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¿Cómo empezó todo?

Ni buscabas las cartas de un poeta desaparecido ni tenías que reconstruir la vida de un militar muerto hace décadas. La novela de un joven escritor podría empezar así, pero no se trataba de una ficción. ¿Cómo empezó todo?

cartas

Primera de dos partes

Por Omar Arriaga Garcés

Acababas de cambiarte de vuelta a esa ciudad que no veías hacía años, luego de renunciar al trabajo y de separarte de Gabriela, dejándole los muebles. No tenías suficiente para traerlos contigo.

Viste un anuncio en el periódico y aunque sólo podías pagar escasos tres meses llamaste por teléfono e hiciste una cita de inmediato. En la dirección, la señora parecía más inquieta que tú. De estatura mediana, un tanto regordeta, los ojos hundidos, morena, con lentes, un flequillo de su cabello castaño obscuro cubriéndole la frente. ¿Recuerdas?

Te dio un paseo por la casona e indicó que vivirías en el primer piso si aceptabas quedarte. El precio era bajo para la zona en que estaba la propiedad, y te hizo incluso un descuento más cuando vio que titubeabas. Le pagaste el primer mes y un depósito. Con el dinero que te quedaba compraste una cama y un colchón, y hojeaste el periódico, esta vez en busca de trabajo.

Pero ¿cómo empezó todo? En las noticias y en las calles se hablaba de guerra y a pesar de que era de lo más primitivo, no dejaba de parecerte que aquellos actos, aquellas muertes, aquellas estratagemas que se contaban una y otra vez como lo más novedoso, y el límite humano al que la infamia lanzaba eran algo ya conocido; no porque lo hubieses experimentado, ni porque la guerra fuese algo familiar en tu vida. Temiste por tus familiares y amigos, quisiste regresar y aunque no tenías nada a que aferrarte en tu vieja urbe decidiste regresar. ¿Recuerdas?

II

Amabas a Gabriela y en el fondo siempre pensaste que ella era la mujer, lo supiste dentro de ti con el hígado, con los músculos del cuerpo, con las venas y las arterias, con los huesos y las vísceras, quizá por eso es que al final no resultaría nada de aquellas primeras palabras que cruzaron una mañana de entusiasmo:

Hola, cómo te llamas, Gabriela y tú, Rafael, Adónde vas Rafael, A casarme, Jajaja, Sí, cómo no, ¿y tienes hijos seguramente? Sí, un niño pequeño, pero no está aquí. Ah, mira, muy bien, bueno, cásate y mañana me enseñas tu certificado de matrimonio, Ok, voy a hacer una pequeña reunión con unos amigos, si quieres puedes venir, me gustaría que lo hicieras, No, no te preocupes, mañana cuando nos veamos enséñame el papel y te creeré.

A la mañana siguiente le mostrabas el certificado nupcial y ella, boquiabierta, miraba como si se tratase de un aerolito o algún objeto inconcebible que por una extraña magia hubiera aparecido en ese instante. Te miró de forma diferente después de aquel incidente que marcaría la relación entera, aunque eso no detuvo lo que entre ustedes dos había iniciado en el momento mismo en el que sus miradas se cruzaron por vez primera en el aula de aquel instituto en el que laboraban como maestros. Te olvidaste de tu esposa y sin saberlo cargaste con ella durante años y años en los que estuvo enterrado ese deseo quejoso, esa esperanza maltrecha, esa espera que nunca alcanzaba a colmarse.

Cómo había empezado todo. Caminaron luego de salir del liceo y deambularon por la ciudad. Hablaron como dos insectos que vislumbraran la luz al final de un túnel por vez primera. Todo parecía nuevo. Bebieron en la fiesta de esa noche rodeados de unos cuantos compañeros de trabajo a cuya plática no prestaban mucha atención. Se trataron con respeto profesional y admiración privada hasta que uno de los profesores, un beodo con barba negra que hablaba de grupos musicales de los 70 comenzó a quejarse porque ya no había agua con gas. No lo pensaste, sólo te ofreciste a ir por el agua y fue un gesto ya natural que Gabriela te acompañara. Cuando estaban de regreso la puerta había sido cerrada y aunque tocaron repetidas veces nadie parecía escucharlos por el volumen de la música.

Miraste a Gabriela y su cara tenía esa fascinación que con seguridad se multiplicaba en tu propio rostro. Se besaron, ebrios como estaban, y sus manos ya hacían el amor sin necesidad de que el resto del cuerpo interviniera. Para cuando la puerta se abrió porque aquel maestro tenía que salir a vomitar en la acera tú le bajabas ya la blusa y desacomodabas su brassier mientras ella metía su mano dentro de tu pantalón. Los sorprendió el ruido súbito y la brusquedad con que la puerta de madera se azotaba, pero un momento después se abandonaron en aquel abrazo.

Entraron a la fiesta, no todos se dieron cuenta de que habían regresado. Las parejas bailaban en la pista improvisada y el volumen de la música era aún más elevado. No podía platicarse. Decidieron tomar sus suéteres y salir y caminar por la ciudad, como esa tarde lo habían hecho. Desde entonces no se separaron por cerca de dos años.

Parecía que los dos quisieran prometerse el más férvido amor, pero para ello era necesario dar un salto mortal y llegar al otro lado de la orilla. Con todo, ninguno soltaba al otro y el riesgo era entonces caer al abismo. Las discusiones empezaron pasados algunos meses. Te fuiste a vivir con ella a un departamento que rentaba en una zona céntrica de la ciudad, no muy cerca del instituto pero tampoco lejos. La distancia no era considerable.

III

Pero cómo empezó todo. Empezó en el instante en el que la relación dio inicio. El desastre, la lluvia de estrellas, el andar desastrado, sin destino, carente de astros que los guiaran en la noche, comenzó el día que le dieron la espalda al mundo y decidieron encerrarse uno en el otro, como en una bola de cristal dentro la que, sin embargo, el porvenir no era predecible, aunque todos afuera del vidrio observaran con meridiana transparencia el sino que les aguardaba.

La rutina fue lo de menos. Las imprecaciones y reclamos mutuos, tus abandonos y arrebatos, tu cólera sin sentido y la afectación por los detalles más irrisorios e insignificantes, su victimismo, su falta de voluntad, su creencia en que nada se repetiría y las cosas se acomodarían por sí mismas sin luchar, creyendo que la relación sería como al principio en que estaban enceguecidos; de hecho, la luz siguió fascinándolos como a un par de luciérnagas que persiguen el foco pero de pronto dejan de dar luminiscencia ellas mismas. ¿Recuerdas?

Todo empezó cuando un día te diste cuenta de lo que tus conocidos ya sabían: ella estaba saliendo desde hacía unas semanas con Bernardo, el profesor de barba al que un año y medio antes habías ido a traerle agua con gas en la primera fiesta a la que fueron juntos. Por fortuna no se habían casado aún, pero poco les había faltado. Habían ido al registro civil y reunido los papeles, habían puesto una fecha tentativa, aunque ninguno de los dos dio un paso más, si bien ambos asumían ese paso como el siguiente, así como ambos habían asumido aquella vez en la fiesta que irían juntos a comprar el agua.

Que ella estuviera con Bernardo te pareció una traición más grande que si hubiera sido con otro tipo; en primera porque a los dos les había dado una impresión un tanto naif y vulgar desde que hablaron en la escuela, con ese gusto por la música vieja, no la que ambos consideraban de buen gusto, sino aquella que tenía como centro a cantantes con pelo largo, casi siempre rubio y agudos berridos mezclados a un ruido adolescente, de quien nunca quiere crecer. En segunda porque se trataba de un compañero del trabajo que estaba en el mismo turno que ustedes. Decidiste no hablar con ella y sí en cambio pasarte al turno de la tarde. Estuvieron juntos algún tiempo más pero la estocada había entrado hasta la espina dorsal que movía la relación y ahora ésta sólo se desangraba, besando la arena, en el círculo ceremonial.

Fue ceremoniosa la manera en la que te dijo que estaba con él. La besaste en el mismo lugar en el que se habían besado la primera vez, cuando comenzaron formalmente su relación y ella te comentó que era predecible y ridículo que hicieras aquel intento desesperado. Como bien sabías, no había forma de cambiar el destino y las estrellas hacía tiempo que estaban en la tierra, alumbrando de noche las casas que opacaban cualquier eventual brillo celeste. No quisiste seguir escuchando su relato de decepción y el modo en que Bernardo había venido a rescatarla como a una princesa de cuento que estuviera presa en una torre de piedra llena de musgo. Cuando te ibas alejando de la casa, sin saber aún cuándo ni cómo irías a recoger tus cosas, Bernardo llegaba en su camioneta y te ofrecía el saludo. ¿Recuerdas?

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