En su confinamiento el hombre se ve obligado a mirarse. Habría de ser suficiente, como antes, solo verse. Pararse frente al espejo, acomodarse el pelo, arreglarse. Hoy no. Tiene horas para descubrirse nuevos lunares, revisar sus cicatrices, repasar el camino de sus arrugas. Ha llegado el momento de la pausa.

Maravillados, dos astronautas observan que han aparecido brotes de verde en la tierra, y agua. Alguien les hace saber que en efecto algo en el planeta ha cambiado. Hay una huella real en el cielo, de un azul profundo, que contrarresta a la de carbono.

¿Será cierta la teoría que circula de que era urgente liberar al virus, provocar la limpia, forzarlo todo, parar al mundo? Se lo plantean los medios, los líderes políticos preguntan, teorizan. ¿Vendrá de aquello a lo que tanto han temido, de lo advertido por filósofos y líderes religiosos? Ese llamado despertar de la conciencia colectiva, despertar del hartazgo, gestar la rebeldía hacia lo injusto, hacia lo insoportable.

Parecería imposible pensar, en principio, que el confinamiento no potenciara aún más al ego, la necesidad de la preservación individual o en todo caso de la familia nuclear, forzada a reunirse, a enclaustrarse en un pequeño espacio y a mantenerse sana alejándose de los ajenos, de los que no conocen, de quienes han viajado al extranjero.

Pero los espontáneos gestos en comunidad, la tecnología que mejor usada ha traspasado las manos del usuario único para volverse facilitadora de múltiples conversaciones en línea, de registro de casos en localidades, de conteo mundial, ha provocado la real cercanía virtual (si es que el término cabe), comprobando lo contrario, que el grito al unísono por fin es escuchado.

Sucede entonces que en la sala de una casa una pareja vuelve a ser capaz de hacer el amor. Una vecina solitaria recibe una bolsa de víveres en su puerta y una nota de cariño. El influencer se da cuenta de que no todo sucede en las pantallas, que necesita la compañía de su hermano, de su clan, y que lo que pasa en el seno íntimo de un hogar sin que todos miren, sabe mejor. Una enfermera ve por primera vez con más compasión a sus pacientes y el médico comprende que no son solo una cifra. Los telediarios deciden frenar la transmisión de contenidos violentos para dar paso a historias de curación, a meditaciones, a reflexiones que aportan, que presentan la otra cara de lo que es ser humanos.

Los jóvenes se comunican para prevenirse, para darse consejos, para no sentirse solos. Se envían canciones, descubren la poesía. Un padre regularmente ausente, se ve obligado a preguntarse cuándo habrá sido la última vez en que jugó con sus hijos, en que miró sus ojos y se descubrió a sí mismo niño. La madre de familia, limpiando es que descubre un libro de su infancia, un álbum, aquellas cartas olvidadas. Se acerca a la abuela el nieto que nunca conversaba con ella, la llama, le da tiempo, uno largo y sincero, que ella aprovecha para desahogar su soledad y recontar la historia familiar. El director que regresa solo a la oficina extraña a su gente, el jefe de la fábrica por fin comprende que los trabajadores merecían un descanso, regresar a sus familias, no ser explotados.

Poco a poco todo se limpia: los suelos, la atmósfera, el viento, el alma humana. Los espíritus, por llamar de algún modo a la fuerza vital, al aliento de ser, recuperan su capacidad de aquietarse, de guardar silencio, van ganando paz.

Sin título

Se revela el antídoto descubierto, el gen SIRT6, es el único capaz de enfrentarse al virus, de frenar la pandemia. Tiene que tomarse de los ancianos, en una metáfora increíble y mágica de lo que está sucediendo. La respuesta de todo la tienen ellos y es así como vuelven a ser útiles, valiosos. Una gotita de sangre de cada uno es capaz de curar a sus hijos y a sus nietos, a propios y extraños, menores a 65 años.

Por fin comprendemos, por fin este momento, por fin esta pausa nos quita el velo, nos sacude, nos recoloca, nos obliga a ser corresponsables de lo colectivo y responsables de nosotros mismos. Todo vuelve entonces a su cauce, al curso que deben tener los siglos por venir, a la preservación del ser antes que el tener, para que lo pequeño, lo frágil, lo casi invisible, el paraíso imperceptible que llevamos dentro, nazca de nuevo, modifique y sane, reverdezca y coloque a cada cual, a cada creatura, en donde tiene que estar.

Desde mi departamento en CDMX

mirando el cielo y lo verde desde mi ventana.

Acompañada de mi madre de 84 y de mis dos hijos, de 13 y 19.

Hasta ahora estamos sanos, estamos juntos.

Dedicado a la abuela de esta casa y a los ancianos del mundo.

 

Imagen superior: Flickr/Jimena Cádiz

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