ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Por Omar Arriaga
Inexacto sería decir que la generosidad es un rasgo innato. La primera vez que me dio coraje por un hecho así fue cuando iba en primero de primaria. O al menos la primera que recuerdo. Generalmente se refiere que aquello que pensamos o concebimos, al ser adoptado por los demás, se convierte en motivo de alegría.
Lo que supera esa ordalía puede ser considerado ya no como parte de uno mismo, sino de todos. No sabía a los seis años que la práctica y la teoría distaban tanto en la realidad, porque teoría era que la maestra Tere Sosa Pascual, que vivía en Cuautla, esquina con la avenida Solidaridad, en una casa color beige, preguntase el significado de aquellos cinco círculos de colores reunidos; y práctica fue que, al momento de susurrarle a mi amigo con nombre de balón, Wilson, que quizá esos círculos simbolizaran los cinco continentes, levantase la mano para expresarle a la maestra lo que acababa de plantearle en privado como una mera posibilidad.
Wilson me miró con una sonrisa de sorna ante el “muy bien, Wilson, tienes diez”, y no pude evitar que, llegando a la casa, eso fuera lo primero que le contara a mi madre y a mi tía. “Así es la gente, no te puedes fiar de nadie”, respondió mi madre, a la sazón una veinteañera; en tanto que mi tía había sonreído cándidamente para externarme su apoyo e ir por una pizza para olvidar el incidente. Estas dos reacciones marcarían mi vida sin más.
Años más tarde, en una noche de futbol, viendo un partido de la selección mexicana con uno de mis mejores camaradas, apareció Wilson en el bar: iba a recoger a su hermana que se hallaba festejando un cumpleaños. Resultó que Emiliano también conocía a Wilson y que ambos compartían la carrera de historia.
A pesar de haber sido uno de mis dos o tres mejores amigos de la infancia, la ocurrencia de Wilson, que acudió a mi mente en aquel momento, salió a la superficie sin el menor empacho y, de tal modo, se la referí a Emiliano hasta en el más ínfimo de los detalles.
Emiliano me miró extrañado y comenzó a reír para, un par de minutos más tarde, afirmar que mi capacidad de almacenar rencor era mucho más notable que en el resto de las personas. “No es rencor”, le dije, pero, a decir verdad, hoy no estoy tan seguro de ello como entonces creía estarlo.
Y es que en realidad se trataba de algo tonto: que a los seis años creyera inconscientemente que las olimpiadas existían porque había reconocido que aquel símbolo aludía a los cinco continentes, a su hermandad conferida gracias a una pugna deportiva, era hasta cierto punto normal; pero que veinte años después siguiera confiando en esa manera de leer el mundo, al grado de haber estudiado literatura, interesándose, asimismo, en la poesía, ya se trataba de algo más que un argumento en contra. Así que me sentí culpable por aquel anatema lanzado por Platón en el décimo libro de la República: cómo era posible que tuviera tan ultrajante sentido de la verdad, mira que creer en los espejismos de las palabras… Pero esta conversación no tiene nada que ver con lo que aquí nos ocupa, es, pues, una pérdida de tiempo, como la poesía, según Platón.
Años más tarde, quince o diecisiete, no lo recuerdo con exactitud, escribí una variación un tanto mal redactada sobre el arte y su relación con lo sagrado para un periódico de la ciudad, un suplemento, para ser, ahora sí, exactos, que dirigía el poeta Neftalí Coria.
Me molestó mucho ver que semanas después, quizá años, puesto que para la mente los días son minutos y los años, semanas o meses, alguien de la escuela, o en contacto con alguien de la escuela, escribía un ensayo parecido en la forma al mío hasta el punto de ser reconocible dicha semejanza. Sin embargo, sólo copiaba la apariencia, sin descender, claro, hasta los motivos de fondo que me habían llevado a preguntarme por aquel tema tan anacrónico y anquilosado, hoy en día, de tautología de mitógrafo estructuralista.
Además, si un niño de seis años no había sido capaz de crear los continentes y, por tanto, las Olimpiadas, mucho menos el arte o lo sagrado. A nadie pertenece hoy nada, pero, entonces, ¿para qué fueron creadas las cosas? De ahí mi ciega y anacrónica fe en las palabras.
La duda llegó de visita la otra noche a mi mente cuando me percaté que un amigo cercano elaboraba una columna para un periódico local sobre la tauromaquia, tema que recién había tocado en una de mis columnas de la semana anterior. ¿Es envidia por el público que este comediante posee? ¿Rencor a causa de un falso reconocimiento que según yo mismo debiera recibir? Mientras pienso la respuesta elevo mis suposiciones hasta un nivel cósmico y me imagino que a través de mis ojos la humanidad no es muy generosa.
Ojalá y el drama de alguien más bondadoso haga olvidar un mal momento que se repite cada cierto tiempo, por el milagro que es estar vivo. O qué, ¿no dice la Coca-cola que por cada arma de destrucción masiva que se inventa en el mundo hay miles de tapetes que en los quicios de las puertas del mundo que ostentan la palabra “Bienvenido”? What a wonderful fucking world…
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