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#TextosAislados: Prisión domiciliaria

Prisión

Alguna vez pensé que si cometiera un delito, buscaría a un abogado influyente para que me consiguiera una prisión domiciliaria. Si estuviera encerrado de por vida entre mis cuatro paredes, con libros, internet, comida y cerveza, no necesitaría mucho más. Podría recibir visitas esporádicas, digamos, los fines de semana, y con eso estaría más que bien. La gente no necesita estarse viendo todo el día, como ocurre en las oficinas, o en la escuela. La gente ni siquiera debería comer con compañía, eso sólo provoca que alguien coma más tortillas que tú, que alguien inicie con una conversación innecesaria.

Antes de conseguir el trabajo que ahora tengo, prácticamente resolvía mis asuntos con una computadora conectada a internet. Nutrir un sitio web, corregir libros, editar revistas o hasta sumergirme en los laberintos del Excel para generar datos. Hubo ocasiones en que sin darme cuenta llegaba la noche y nunca había salido de casa. Ni siquiera para ir a comprar una cerveza. O lo que fuera. Entonces es que tenía esos pensamientos: una prisión domiciliaria.

Desde hace algunos meses me conseguí un trabajo en un periódico. Tras ello, se terminaron mis días de encierro voluntario. Casi todos los días debo salir a la calle para buscar algún reportaje. A menudo me cito en cafés para realizar alguna entrevista. Voy a los museos, a las galerías, a los teatros, a donde sea que haya algún evento de interés periodístico.

Cuando puedo, evito salir a la calle y hago las entrevistas por teléfono. Si algún evento tiene transmisión en vivo, es más fácil verlo desde la computadora. Tener una vida con otras personas está sobrevalorado. Es más sencillo escribir cuatro mensajes en Whatsapp y listo. Aunque si es viernes, se vale salir al bar, tomar varias cervezas, algún mezcal, un ron. A veces hasta fumar un porro. Cuando se fuma un porro, la conversación va mucho mejor.

Cuando comenzó el lío del coronavirus, cuando el gobierno comenzó a gritar que nadie debería salir de casa, pensé que los jefes del periódico nos confinarían en cada hogar. Pero eso no sucedió. En todos estos días he salido a cubrir noticias: he estado afuera de hospitales, he entrevistado a escritores en ruina, me han enviado a ver si le pagan a los viejos, o a estar atento por si amenazan con saquear alguna tienda.

No me gusta llevar cubrebocas, pero sí cargo un gel que, debo aceptarlo, quizá no sirva, pues lo compré en un mercado popular y ni siquiera está etiquetado. Hace poco entrevisté a unos músicos abuelos que tocan el acordeón y la guitarra. Estuve cerca de ellos. Uno tenía los ojos llorosos, y aunque nunca tosió, llegué a sospechar que estaba contagiado. Tal vez me contagie y ambos estemos muertos en unos días, pensé. En ese caso, ambos seríamos sólo un número. Por la tarde, a las siete, un empleado del presidente diría que hay varios muertos más este día. Entre ellos estaríamos ese abuelo y yo. Y todo por correr a entrevistarlos.

Como no me gusta que en el periódico me saquen del encierro, es probable que un día nos peleemos y entonces me despidan. Pero no creo que eso vaya a pasar pronto, que vaya a pasar, por ejemplo, en abril. Tal ve suceda en mayo, o en junio. Cuando eso suceda, si es que sucede, la gente ya estará en las calles. Dándose abrazos, besos, tendiéndose la mano.

Yo estaré confinado entre mis cuatro paredes. En mi prisión domiciliaria.

Si es que ese abuelo no me contagió.

Si eso sucede, para mayo o junio tal vez ya esté muerto.

Igual que el abuelo del acordeón.

 

Morelia, Michoacán. 4 de marzo de 2020

 

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