Darío Zalapa Solorio
A la señorita que me espera en invierno
Qué buenas nalgas. Le quitaría ese medio kilito de más que carga en el vientre, y le pondría un sostén menos ajustado, pero sólo eso. Cuando se estira para colgar alguna prenda en los exhibidores, su silueta es tan tentadora como el último asiento disponible en el camión.
Mínimo tres veces por semana voy al café que está frente a la tienda donde ella trabaja. Dos de esos días cuando ella cubre su turno, uno más cuando no está y sólo para disipar sospechas entre los meseros. Es algo así como un voyerismo bonito, creo: disfruté bajar la mirada cuando ella se dio media vuelta, me sorprendió viéndola y me miró como si fuera un enfermo. Pero eso sólo ha pasado un par de veces y ella nunca dijo nada, nunca me dijo nada.
No pienso dirigirle la palabra. Sería fácil entrar y preguntarle por el precio de un pantalón o una camisa, así degustaría más de cerca sus sabrosos y jugosos pechos y esos, sus cálidos muslos que lucen mejor cuando usa pantalones de licra (y que no me vendrían mal en la cama, en una gélida mañana de diciembre). Pero son estos diez o doce metros los que me dan la seguridad de saberme tan ajeno a ella, tan distantes como un par de desconocidos (que es en realidad lo que intento que seamos).
La semana pasada un tipo llegó a visitarla y se quedaron platicando más de una hora; como la buena empleada que es, cada que algún cliente entraba, ella dejaba al fulano parado en la puerta e iba a hacer su trabajo. Debo decirlo: he visto a cuanto cabrón entra sólo con la intención de platicar con ella. La mayoría de ellos (los que saben) llegan después de las ocho (una hora antes de que cierre la tienda), así argumentan que la pueden esperar a que salga y acompañarla a tomar su camión. Creo que nunca le ha dicho que sí a nadie, al menos no cuando yo estoy en el café. Extrañamente, y pese a la distancia que me aferro en guardar, eso me hace sentir cierta confidencialidad con ella, una suerte de fidelidad que no tendríamos por qué tenernos.
Una de sus facetas que encuentro más atractiva es cuando está aburrida. Apoya sus manos sobre el mostrador y en ellas su diminuta cara. Entonces se limita a seguir con la vista a todo peatón que pase frente a la tienda: sus ojos van de izquierda a derecha, ida y vuelta, sin fin. De vez en cuando saca su celular y observa la pantalla, al parecer, sin novedades. Supongo que debe de tener muy pocos amigos. Los viernes, regularmente, las empleadas de las demás tiendas en la plaza salen muy bien arregladas, enfundadas en sus tacones de trece centímetros y sus blusas escotadas con adornos brillantes, listas para encaminarse al antro de moda. Ella no. Siempre con sus zapatitos de piso, el cabello recogido en una coleta y blusas de colores amables. Así que, sin llamadas perdidas ni tacones prosaicos, imagino se va a su casa a revisar las escasas actualizaciones en su perfil Facebook.
Dudo que tenga novio. El fulano que llegó la vez pasada no ha de ser sino un pretendiente más. Ni me dan celos ni me da esperanza. Lo único que quiero es que sigamos tan ajenos como hasta ahora. En una ocasión un amigo me encontró en el café y, a mitad de la plática, me sorprendió mirándola de reojo (yo veía e imaginaba su trasero, aplastado y húmedo contra la pared de mi baño, bajo el agua de la regadera, conmigo entre sus piernas, destrozándole toda su feminidad). Me dijo que el amigo de un amigo la conocía y, a decir de dicho conocido, era soltera y bien-buena-onda. Se ofreció para organizar una reunión en donde nos haría coincidir para presentarnos. Me negué rotundamente y le dije que yo veía las camisas que estaban detrás del mostrador.
Ya se acerca el invierno, lo que augura chamarras gruesas, bufandas y todo tipo de prendas que sofocarán su figura y me impedirán saborearla. Ya no tendrá justificación mi presencia en el café, por lo que, quizá, regrese hasta la primavera. O quizá, no interponiéndose su escote entre nosotros (ni sus muslos entallados en esos pantalones de licra), una buena tarde de diciembre vaya al café, pida un americano, lea dos o tres páginas del libro en turno, pague la cuenta y entre en la tienda para preguntarle dónde toma su camión (espero que ese día se me haya ocurrido tender mi cama por la mañana).
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