Por César Calderón
Ya lo veía venir. Nada bueno ha de esperarse de un preámbulo en tinieblas. Tres pérdidas en menos de un año: tres seres queridos, muy queridos. Mi padre es mi dolor más reciente. Él sufrió junto conmigo mi otra pérdida, y estoy por decir que le dolió tanto como a mí. Quince días después de su partida el gobierno declaró el confinamiento social. Un nuevo virus nos acecha.
No es para tanto, pienso cada vez que llego a casa y grito hola pretendiendo hallar respuesta. ¡Hola! ¡Hola!.. Silencio. Sólo ese silencio que lacera mi conciencia. A veces deseo ser parte de las estadísticas. Un muerto más, uno de tantos muertos que se ha cobrado ese maldito virus que tiene al mundo de rodillas. Bajo la maleta y voy directo a mi habitación. Me persigno ante el crucifijo que está sobre la cabecera. En un principio no sabía por qué lo hacía, pero luego de mecánicas repeticiones he descubierto que ese simple gesto me otorga un sosiego mil veces más potente que el que pudiera concederme una cajetilla de cigarros.
Fue un regalo de mi madre, el crucifijo. “Para que los cuide”. Con el tiempo, ese plural se ha convertido en singular. Voy al baño y me empapo el rostro para que mis lágrimas se confundan con el agua salitrosa. El espejo me devuelve una imagen distorsionada por las salpicaduras de agua. Así de alterada siento mi alma. Salgo al jardín y enciendo un cigarro.
El primero de una larga noche de insomnio y pensamientos catastróficos. Frankie, mi perro, se retuerce, brinca y da rodeos en torno mío. Yo creo que es del gusto de verme luego de un par de semanas de ausencia. Sólo por esas muestras de cariño no he concretado mis impulsos de matarlo cuando encuentro mi jardín agonizante.
No se piense que poseo la maquiavélica crueldad de esos dictadores que han puesto a temblar al mundo entero en diferentes momentos de la historia, como Napoleón o como Hitler… o como el Covid-19. Destino parte de mi sueldo a una persona que pernocta en mi casa y cuida a mi perro durante mis destierros cada vez más prolongados. No quiero estar aquí, ni allá. En ninguna parte de este mundo. Ahora estoy casi todo el tiempo en mi pueblo, con mi madre. Una rutina edificante me mantiene al margen del colapso.
A las 6 de la mañana levanto pesas como si quisiera reventar mi cuerpo. Dos horas después me enfrasco en la lectura y escritura y en los trabajos que dejo a mis alumnos. Luego revisiones y más lectura y escritura hasta que se llega la hora de salir corriendo rumbo al cerro. Siempre busco las pendientes más prolongadas. Una vez más intentando desgranarme por dentro, pero sin mayor éxito que una taquicardia cada vez menos recurrente. Sin pretenderlo, mi cuerpo se hace cada vez más resistente.
De nuevo en mi casa, en mi jardín, tras el viaje desde mi pueblo que se prolonga por casi dos horas. Doy una calada y retengo el humo durante unos segundos mientras levanto la mirada y veo un montón de estrellas parpadeando como luces navideñas. Me pregunto desde cuándo habrán dejado de existir. Lo que vemos en el cielo no es más que un espejismo. Eso me hace recordar la muerte. Otra vez la muerte. La gente sólo muere cuando les damos carpetazo en la memoria.
Eso no pasará con mi padre, ni mi abuela, ni… De nuevo el agua en mi garganta… y estas ganas de morirme. Cualquiera que me vea sin conocerme dirá que soy un tipo duro, de esos tipos duros que no les conmueve ni siquiera la muerte de un ser querido. Mis casi uno noventa metros de estatura y ciento y tantos kilos, junto con la mirada de lobo en cautiverio podrían validar dichos supuestos. Pero no es bueno dejarse llevar por apariencias.
Ya se ha dicho muchas veces. Soy tan frágil como cualquier otro ser humano. Aunque, eso sí, es muy difícil que me vean llorar alguna vez. Incluso creí imposible llorar en público hasta que estuve frente a los despojos de mi padre. Sólo he llorado frente a él. Y frente a sus cenizas, cuando las depositamos en la cripta. Enciendo otro cigarro y marco el único número que no tengo que consultar en mis contactos. 353 10… luego de dos o tres timbrazos surge esa vocecilla que me motiva a utilizar el tapabocas y guardar la sana distancia y a no viajar a más de 140 kilómetros por hora: ¡paaapi! Sí, ella es mi ancla en este mundo.
No pretendo ganar sus indulgencias con pensamientos negativos. Incluso estoy por invocar los retazos de buen humor que aún permanecen en mi mente. Dice la ley de un tal Murphy que cuando algo sale mal puede incluso estar peor. ¿Qué más angustia podríamos padecer ahora que la cerveza está en peligro de extinción? Es un decir lo de extinción, pero confieso que ni con la escasez de gasolina del 2019 sentí esa incertidumbre que se apoderó de mí cuando entré en un Oxxo y supe que ya no había cerveza. ¡Líbrenos Dios de más desgracias!
Bueno, ahuyentando un poco los tintes deprimentes de mi narración, se me ocurre recordar lo que alguien dijo alguna vez: en las crisis, o creces o te hundes. He optado por crecer, aunque estoy consciente de que todo desarrollo implica un dolor que resulta inevitable. Es como caminar bajo la lluvia y no mojarse. El sufrimiento, por el contrario, es para los que se inclinan hacia la segunda opción. En el argot de los gimnasios se dice que no pain no gain; sin dolor no habrá ganancia. No sé qué habrá de cierto, pero elijo aferrarme a esa creencia cada vez que siento la opresión de este dolor que asfixia mi conciencia.
Y no, no voy a morirme pronto, al menos no por decisión propia. Porque se debe esperar la voluntad de Dios, aunque, ya lo sugirió Rulfo en su inigualable Pedro Páramo, también se puede torcer la Divina Voluntad y hacer la propia. Pero no pensemos en eso. Prefiero imaginar el día (esperemos no tan lejano) en que salgamos del confinamiento y todo haya retornado a la nueva normalidad (ya nada será como antes).
Estaré ansioso por echarme unas cervezas con ustedes. ¿Quién dice yo?
Jiquilpan, Michoacán. Mayo del 2020
Imagen: Jorge Gobbi
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