Cursaba el último semestre de preparatoria cuando esa idea se estacionó en mi mente. Estudiar literatura no formaba parte de mis planes. Desde que estaba en primaria, me visualicé como médico. Pero al encontrarme con los poemas de Pablo Neruda, algo sucedió. A los 17 años comencé a escribir mi primer libro. A esa edad y en ese libro, escribí versos que hoy me parecen muy intensos para una jovencita.
Al terminar la licenciatura, comenzó la búsqueda exhaustiva para conseguir empleo. Lo obtuve con el primer currículum que envié. Una escuela privada me llamó. Daría clases de español en secundaria. La única razón por la cual envié ese currículum fue porque mis excompañeros de generación hacían lo mismo. Seguí la corriente. Me dieron el empleo pero yo no estaba lista para ser maestra. No lo estaba porque no quería ser maestra. Yo deseaba ser guionista, promotora cultural o editora, nunca maestra, nunca.
Continué mi camino y en la búsqueda me fui perdiendo. Fui a entrevistas a Soriana, a una agencia para autos y así, caminé entre laberintos administrativos que me alejaban de mi vocación. Después de un año llegó la oportunidad deseada. Mi primer empleo fue en una editorial que se encontraba cerca del departamento que rentaba. Pensé que corregiría textos, me imaginé publicando reseñas en los periódicos más importantes de la ciudad. Nada de eso sucedió.
La decepción más grande fue cuando mi patrón me dijo que “sólo había aprendido el 30 por ciento en la universidad”. Como el ambiente laboral era demasiado tenso, me vi forzada a seguir buscando una vacante en distintas escuelas y medios de comunicación. Cuatro televisoras importantes me solicitaron entrevista y ninguna me contrató.
En las entrevistas en escuelas me preguntaban si tenía experiencia dando clases. La respuesta siempre era negativa, cuestión que me exasperaba puesto que en el documento claramente se especificaba. En una ocasión, el entrevistador de un colegio, me preguntó el estado civil de mis padres y las características del hombre con el que deseaba casarme. Después de un año de perder tiempo y dinero en entrevistas disparatadas, finalmente, me “dieron el visto bueno” para dar clases en preparatoria abierta. Por supuesto que no habría prestaciones, vacaciones pagadas, seguro, ni contrato.
El primer día escuché las murmuraciones y las risitas burlonas de los alumnos mientras se preguntaban cuál era mi edad. Dicen que me veo más joven de lo que soy. No supe ni cómo presentarme. Dije que era licenciada en Lengua y Literatura de Hispanoamérica egresada de la UABC y eso me llenó toda la boca y me iluminó las mejillas con el resplandor de la tarde anaranjada y cálida de agosto.
La sensación de que me llamaran “profe”, me resultaba extraña. Nunca esperé que alguien me llamara así. Comencé dando clases a jóvenes mayores de 18 años pero los problemas iniciaron cuando me pidieron atender a los adolescentes. Mi nula de experiencia, la impaciencia, mi carácter tenue y la falta de recursos didácticos de la institución, me jugaron una mala pasada.
Fueron meses fatigantes, soportando a un grupo de adolescentes con deficiencias académicas y problemas de conducta. Fueron meses fatigantes, recibiendo 600 pesos (a veces menos) a la semana. Tuve que estudiar materias de historia, ciencias sociales y tecnologías de la información. Así que, de repente, me convertí en la literata que hablaba con soltura sobre el PIB per cápita. Tuve que comprar mis propios libros y muchas veces, pagar el material con mi sueldo.
Es difícil laborar en el sistema abierto. Hay poco tiempo para desarrollar las materias, no hay recursos didácticos como proyector, a veces, ni siquiera plumones. Es difícil porque los jóvenes no se interesan por nada y no quieren estudiar. Es angustiante porque la calificación depende solo de un examen estandarizado, ambiguo y mal redactado. Es complicado porque las sesiones constan de 120 minutos y nadie entiende que si me pongo a hacer juegos, bromas y a socializar con los alumnos, sencillamente, no pasan el examen.
El globo me explotó en la cara cuando me despidieron, sin despedirme. Creo que por lástima no me corrieron del todo. Al parecer, los alumnos estaban incómodos con mi manera de enseñar. Al parecer las clases que daba estaban en un nivel más avanzado, impropio para adolescentes que estudian en sistema no escolarizado. Es así de simple y doloroso. En el sistema privado, el maestro lleva todas las de perder, porque los clientes-alumnos, son quienes establecen las reglas y el maestro pasa a ser títere de la cúpula educativa. Un profesionista al que se le exige una amplia formación académica y la capacidad para tolerar faltas de respeto e impertinencias del estudiante de clase media-alta, quien se considera el amo de las aulas.
Me costó entender el papel de los maestros hasta que lo experimenté. La peor sesión de mi vida fue cuando una estudiante, de aproximadamente 30 años, me levantó la voz y me criticó delante de la clase. La doña no soportó los gritos y las bromas de los púbers y creyó que me podía decir cómo ser maestra. Al salir de esa clase, mientras caminaba a casa, sentí que el enojo pasó por todas y cada una de mis venas, se introdujo en mi estómago y lo expulsé a través de maldiciones que salieron por mi boca años atrás besada por el hombre que me inspiró a escribir todos aquellos versos. Esperé hasta llegar a mi sillón para desplomarme por completo. Ese día me propuse ser firme y poner reglas. No funcionó.
Siempre asistí a escuelas públicas, en las cuales, vi a mis profesores con respeto, aun cuando no concordaba con sus ideologías o formas de enseñanza. En la educación pública, refiriéndome al nivel superior, el profesor es el académico excéntrico y la fuente de amplio conocimiento intelectual. Llega al salón con paso firme y automáticamente recibe el ansiado silencio, y los ojos de los futuros licenciados se colocan al frente, sin parpadear. Puede suceder que haya alumnos que evitan el contacto visual, por temor a no responder adecuadamente a las preguntas del maestro que ya para ese entonces, es un completo ilustre.
A la par de los típicos nerds que viven con devoción cada materia, cada clase, cada segundo, se encuentran los estudiantes “valemadristas”. El clásico universitario que es camarada de todos y le importa un carajo su carrera. Pasa la vida escolar viendo Facebook y tomándose selfies cuando el profesor está dando su cátedra.
Me dieron la opción de quedarme en la institución a impartir una clase en el turno vespertino. Ganaría 200 pesos a la semana. Salí de la escuela y unas lágrimas me empaparon las pestañas. La herida fue por el sentimiento de lástima que seguramente, les provoqué. Y qué creen. Me quedé con mi clase y los doscientos pesos. Sigo buscando empleo en la docencia. Aunque nunca estuvo en mis planes, y me dijeron que me hace falta pedagogía y la indisciplina de los alumnos me produce exasperación. Sigo buscando porque tengo el don de la enseñanza y me gusta. Tengo este don, es algo celestial.
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Nayeli Rodriguez Reyes (San Felipe, Baja California, 1992). Es licenciada en Lengua y Literatura de Hispanoamérica por la UABC. Obtuvo el Segundo lugar del Premio Nacional al Estudiante Universitario “José Emilio Pacheco” en la categoría de poesía. Su más reciente libro es Paroxismo (Pinos Alados, Mexicali, 2018).