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#TextosAislados: Historiar desde el encierro

Por Víctor Gayol

G. Wells escribió, hace un siglo: “La historia humana se convierte, cada vez más, en una carrera entre la educación y la catástrofe.” La frase es de su obra Perfil de la historia, que se comenzó a publicar por entregas de 24 fascículos en noviembre de 1919 y, ya como libro completo, se imprimió en 1920. Perfil de la historia es un ensayo enciclopédico que hace un relato desde el origen de la Tierra y la evolución de la vida sobre ella hasta la Primera Guerra Mundial (1914-1918).

Fue escrito y publicado en medio de la gran pandemia de influenza (H1N1) que asoló a todo el mundo desde enero de 1918 hasta diciembre de 1920. La influenza enfermó aproximadamente a 500 millones de personas, esto es, a un cuarto de la población mundial de entonces. Por esa enfermedad, de hace justo un siglo, se ha estimado que fallecieron cerca de 50 millones de personas, es decir, alrededor de un 2.5% de la población total.

Hoy es 12 de abril y retomo la escritura de este texto que me invitó a escribir Jaime Garba por ahí del 21 de marzo. He perdido la cuenta de los días en el encierro por la pandemia de Covid-19, pero me ha servido para reflexionar mucho acerca de la frase de H. G. Wells y el momento en el que se escribió, pues hoy cobra mucho sentido. Para mí como historiador, para ustedes como lectores.

La historia humana no está separada de la historia natural, de la historia de la Tierra, de sus ecosistemas, que incluyen plantas, animales y a esas entidades que son los virus. Por supuesto, la historia humana tampoco está disociada de la historia del cosmos, aquella que tan maravillosamente nos relató Carl Sagan hace unas décadas. Pero esa historia cósmica, que incluye planetas, estrellas, galaxias y meteoritos, parece que hoy no nos afecta tan directamente como la historia natural de nuestro planeta. Porque de pronto, la aprehensión que provoca el pensar que un meteorito pudiese chocar con nuestro planeta, generando una gran catástrofe como la que extinguió a los dinosaurios, ha dejado lugar al miedo y la preocupación por una pandemia.

Lo constatamos justo ahora. Como nuestros abuelos o bisabuelos lo constataron hace un siglo con la pandemia de H1N1, o la gente de antes con las epidemias de cólera que asolaron al mundo en el siglo XIX, o con las de viruela, matlazáhuatl y cocoliztli que mermaron a la población de los pueblos originarios tras la conquista europea. Y así, nos podemos remontar hasta las plagas de la época de Justiniano o las de Atenas.

Con estos dos párrafos de entrada, creo que ha quedado claro el cómo los historiadores y otros bichos dedicados a leer y escribir vivimos el encierro. No en balde dicen que somos…

“ratones de biblioteca”

… porque nos la pasamos pegados a los libros y a los cuadernos, a los papeles, a los lápices y a la plumas fuente, esas amables que recargas con tintas de diferentes colores para escribir distintas cosas. Hoy, también, estamos pegados a las computadoras y los dispositivos móviles por su capacidad de navegar por Internet para recuperar información alojada en la Web. Y así es que vivimos los ratones de biblioteca, casi sin salir de ese entorno lleno de libros, pantallas e información que nos hemos construido en algún cuartito de nuestras casas.

Ser ratón de biblioteca es algo que se lleva en la sangre, en el carácter, creo que casi desde el nacimiento. Aunque también influye el contexto y la educación. En mi infancia, había más libros en la casa que juguetes, porque mi madre era una compradora compulsiva de libros y enciclopedias. Y, aunque en su consultorio médico tenía mucha literatura ligera para entretener a sus pacientes en la sala de espera –como el Reader’s Digest–, en casa había enciclopedias científicas, colecciones de literatura clásica, las obras completas de Freud y cosas por el estilo. Aparte de aprender a disfrutar la lectura, lo importante era aprender a seleccionar la lectura.

Con el paso del tiempo, leer y escribir fue una actividad que tomó el lugar del juego. De tal manera que, en vez de salir a la calle a echar la cascarita, buscaba la manera de pasar la mayor parte del tiempo leyendo, encerrado. Así es como pude leer de un tirón, Guerra y paz en dos semanas de vacaciones, El nombre de la rosa en una Semana Santa; El Ulises, de Joyce, durante la convalecencia cuando me sacaron las cuatro muelas del juicio.

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Y aunque ser ratón de biblioteca te dispensa de una sociabilidad exagerada, lo cierto es que siempre buscas el diálogo con otras personas que leen y escriben. Y así como aprendes a seleccionar las lecturas, vas seleccionando a las personas con las cuales intercambiar ideas. Aunque esta selección –de lecturas y de personas– no siempre la haces de manera consciente, racional y calculada. Está presente, la mayoría de las veces, esa fuerza de atracción imperativa –o rechazo– entre las personas que alguna vez Goethe denominó

las afinidades electivas

…que es una metáfora de esa fuerza que, en la naturaleza, hace que ciertos minerales se vinculen y unan con ciertos minerales y no con otros, o que se separen y sean incompatibles desde siempre. El agua y el vino se mezclan, el agua y el aceite siempre se separan.

Internet ha creado no sólo la posibilidad de acceder a información desde la pantalla de tu computadora. También, ha permitido establecer relaciones con personas que están a miles de kilómetros de ti, gracias a las redes sociales. Con ellas puedes, incluso, conversar en tiempo real sin tener que esperar lo que tardaría una carta en ir y volver su respuesta, en tiempos previos a la Internet. Y aunque Internet y las redes sociales tienen sus cosas negativas –las falsas noticias que esparcen el miedo y permiten manipular el ánimo de las personas, los trolls, los bots y un sinnúmero de elementos tóxicos–, es posible encontrar información y personas valiosas en ella.

Hacia la mitad de enero de este año, me topé en Twitter con Alfonso Araujo (@Alf_ArGzz), director del México-China Center. Inmediatamente hubo ese clic de afinidad electiva y nos empezamos a seguir en la red social. Alfonso lleva viviendo cerca de veinte años en la ciudad china de Hangzhou, muy cerca de Wuhan, el epicentro de la actual pandemia. Desde la segunda quincena de enero, Alfonso comenzó a hacer un diario muy pormenorizado –en Twitter y en sus blogs–, del desarrollo de la epidemia. Para el 23 de enero, China tenía 25 muertos por el virus.

Al día siguiente, Francia informaría de sus 3 primeros casos de contagio. En México, todavía veíamos eso como algo que estaba sucediendo en algún lugar exótico del lejano oriente. Desde entonces, Alfonso ha seguido contando en Twitter tanto la experiencia personal del encierro, las estrategias del gobierno chino, como también una serie de cifras estadísticas. Y es que a Alfonso, ingeniero interesado en la economía y la historia, se le dan bien los números.

A mí no se me dan tan bien los números, pero los entiendo cuando están bien argumentados. Al ver lo que estaba publicando Alfonso y contrastar con el conocimiento del comportamiento humano que me ha dado la historia y la antropología, imaginé un escenario de emergencia sanitaria global como el que hoy estamos experimentando. Intuí, de manera temprana que tendríamos que modificar en mucho nuestras actividades, nuestras actitudes. Y ante eso, lo único que nos queda es tener paciencia y disciplina.

Al día de hoy, a nivel global, suman más de 113 mil muertos y 1.8 millón de contagiados por un virus para el cual nuestra civilización no tiene una vacuna. Aquí regreso a Wells. Tenemos cultura, educación, hemos construido cosas maravillosas como especie. Los libros son una muestra de ello. Pero, cuando sobreviene una catástrofe biológica, quedamos inermes y a veces parece que toda esa educación y esa cultura no nos ofrece salidas. Es entonces que viene la pregunta:

¿Qué podemos hacer?

Quienes puedan, láncense a vivir en el encierro de manera racional y emotiva. Esto es, pensando en cada situación, la posibilidad de allegarse los insumos necesarios para la subsistencia sin caer en las compras de pánico y ese tipo de estupideces. Teniendo empatía. Lo que toca es que tengamos consciencia para que todas las personas puedan acceder a una buena forma de vida.

Darse un espacio para uno mismo también es importante. Ejercitar el cuerpo y la mente con yoga o calistenia todos los días es fundamental. Ten en cuenta que la casa donde habitas debe estar extremadamente limpia: barrer, trapear y sacudir representan una excelente analogía de cuando ibas a calentar al gimnasio. Hoy es el mejor momento para encontrarte con tu cuerpo, con tu mente, con tu intelecto. Yo sé: a veces, no te da el cuero para levantarte temprano. No importa. Que eso no sea un impedimento.

Encuentra un momento para meditar y no dejarte llevar por los miedos, los pensamientos negativos y esas cosas tóxicas. Centra tu meditación en el aquí y el ahora. Recuerda que vives en el cuerpo de un homínido que echa en falta colgarse de las ramas de los árboles y hacer cabriolas. Dale espacio a ese homínido y aprende a convertirlo en un ser en busca de su propia sadhana. Pero quédate en casa. Comparte entre los otros homínidos de tus redes tu experiencia. Muestra empatía. Pero quédate en casa.

                                                          Jacona, Michoacán, México. Abril del 2020.

Imagen superior:  José Miguel S./Flickr

 

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