Por Raúl Mejía
Pues verá, apenas supe que el Tren Maya inició operaciones me dieron unas ganas desmesuradas de treparme. Dos detallitos lo impedían: la estación más cercana a Morelia me queda retelejos (¿Palenque?) y, segundo detallito: mis rutas no pasan por esa zona del país.
Por fortuna, el azar conjuntó las contingencias y pude ir a Cancún por Volaris. No a la zona VIP de los hoteles high class o de clase media aspiracionista, sino a la mera ciudad y de una vez se los restriego: es de lo más linda, moderna, disfrutable.
Cancún, en su origen, fue producto de la imaginación. Un sueño que tuvo tintes fantásticos (pero turísticos) como los relatos que Marco Polo le cuenta al rey de los tártaros -Kublai Kan- en Las ciudades invisibles de Ítalo Calvino.
A diferencia de Cancún, pero por las mismas fechas (creo recordar fue en los primeros meses de la década de los setenta del siglo XX) un caserío conocido como Melchor Ocampo, en Michoacán, apenas tuvo chance de tener “conciencia de sí” cuando, sin tiempo para imaginar un paraíso, le cambiaron el nombre, la cara, los trazos y la vida. Me refiero a lo que hoy conocemos como la ciudad Lázaro Cárdenas. Dos visiones económicas -Cancún y Lázaro Cárdenas- en donde intervinieron dos sujetos famosos: Miguel Alemán (Comisión Nacional de Turismo) y Lázaro Cárdenas, el mero machín de la dinastía (Comisión Nacional del Balsas). ¿Casualidad? ¡Para nada!
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Más de medio siglo después de esa alquimia política y empresarial, nuestro puerto es también una ciudad pujante, horneada a las brasas y bastante fea. Si alguien sale a defender la belleza de Lázaro Cárdenas (la ciudad, claro) seguro está enamorado y en ese estado es difícil que alguien entre en razón. Otras opciones: el sujeto o sujeta nació ahí, no se pudo escapar y no conoce otro lugar.
Cancún no. Esta ciudad es de verdad linda, funcional, con una infraestructura urbana apantallante y claro que hay zonas peligrosas, diferencias sociales evidentes, inseguridad, narcotráfico. En síntesis: igual que en todo México, pero Cancún, se los digo de una vez, es una ciudad muy bonita, con más de un millón de habitantes y también se hornea a las brasas.
PARTE UNO
Me apersoné en esa ciudad gracias a la invitación de Rafa Ruiz Ojeda, a quien conozco desde que nació y hacía más de veinte años no me lo topaba. En Cancún, donde vive desde hace unos trece años, este chamaco se dedica fundamentalmente a dos cosas: a la medicina y a atender dos perros y dos gatos muy educados, de buenas costumbres y dudoso “origen étnico”.
Me sorprendieron (un poco; casi nada) las coincidencias que tenemos en lo referente a la política con los invitados que nos honran con su visita. Ambos amamos recibir amigos y familiares en casa, pero de inmediato le quitamos (a los invitados) la monserga de tener que compartir su vida de viajeros coyunturales con nosotros, sus anfitriones. Va un ejemplo de la vida real: cuando alguien me pide posada, asilo o la oportunidad de no pagar un Airbnb u hotel, le digo de manera prístina y sincera algo como “aquí están las llaves de la casa, querido amigo mío.
Puedes hacer uso de toda la infraestructura de mi hogar y agotar las existencias del refrigerador si ello te place y sin costo alguno (eres mi invitado y todo lo pagaré yo), pero por piedad no me incluyas en tus planes turísticos a menos que sea imprescindible. Te lo confieso con el corazón en la mano y lágrimas en los ojos: no quiero ir a Pátzcuaro ni probar sus famosas enchiladas placeras, tampoco ir a los tacos de cabeza en Quiroga ni vivir la inenarrable experiencia de presenciar la Noche de Muertos en Tzintzuntan. Si el azar nos junta perfecto; si no, ni modo”. (Invariablemente me pongo a orar para que el azar no me traicione).
Eso mismo hizo Rafa conmigo y ¿qué creen? El azar nos entregó al menos tres felices coincidencias utilizadas para degustar comida vietnamita, tailandesa y yucateca porque, seamos realistas, Quintana Roo no tiene comida típica nacida en esos lares. Todo lo quintanarroense en materia gastronómica, es yucateco.
Cuando decidí poner en marcha el plan del tren consideré que esa pequeña aventura cotizaba en el rubro de “invitaciones protocolarias imprescindibles” amparadas en los códigos sagrados de personas que no gustamos de compartir aventuras con los invitados o asilados en nuestras casas. Con Rafa me embargó un sentimiento dual: no sólo quería invitarlo, sino que tenía que hacerlo y claro, lo invité a la experiencia del tren.
Sus gestos y lenguaje corporal me indicaron que la idea le resultaba 100% indiferente y lo liberé de tener que aceptarla “por compromiso”. A cambio, el hijo de Hipócrates me espetó un plan B: “le voy a decir a mi mejor amigo que te acompañe; estará feliz de hacerlo”. La propuesta me aterrorizó y lo interrumpí sin piedad: “pérate, pérate, tranquilo, prefiero ir solo”.
El galeno sólo sonrío: somos de la misma calaña.
PARTE DOS
Antes de que se pongan intensos les aclaro: ya sé que la polémica en torno a esa obra es una de las más encendidas por el daño a la naturaleza; ya sé que está costando unas tres -o cien- veces más de lo presupuestado (lo normal); ya sé que no se hicieron estudios de pertinencia económica y ecológica (o sí se hicieron, pero es igual). Todo eso lo sé o lo he leído por ahí.
Mi intención es modesta y se los digo: me encantó treparme al tren. Fue una experiencia de lo más chida, pero hay cosas que “nomás no me cuadran” aunque todo lo que debe funcionar en el Tren Maya funciona requetebién… pero no sé. Me da la impresión de que todo eso es como construir una casa sin cimientos, confiando en que no se caerá con el primer temblor.
La estación del Tren Maya de Cancún está lejos (pero lejos, lo que se llama lejos de la ciudad). Si la obra fue pensada para que fuese usada por personas de la región a precios accesibles y de pasadita seducir a millones de turistas de todo el mundo, me apena decirles que eso sólo ocurrirá en el filosófico, económico y remoto “largo plazo” y ya sabemos lo que ocurre con los humanos en el largo plazo: nos morimos
Las dificultades para la gente normal, los ciudadanos de Cancún -a quienes se pretende beneficiar con la obra de manera específica- son gravosas: llegar a la estación sale más caro. Preferible usar un autobús tradicional desde la mera ciudad de Cancún y desde ahí agarrar camino a los destinos que los usuarios decidan. Nadie en su sano juicio anda gastando más del doble yéndose en tren. Es una lógica económica que utiliza Jeff Bezos, Carlos Slim y don Sebastián el taquero.
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Por ahora, llegar a la terminal de Cancún sólo es posible en auto propio, en taxi (cuesta una fortuna), en unos autobuses conocidos como “Shuttles” y otros conocidos como ADO (alrededor de sesenta pesos).
La estación está en febril construcción, la actividad laboral es hiper intensa. Están en friega con la infraestructura carretera (seis carriles) como si quisieran terminar todo en la semana próxima. Lo mismo en las obras de la estación -que está sin terminar- todos en chinga pues. Será una estación grandotota y chida, pero hoy por hoy (esto lo escribí el 5 de junio) sólo está en operación una vía. Hay un puesto para comprar refrescos, galletas y cosas así mientras llega el tren. Todo funciona perfecto y atendido por personal de la Guardia Civil. Eficiente pues. Obvio, quienes venden nachos, Sabritas y pedazos de pizza no son de esa dependencia de gobierno. Hay niveles pues.
Nada se puede objetar en cuanto al trato del personal con los viajeros. De verdad hasta se siente uno raro con tantas atenciones y buenas maneras.
No crean que me decidí por un trayecto largo. Para nada. Fue un trayecto pequeñín: de Cancún a Playa del Carmen. Una hora de camino y setenta pesos por el boleto en clase turista y tarifa de vejete. Todo puntual. Los vagones limpiecitos, bonitos, con aire acondicionado y la atención de la Guardia Civil -incluso en el interior del tren- irreprochable.
Arrancamos en punto de las nueve de la mañana y me puse a recorrer el tren con todo y el vagón de primera clase: área para comprar papitas, chelas, cocas y bebestibles similares. La calificación es sobresaliente (todo funciona perfectamente).
La estación sólo tiene una vía (en el futuro serán cuatro). Cuando se termine de construir, aquello se verá de lo más bonito y grandote. De hecho, les repito, las obras están a todo lo que se puede trabajar sin morir en el intento. Aquello es un hervidero de hombres, mujeres y máquinas. La unidad de medida más precisa para dimensionar la cantidad de personas trabajando es un chingo de gente. En serio.
Les diré algo: con la experiencia de mi único, breve recorrido y las tres estaciones que pude ver, puedo decir que son la muestra puntual de que se pueden ofrecer obras a la ciudadanía con una arquitectura agradable, funcional, estéticamente impecable sin que el resultado sea ostentoso o pasado de lanza. Todo es lo justo para disfrutar, como usuarios, de una estación de transporte. No hay lujos, pero tampoco “dejadez arquitectónica”. O sea: no por ser un servicio pensado esencialmente para los lugareños ha de entregarse una obra pedorra. Eso me gustó mucho, lo que sea de cada quien.
La estación Cancún está por el rumbo del aeropuerto. Si se asoman a través de Google Maps, parece que está cerca, como para decir “me echo el camino a pie” pero ni intenten hacerlo -me refiero a aquellos aventureros osados y temerarios que salen del aeropuerto y creen saberlo todo.
Cualquier cosa que quieran saber de tarifas a los diferentes destinos, métanse a Google.
PARTE TRES
Uno piensa que como “vamos a cruzar la selva”, aquello nos regalará algunas visiones de changos comiendo plátanos, arboles enormes de maderas preciosas, jaguares despistados y maleza impenetrable, pero no. Nada de eso. En setenta kilómetros sólo vi un paisaje tupidito de árboles escuálidos y sin chiste. Eso es obvio y explicable: la competencia arborícola por la luz solar está bien cañona. Todo el trayecto fue igual. Cero changos o jaguares y puro homo sapiens en labores propias de la ingeniería en sus versiones modestas -o sea los de la talacha a pleno sol.
Mis informes decían que el tren era de alta velocidad, pero tampoco algo así como decir “no mames qué rápido vamos”. La verdad es que la velocidad máxima apenas supera -ese le calculé- los 87.3 kilómetros por hora, pero a ver ¿cuál es la prisa?
Mi vagón tenía lugar para 76 pasajeros, pero el de atrás tenía menos asientos. Si le ponemos en promedio setenta lugares (en primera clase hay menos espacios) el tren puede con 280 personas. Como andaba de ocioso, conté cuántas personas nos trepamos rumbo a Playa del Carmen: éramos 38.
También conté cuántos regresamos a Cancún: 42. O sea, económicamente este asunto no es rentable y nomás por pura intuición, inferencia y esas cosas que no son científicamente comprobables, esto no tiene para cuándo ser medianamente rentable. Es más: nunca lo será. Al menos, el de versión turística, no. La versión de carga quizás sea algo diferente… pero sólo “algo”. Lo anterior lo digo, sobre todo, por lo que apunté al principio: los costos de traslado siguen la misma lógica del capital con Carlos Slim y con doña Chela. Nadie gasta pesos para sacar centavos.
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Aquí me detengo antes de sufrir algunas observaciones bien intencionadas. Hasta donde sé, no hay tren en el mundo que sea rentable. Todos (o casi todos) se subsidian con el famoso “dinero público” por parte de los gobiernos. Lo interesante es encontrar la medida de ese subsidio. Seguro varios de mis lectores la han rolado en tren por algunos países europeos. Es de lo más lindo, pero también de lo más caro… y están subsidiados.
La última información que tuve a la mano respecto al costo por pasajero en la operación del Tren Maya (tomado de El Financiero, 11 de junio de 2024) fue que cada pasajero transportado, en el primer semestre de operaciones, fue de casi diez mil pesos. Ya sé, ya sé: están en plenas obras, pero ¿de verdad se podrán soportar, cuando toda la obra se termine, gastos de operación por pasajero del orden de los mil pesos?
Y claro, también está la opción política más utilizada y que no pasa por consideraciones tan baladíes como eso de querer que todo sea neoliberalmente rentable. Me refiero a que si el gobierno opta por decir “la idea rectora es ofrecer ese servicio a los mexicanos de la zona -y de paso a los millones de turistas del mundo- sin clavarnos en los costos”. Ok. Adelante. Al fin son nuestros impuestos ¿no?
Pero se los adelanto: al menos en Cancún, con una masa de turistas de primer nivel que suma millones, nunca tendrá como pasajeros a un número importante de esos viajeros como para considerarlos una solución. Nunca. No les interesa el asunto… y al paso que se ve, tampoco le interesa a la gente del lugar. O sea… el asunto está complejo, pero también muy claro: saldrá carísimo y por muchos, pero muchos años sólo serán gastos y gastos y gastos porque, si no se generan áreas de rentabilidad, nadie le entrará como socio del gobierno.
Pero bueno, a mí me encantó el paseo. De verdad todo fue muy agradable pero no lo repetiré jamás en la vida. ¿Por qué? Porque odio, abomino, detesto, el calor.