Texto e imagen: Bernardo Fernández, Bef *
Vivo solo. Soy dibujante de cómics y novelista. Llevo la vida social de una ostra, en los márgenes del medio literario. Mis únicas salidas fijas en la semana son a dar clases en la Ibero y mi sesión semanal de psicoanálisis.
Mi vida en el encierro no es muy diferente.
Lavo, limpio, trapeo como nunca lo hice. Siempre me burlé de mi primera esposa. “Eres ablutómana”, le decía. Ahora tengo una obsesión con los gérmenes que enorgullecería a Louis Pasteur.
Di mi clase en línea. Un seminario llamado Prospectiva para el diseño que he convertido en mi juguete académico: leemos ciencia ficción para reflexionar sobre el futuro. Antes de la cuarentena leyeron “Música en la sangre”, escalofriante cuento de Greg Bear sobre un científico que se inocula un cultivo de células inteligentes que comienzan un proceso de reingeniería genético desde dentro de su cuerpo. La cosa se sale de control y se convierte, justo, en una pandemia. Mi clase fue muy sombría.
A media sesión, una de mis alumnas dice: “Sé que esto no está en el temario pero, ¿creen que esto sea un virus de laboratorio que soltaron para exterminarnos?”
La discusión se anima.
Lavo, lavo, lavo.
Mi hija mayor vive a una cuadra con su mamá. Me visita. Antes de entrar a la fase 2 íbamos al parque a caminar tres kilómetros. Ahora recorremos la casa en un loop enloquecido. El resto del tiempo dibujamos juntos, en silencio cómplice. Como antes del encierro.
Hoy corrí seis kilómetros entre la cochera y el patio. Debo parecer un loco. O un preso. Decididamente cuando acabe esto, si es así, festejaré corriendo ocho kilómetros en la pista de la Ciudad Deportiva de Jardín Balbuena.
Tengo los dorsos de las manos irritados de tanto tallarlas.
En la desesperación, comienzo a dibujar cómics porno para romper la monotonía. Al menos la cuarentena me ha despejado una duda vocacional: soy un pésimo erotógrafo.
Veo a mi psicoanalista a través de zoom. “Te estás tocando la cara, Fátima”, le digo. “¿En dónde está tu cabeza para fijarte en eso cuando me estás hablando de algo tan importante?”, contesta. “En un mundo arrasado por un bicho microscópico”, repongo.
La música me salva.
“Papi”, dice por teléfono mi hija menor, refugiada al otro lado de la ciudad con su mamá, “cuídate de que no te muerda el bicho malo”.
Sí, Bebé. Lo intento.
Me acabo de enterar de la muerte de alguien -el compañero de trabajo de una amiga- por el COVID-19. No había viajado. No era una persona acomodada. Tenía 35 años.
“Señores pasajeros, abróchense sus cinturones, estamos atravesando por una zona de turbulencia”. Siempre que escucho esas palabras me angustio mucho. Atravesaremos una turbulencia. No hay cinturones de seguridad. Sólo medidas de aislamiento social y jabón para lavarse las manos.
“Esperemos que esto sirva para el progreso mundial”, me escribe una de mis mejores amigas por el chat del Facebook. “De lo contrario somos unos pendejos y merecemos morir.”
Lavo, lavo, lavo…
Ciudad de México, marzo del 2020
#TEXTOSAISLADOS