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Un par de cuentos

Les dejamos un par de textos de un escritor joven queretano, pónganse cómodos y disfruten.

Por Alan Maldonado*

Por la ventana se escurre el olvido

Y ahí estás, recostado sobre un asiento muy cómodo, puestas tus manos sobre los respaldos laterales. Te sientes como nuevo. Miras hacia la derecha, la ventana, y de cuando en cuando una persona, poste, árbol o sombra se infiltra en tu paisaje en cuestión de parpadeos. Esto significa que ya todo está atrás: su aliento tibio en la mañana, sus pies fríos en la noche, su estúpida expresión al mirar al cielo cuando está atardeciendo. Te preguntas, justo cuando comienzas a quedarte dormido en el cómodo terciopelo del autobús de las cinco, cómo es que tomaste la decisión de guardar tu ropa, tu reloj y tu vida en una maleta para emprender la huida, escapar, luego piensas en cómo llegaste a la estación, con qué billetes compraste el boleto que desde hace tanto querías comprar y qué sonrisa luciste al recibirlos; reflexionas sobre cómo escaparse de un lugar te acerca más a ti mismo. Te acomodas en tu asiento y corres la cortina azul para ocultar el paisaje cegador: ya te quieres dormir. Y a los pocos segundos cierras los ojos. Estás dormido.

Entonces la escuchas debatiéndose en tu cama, despertando. Y lloras.

 

Sala

Los últimos meses, a veces, las más, exploto. Cierro los ojos y el mundo se torna bicolor. En negativo. Naranja y azul. Rojo y blanco. Negro y rosa. Como sea, lo curioso de este fenómeno es que cuando pasa, no puedo tolerar el cambio de tonalidades, así que en mi ira y ceguera, golpeo puertas, pateo sillas, rompo espejos para devolverles su color original, después coloco mis manos temblorosas y lastimadas sobre mi cara lastimada y temblorosa, ocultando mis ojos obsoletos y distantes.  Entonces grito, grito su nombre, que también es el mío, también grito en nombre de dios, y yo sé que todo lo hecho en nombre de dios es pecado, así que interrumpo mis gritos a la mitad de su esplendor para no lastimar más mis oídos.  Tanto he gritado que ahora voy sabiendo que el silencio atenta contra el cielo y que yo lo avivo con mis gritos, que nadie escucha, que nunca nadie percibe, de los que nunca nadie sabrá. Sólo ella, que es yo, y que llamo y casi nunca viene. Entonces es así que vivo en un constante exilio de mí mismo. Atrapado en el redil de mis obsesiones y mis ataques de ira, que aunque liberadores por un rato, son cárcel de culpa y distorsión.

Así pasaron las semanas. Mis ataques de ceguera se sucedían con inusitada frecuencia, hasta que un día ella llegó. Entró lentamente, sorteando la oscuridad de mi habitación y tanteando el terreno, como soldado que inspecciona una ciudad que fue bombardeada días antes, y aún con sus saltos ágiles y decididos, tardó un poco en llegar hacia mí y cuando estuvo lo suficientemente cerca, me echó una mirada que bien podría echarle una madre al hijo que llora por el extravío de un juguete, o por una herida en el codo, una mirada tierna y sarcástica al mismo tiempo: familiar. Extendió su mano y me ayudó a levantarme de mi estupidez, que su mirada había intensificado. Me guió hacia la sala y entonces supe.

Me arreglé lo más que pude y la invité a sentarse. Lo hizo enseguida. Le ofrecí un cigarro y lo aceptó amablemente arrancándolo con precisión de mi cajetilla. Y como antes había sacado yo el mío y ya lo había encendido, encendí el suyo, entre agradecimientos.  Entonces entendí que uno no puede escapar de su autodestrucción, que a lo mucho lo que uno puede hacer es invitarla a pasar, sentarla a la sala e invitarle un cigarro. Platicar.

 

 

*Alan Maldonado Lara, Querétaro, 1993. Autor del blog etreindelamachine, próximo a publicar su primer libro de poesía, Carencias.

 

 

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