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Tristeza de banqueta

Por Darío Zalapa Solorio

Fiel a la tristeza que siempre cargo en la cartera, me he sentado en la acera a ver pasar los carros. Bien pueden ser las cinco o las seis de la tarde; bien podrían dárseme las dos o tres de la mañana. Bien puedo dormir aquí, despertar, y tener la misma tristeza colgada al hombro.

No pienso moverme. Una de las ventajas de vivir solo es que siempre habrá tiempo de sobra para uno mismo. Uno mismo se hace egoísta. Uno mismo se prepara la cena, se lava los calcetines y se despierta a las ocho de la mañana. A veces se debe salir a  comprar café o cerveza cuando ya no hay; uno mismo se bebe toda la cerveza o todo el café en una noche. No estoy sentado aquí por falta de bebida, no. Si me he plantado en esta banqueta es por tanta tristeza que me escurre de los ojos.

Más que nada, veo gente, no carros (uno que otro perro cruza de vez en vez la calle). Una falda azul; varios pantalones rotos; botitas cafés; uñas amarillas; tobillos gordos; calcetas escolares; rodillas raspadas; vestidos hippies: todo de la cintura para abajo. Estoy sentado, qué flojera levantar la cara para verle la cara a otras personas. Estoy sentado, ¿por qué la gente no agacha su cara para ver que en mi cara la tristeza ya está plantando arrugas? No es su problema, supongo. Es problema mío, suponen.

Luego la señora /vecina/ de enfrente sale. Me mira. Yo tumbado en la banqueta; no es pecado. Luego pasan niñas con su uniforme de secundaria. Para alguien de cuarenta años, yo y mis veinte años somos unos chicuelos que apenas comenzamos a vivir. Ellas con su uniforme son para mí personas que aun no saben besar (menos hacer el amor). Tanto la señora vecina como las niñas me tienen sin cuidado. He pecado; imaginé a una de esas uniformadas sin uniforme. Eso me preocupa poco, me preocupa más el saber que estoy contagiando toda la calle con mi tristeza, pero eso parece no importarle a nadie. Quizá después medite sobre lo raro que es este mundo y lo sobrevalorados que están los pecados hoy en día.

Es una buena tarde. Miento, es una tarde cualquiera. Pasa gente cualquiera, el mismo sol cualquiera, la sombra es una cualquiera. Hasta la vecina es una cualquiera. Quizá la niña que imaginé sea la más cualquiera de su escuela, y yo sintiéndome un culpable por imaginarla desnuda, y ella que llegará a desnudarse para su novio frente a su cámara. Creo que hoy los desnudos por internet también están sobrevalorados

Ya oscurece. La tristeza no se me va. Yo ni sé por qué me quejo tanto; desde que recuerdo he sido triste: nací llorando. Cuando era niño las mamás de mis amigos les decían: no te juntes con él, te va a pegar lo triste. Los maestros me sentaban aparte del grupo. Una vez una niña  me agarró la mano y pasó tres días llorando sin saber por qué. Ya cuando crecí y me empezaron a gustar las mujeres, siempre era la misma historia: vamos al cine/me gustas/tú también a mí/nos besamos/sí/luego no/es que eres muy triste/y ya no me besarás más/no/prometo dejar de estar triste/como si pudieras hacerlo/mira ya no estoy triste/mejor ve con tu mamá para que te abrace/no te burles/adiós/no/sí/ya pues/puta madre qué triste estoy/.

Ya oscureció. Poca gente deambula ahora por aquí. Dicen que es barrio peligroso, que lo asaltan a uno después de las ocho. Ojalá venga alguien a robarme:

– Saca lo que tengas.
­­- No tengo nada.
– No te hagas, siempre cargas lana.
– Y tú cómo sabes…
– Te veo todas las tardes, sentado aquí mismito, hasta sé que tienes un celular chingón.
– Entonces sí me conoces.
– ¡A huevo! Siempre estás bien triste.
– …
– Entonces no te hagas wey, dame el celular y la lana que cargues.
– No pues tengo nada. Si quieres robarme algo, te doy mi tristeza.
– Y ésa, ¿Como pa qué?
– Pues tú sabrás.
– …
– Entonces…
– Está bueno, algo tengo que llevarle a mi vieja.
– No creo que sea un buen regalo.
– Ése es mi pedo, órale, sácala o te quiebro.

Le di mi tristeza y se fue corriendo. Lo conozco, vive a la vuelta, por la secundaria. Ahora tendré que acostumbrarme a no estar triste. Será curioso pasar por su casa y verlo tirado en la banqueta, triste. A mí me da igual, nunca la quise conmigo a final de cuentas.

/Luego pasaron como dos meses/

Pinche tristeza, cómo la extraño. Ahora hasta tengo novia y me quiere mucho, o eso dice ella. El sexo es bueno, mis orgasmos ya no son tristes, pero no es lo mismo ver mi semen feliz en su vientre.

Me cae que mañana consigo una navaja y paso por la banqueta de aquel tipo.

dario.zal.lit@hotmail.com

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