El poeta se había levantado temprano aquella mañana de abril seguro de que el país estaría orgulloso de él. Se anudó la corbata como quien lo hace a diario, con seguridad y soltura, mientras se veía a sí mismo en el espejo aquellas arrugas que eran el producto de noches enteras de desvelo por la lectura de cientos de volúmenes de crítica literaria, novelas, ensayos, poesía y la matutina lectura de los diarios nacionales e internacionales.
A la poesía, que era su predilecta, siempre le dedicaba las primeras horas de la noche aunque últimamente le costaba más trabajo. Leer a Quevedo le recordaba la infancia al lado de su abuelo. La poesía era su vida, había sido su vida. Siempre se había definido a sí mismo como un poeta más que como cualquier otra cosa aunque, cuando la situación se lo exigía, podía muy bien jugarla como politólogo, sociólogo, historiador o antropólogo. ¿No le habían dado todos aquellos premios por eso?, Si no había sido por su erudición ¿por qué?
Mientras estiraba la corbata y se acomodaba las solapas del traje, recordó al escritor peruano que había tenido el atrevimiento de contradecirlo en público. -¡Vaya insolencia!, -pensó el poeta- ¡Decir, contradiciéndome a mí, que México era una dictadura perfecta!– Había que poner mano dura contra aquellos que todavía dudaban de su sapiencia, de su herencia intelectual, de su biblioteca infinita, de su mano prodiga que había fundado tres revistas, dirigido otras tantas y escrito numerosos artículos, ensayos y poesías.
¿No había sido él, después de todo, uno de los pocos en renunciar a su cargo como embajador como protesta contra la matanza de Tlatelolco?, ¿No había sido él uno de los críticos del poder político hegemónico en México?, ¿No había sido él uno de los que había predicho la caída del muro de Berlín?, ¿No fue uno de los que nunca cayó bajo la seducción de los barbones cubanos o uno de los pocos que se atrevió a llamar “dictadura” al movimiento sandinista en Nicaragua?
Parecía mentira todo aquello. Parecía mentira que a sus ochenta y tantos años, tuviera que estar convenciendo todavía a la academia y a los legos de lo que había escrito cuarenta años antes. Aquella mañana tenía otra de tantas entrevistas en la que las preguntas, con toda seguridad, debían ser las mismas: ¿por qué escribió esto o aquello?, ¿a qué se refería cuando sostuvo en tal libro tal cosa?, ¿por qué no apoya la izquierda mexicana?, ¿por qué su apoyo a Salinas en lugar de a Cárdenas?, ¿comunismo o capitalismo?, ¿por qué su pleito con Neruda?
Tantos años y tantas respuestas ya dichas, escritas y defendidas le empezaban a cansar. Su voz, su cuerpo sentía el cansancio y cada vez le costaba más trabajo hablar, sostener una conversación por un tiempo prolongado. Pensó que le caería bien un viaje al extranjero. Descansar. La India quizá sería un buen destino, como en sus buenos tiempos, como cuando conoció a su segunda esposa, su única musa, su compañera. Como cuando era joven y podía bailar por horas. –Era un buen bailarín- pensó riéndose un poco recordando el talle delgado de su joven esposa al ritmo de un tango en Buenos Aires, o el glamour en una pista de baile en París.
Ahora todo era diferente. Muchos de sus amigos ya habían muerto. Recordaba en especial al catalán aquel que había conocido en su infancia y que lo había iniciado en las lecturas de los anarquistas y los movimientos estudiantiles. Recordó muchos nombres, muchos rostros, sitios. Ahora sólo eran recuerdos, -¿es la muerte acaso eso?- ¿La ausencia, el olvido, la soledad?, ¿Nuestro propio laberinto de la soledad? Pensó que la muerte era muerte física pero también muerte moral, muerte de abandono. Con el tiempo uno desea morir. Recordó sus sueños: ¿Qué había soñado esa noche? Muertos: cada vez soñaba con más muertos. Pensó que no morir es morir en vida.
En aquel momento una extraña sensación friolenta le fue invadiendo el cuerpo, todo parecía estar terminando ¿o comenzando? El telón bajaría de un momento a otro y él había empezado a despedirse desde el momento mismo en que mencionó su primer palabra. La vida -pensó por última vez- es un continuo despedirnos de aquel que fuimos para internarnos en aquel que vamos a ser.