Por Amandititita
Desde hace más de diez años vivo entre la Ciudad de México y los Ángeles. Aunque por períodos más largos geográficamente estoy en los Ángeles, realmente vivo en México, porque creo que uno vive en el lugar en el que piensa y le pertenece al lugar al que ama.
Me tocó salir de Los Ángeles el jueves 12 de marzo. Cuando llegué al aeropuerto todo estaba en calma, uno que otro llevaba máscara desechable, no había gel desinfectante en las tiendas, pero fuera de eso todo corría con normalidad.
Cuando subí al avión, comenzó a llover y la turbulencia nos acompañó todo el camino.
Soy una persona muy miedosa, tengo miedos lógicos y otros irracionales.
Unas semanas después del terremoto del 19 de septiembre del 2017, que me tocó sola en un hotel en la Ciudad de México, experimenté un miedo que no había sentido nunca. Un miedo corporal comenzó en el pecho y llegó a mis piernas, paralizándome; lo único que funcionaba era mi mente diciendo incesantemente que estaba a punto de morir.
No pude dar un paso, logré sentarme en el piso junto a unas escaleras eléctricas y me quedé ahí por más una hora; las lágrimas corrían por mi rostro paralizado. No sabía si era una embolia o un pequeño infarto. Después de hacerme análisis y tomar terapia varios meses, descubrí que mi cerebro simplemente no pudo contener más el peso de toda mi angustia, de todas mis preocupaciones, de todas mis alucinaciones terribles.
Me da miedo el temblor, me da miedo ir sola en el Uber, me da miedo que se enojen conmigo, hacer mal mi trabajo, me da miedo que la gente que amo sufra. Me da miedo que se caiga el avión, me da miedo no escribir bien, me dan miedo los incendios, me da miedo no ser inteligente. Me da miedo no dormir y me da miedo cuando duermo catorce horas, me da miedo lastimar a la gente que quiero, me da miedo que me lastime la gente que quiero. Me da miedo tomar alcohol, me da miedo enfermarme, me dan miedo los medicamentos para el miedo, me da miedo perder esta conexión con mis sentimientos oscuros que son el revés de mis sentimientos luminosos.
Prefiero no tomar nada y pasar días de la chingada porque es tan real como el miedo que tengo días hermosos, que hay días donde despierto llena de vida. Siento tanto amor y una gratitud por la vida que por unos momentos me siento inmortal y segura.
Después del aquel ataque de pánico he lidiado con un miedo nuevo, el miedo a que vuelva a repetirse, pensar qué pasaría si me paralizo en medio de una calle o en un escenario. Odio aquel recuerdo y sin embargo lo aprecio, porque he aprendido mucho. No solo volví a salir, volví a tocar, soy una persona distinta, ahora hasta tomo un chingo de café, lo que está mal, ya lo sé.
El 12 de marzo al bajar del avión y prender el celular todos estaban completamentamente alarmados, como si durante mis tres horas de vuelo hubiera estallado una guerra.
“Cúbrete la boca”. “No saludes a nadie”. “No estés en la calle”.
Era extraño, había viajado para recorrer las calles, al día siguiente me encontraría con Ednica, una fundación que defiende los derechos humanos en la niñez y juventud de niños y jóvenes que trabajan y sobreviven en la calle.
Iríamos a la colonia Morelos, a Indios Verdes, a la Candelaria.
Ellos nos estaban esperando y para mí, llegar a mi cita era muy importante.
Entonces tomé una decisión, la decisión de que dentro de mi cajonera de miedos ya no había espacio para un miedo más, no importaba ni la presión social, ni la realidad puntualizando en la desgracia, yo no iba a retroceder.
“Es muy importante en mi viaje personal no abandonarme ante esto”, pensé.
Y continué mis días con esa conciencia.
Estuve contenta, de pronto parecía que estaba viviendo en otro mundo, un mundo alterno, un mundo que no se destruye tan fácilmente.
Recibí ataques de mucha gente por internet, conocidos y desconocidos me reprochaban por seguir adelante y no recluirme. Ciertamente lograron debilitarme y me entristeció mucho darme cuenta lo separados que estamos. No nos separa un metro de distancia, nos separan kilómetros y no me parece una casualidad que se materialice una enfermedad que señale lo lejos que estamos los unos de los otros.
¿Y si sobrevivimos a la pandemia sobreviviremos a la enemistad?
Una noche antes de volver a Los Ángeles, mi querida amiga Denisse me preparó un tazón con frijol, arroz y chile. Nos reíamos en la cocina a las casi a las 4:00 AM. Me sentí tan afortunada de estar con ella, sabía que pasaría mucho tiempo antes de estar con una amiga.
Unas horas después aterricé en Los Ángeles, parecía una película de zombis, encontré una ciudad casi desierta.
Prendo el celular, de nuevo noticias alarmantes, gente que quiero ya está contagiada; y me pregunté ¿qué pasaría si nunca nos pudiéramos abrazar de nuevo? ¿Besar a alguien se convertirá en un acto revolucionario y estúpido?
En casa me comprometo con la cuarentena. Organizo mis necesidades a mis recursos. Guardo en una caja mis lentes de sol, en una maleta guardo mis zapatos de salir, en otra caja mis maquillajes… y los refundo en el closet.
En los lugares protagonistas de mi habitación pongo mis colores, mis cuadernos, mis libros favoritos y los que no he leído; es extraño pero siempre compré libros pensando que un día podía pasar algo así.
Me siento en la orilla de la cama con ganas de llorar y recuerdo uno de los primeros capítulos de “La Peste” de Albert Camus.
Es un momento donde apenas comienza la peste. La ciudad está llena de ratas muertas, aún no se sabe con exactitud qué sucede, pero se presiente lo peor ante los primeros muertos.
Es ahí donde ocurre un diálogo entre un doctor y un ciudadano. El ciudadano le pregunta al doctor si los símbolos mortales no le inquietan y el doctor responde:
“Lo único que me interesa es encontrar la paz interior”.
Los Ángeles, California. Marzo del 2020
Imagen superior: Flickr/Michael Kowalczyk
#TextosAislados