No se trata de un viejo rey que impone a sus ministros más fuertes el reclutamiento en un ejército invasor; no hay honor ni gloria posible en la historia, las acciones tienen lugar entre hermanos y al interior de un mismo país.
Por Omar Arriaga Garcés
a Daniela
Héctor siembra la tierra. Tiene poco que ofrecer por la guerra civil que se desarrolla entre la milicia de la nación y la insurgencia del valle, que se levantó en armas hace años. Desde entonces se comercia menos y las monedas han dejado de fluir como un río más seco cada vez.
Los pobladores no salen de casa, salvo cuando es imposible no hacerlo para dirigirse al río a llenar los cántaros. En su pequeño terreno, Héctor moja las plantas con la poca agua que su hija menor -Beatriz- puede traer en dos viajes.
El Chino, el jefe de la insurgencia en esa región, vio un día a la niña entre los matorrales y ahora no puede dejar de verla aunque cierre los ojos. El Chino envió a un capataz a cruzarse con Héctor un día de mañana para decirle que debe enlistarse con ellos. Héctor respondió como pudo que no: la esposa y los dos hijos menores, ¿quién les daría de comer? Luego hizo como el viejo aquel al que le mataron a una hija y le hicieron caminar sobre una línea de sangre para poder regresar.
Se tomó la cabeza con las dos manos y se reclinó sobre el suelo, como si una línea de fuego lo atravesara por dentro y el filo de una navaja desfigurara su mente; comenzó a hablar solo, como si mantuviera una conversación con un ser invisible. Lentamente, se fue alejando, iba como dando de comer a animales que sólo el viera, musitándoles, a los que arrojaba migajas de pan con el pan tan escaso. Nadie osó acercársele.
El padre vuelve contrito a casa, Josefina lo nota extraño y le pregunta qué pasó. Héctor responde que el jefe de la plaza pide dinero a cambio de dejarlo con la familia, que lo ha perdonado. Pero le explica que no hay nada, que los afluentes se secaron y ya nadie va por esos caminos. Piensan de dónde obtener el dinero, venderán esto, pedirán prestado a los vecinos, un familiar vive en la ciudad, él podrá darles algo pero hay que buscarle.
En eso llaman a la puerta, Héctor le pide a Josefina que le siga el juego. Hace como que está ciego, como que no entiende; frente al televisor, Beatriz y Gabriel observan como fuera del mundo el resplandor luminoso.
Es una mujer, la sacerdotisa del general del ejército. Todos saben que tiene negocios en la región, con el jefe de la resistencia; nadie sabe a ciencia cierta si hay brujería, pero hay brujas, y algunas más poderosas que el resto, sobre todo si vienen de un país extraño y con tradición en las artes negras.
Antes de inquirir la mujer mira a Héctor, ora trastabillando por la cocina, ora danzando lentamente mientras arroja arroz a un cardumen secreto al que no quisiera pisar. Josefina le dice que ha estado así los últimos días, y él masculla algunas palabras incomprensibles.
La Cubana entiende de juegos y le explica a la madre que ha venido a llevarse a su esposo o el dinero, pero que como no tienen uno y el otro es inútil de momento se llevará a la niña.
Los hermanos no oyen y el padre hace como que no ha escuchado aunque siente como si le hubieran dado un golpe en las sienes y está como borracho de pronto, aunque no deja de aventar arroz.
Antes sola, la Cubana ordena a un hombre detrás de la puerta que entre por Beatriz, “ya tiene un buen culo”, ríe, pero entonces Héctor vuelve sobre sí y se interpone; “llévenme a mí”, dice. La mulata le explica que es demasiado tiempo y debe pagar por no haber pagado antes, cuando tuvo oportunidad. Uno de los hijos tiene que irse.
Como si aun no escucharan los hermanos atienden ahora paralizados la conversación; cuando el hombre se acerca al sillón y va a tomar a Beatriz del brazo Héctor se adelanta y ase con fuerza a Gabriel, quien mira como un maniquí, lo pone de pie y lo ofrece al captor. “Ve tú, hijo, ya no eres un niño y eres hombre, soportarás más esa vida”.
La Cubana asiente y antes de que el hombre tome a Gabriel por los hombros la mulata ha desaparecido. “Hijo, lo siento, no pude salvarte, pero nos volveremos a ver; se fuerte, mantente vivo”, le grita Héctor.
“Ya no llore, desgraciado, aquí se hará un hombre, va a irse a la guerra”, le dice a Gabriel el conductor mientras se pone las gafas.
“Tenga, El Chino le mandó para un refresco por si le daba sed”, le dice a Gabriel la Cubana mientras la camioneta prende. Beatriz mira cómo se aleja por la ventana.