Parece la vida nunca me da gusto. En diciembre del año pasado fui víctima de un asalto y añoraba los fines de semana para no tener que salir de casa ante el miedo de volverme a topar con mi victimario. Llegada la noche, la ansiedad se acercaba a mí cual marea creciente: lenta e imperceptible; entonces permanecía despierto hasta que el sueño me vencía. Pensaba manteniéndome consciente podía ralentizar el tiempo. Ingenuo. Una vez dormido, deprisa llegaba la primera mañana y sentía como si tan sólo hubiera pasado un segundo. Es imposible describir la angustia de las semanas que viví enfrentándome a ese salir de casa, pretendiendo torpemente ante mi hija todo estaba en orden y sin atreverme a responderle por qué apenas un pie afuera, caminaba urgente volteando a todos lados. No quería salir, en verdad no.
Como el tiempo mitiga los pesares (pero sin que la violencia en donde vivo disminuyera) la paranoia dio tregua y sentí ánimos de realizar los actos cotidianos que me dan mucha paz: caminar escuchando música, ir a la cantina, comprar el diario en la plaza, visitar la biblioteca, reunirme con los amigos a jugar ajedrez, salir con la familia… No diría estoy completamente curado. Tristemente situaciones de ese tipo son como heridas internas con las que uno debe aprender a vivir porque duelen cuando el frío, o en mi caso cuando uno ve en los diarios que los crímenes y la impunidad aumentan.
Un par de días antes de que la crisis del Covid-19 se desatara en el país (veíamos lo que ocurría en China, Italia y apenas en Estados Unidos como si habitáramos otro planeta) visitaba la Ciudad de México. Recorrí gozoso el Monumento a la Revolución, Bellas Artes, la Alameda. Crucé la gran avenida Madero repleta de cientos de personas (hoy, impresionante, cerrada al paso), el Zócalo y Templo Mayor. Fui a librerías y kioscos de periódicos en el Centro Histórico, sorteando ese ir y venir de personas que recorren la región más transparente del aire. Bebí algunos tragos y admiré impresionado ese caos que a todo foráneo le parece una monumental obra teatral montada por millones de actores.
Se suponía que pasaría otro día más en la CDMX, empero, los rumores de un brote mayor (no se llegaba a la decena de contagios, todos importados) corrió en grupos de Whatsapp. Aunque yo no hice caso de ellos (las fuentes eran dudosas y me sonaban a fake news), tuve que acceder a volver. Al final fue lo mejor. Unas horas después se decretaba el adelanto de las vacaciones al 23 de marzo. El colegio donde trabajo -así como muchas otras escuelas- decidió no esperar y concluir actividades el día 16. Eso conllevó a la suspensión de un montón de proyectos y a la ruptura de la cotidianidad. Comenzábamos a mirarnos raros unos a otros cuando alguien estornudaba y a tomar más en serio el panorama que el Gobierno Federal compartía en sus conferencias diarias.
Entonces llegó el aislamiento. Fue allí cuando acepté la vida no me da gusto. Deseo concedido: no saldría. Al principio, para qué mentir, sentí alegría de ver mis horarios de trabajo maleables. En lugar de ducharme, preparar el desayuno, recorrer diez kilómetros, enfrentarme a los retos nunca predecibles de trabajar con niños y terminando la jornada agotado, deseoso de llegar a casa para comer y tomar la siesta, me levantaba diez minutos antes de comenzar el home office.
El tiempo y las circunstancias se volvieron un aliado, o eso pensé los primeros días hasta que deseé salir a la cantina, encontrarme con amigos, hacer alguna actividad en familia, comprar el diario, ir a caminar… pero una voz en mi mente sonaba autoritaria: “quédate en casa”. Las cifras de contagios crecieron exponencialmente en México y el mundo, también los muertos. Las imágenes tremendas de hospitales y el encierro estricto provocaba (provoca) escalofríos; China, Italia, Estados Unidos, Francia… ahora parecían ciudades vecinas. Llegó el momento en el que nos sentimos vulnerables. Comenzó el miedo y la incertidumbre.
No salir de casa pasó de ser una sugerencia a una orden. De la fase 1 saltamos la 2 en un santiamén con la advertencia de que pronto llegaría la fase 3. Al saberme consciente no debía ir más allá de las paredes de mi hogar, la libertad se convirtió en cautiverio. Imposible seguir viviendo sólo de trabajar, leer, escribir, hacer tareas, comer y dormir. Pensé cuán terrible ha de ser encontrarse preso y estar sujeto irremediablemente a esa clase de rutinas. La libertad nos provee de la elección de realizar cualquier cosa aunque elijamos siempre hacer las mismas, eso es ser libre.
Ahora anhelo que esta maldita pandemia termine para poder salir de casa. Pero también para que la crisis de salud y económica que comienza deje de lacerar a tantos. Trato de encontrar optimismo en las letras, en los juegos virtuales de ajedrez, en las páginas de Crónicas Marcianas que leo a mi hija antes de dormir. En los absurdos movimientos de baile que realizo para que mi cuerpo no termine momificado de tanto sedentarismo. Por las noches ahora intento mantenerme despierto pensando de qué formas esto es positivo. A veces encuentro respuestas optimistas, otras no.
La vida no me dará gusto, lo sé, porque pocas veces lo hace. En tanto, sigo empeñándome en apreciar el canto mañanero de los pájaros que desconocen de pandemias, bebiéndome mis dos cafés como si fueran los últimos, levantando enciclopedias viejas para fortalecer los músculos, caminando de un lado al otro del departamento imaginando paseo por Central Park, tomando cervezas en el sofá mientras escucho a Charlie Parker en París, jugando Uno con mi hija o teniendo sesiones de dibujo al carbón, catalogando los libros de mi biblioteca o escribiéndoles notas en la última hoja con el sueño de que algún día para alguien esas palabras sean un descubrimiento valioso.
Aprendí a vivir y a soportar el miedo, ahora creo que el miedo tendrá que aprender a vivir conmigo y soportarme. Por lo menos hasta que el mundo vuelva a girar al ritmo de siempre.
Michoacán, abril del 2020
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