Los fantasmas sobreviven al tiempo. Cuando la humanidad entendió que era perecedera, inventó las imágenes para hacerse perdurar e inventó a los fantasmas para imaginarse eterna. Después vino el invento del amor, esa fórmula mágica que también nos hace creer que por momentos somos eternos, imperecederos. Y es justo en A Ghost Story (Lowery, 2017), donde las imágenes buscan permanecer, a veces por minutos enteros, o los fantasmas adentro de estas imágenes buscan que el amor o la historia permanezcan. Es posible que el filme no tenga el cometido de ser una sentencia contra la gentrificación o contra la constante insistencia del capital inmobiliario de derrumbar la historia y volver a comenzar, que al final es casi lo mismo. En A Ghost Story, solo los fantasmas sobreviven a la historia, o mejor dicho, la hacen posible.
Una pareja vive en una tensa calma, llena de luz natural, en un lejano Texas que parece ser envuelta por una luz más nórdica. Él muere, ella se queda a llorarlo, extrañarlo, vomitarlo. Muy pronto entenderemos que A Ghost Story no solo será una historia de duelo, sino una historia de la nostalgia, que como la poesía, pocas veces se puede vivir en carne propia.
La nostalgia, como la explica Lowery, es continua; es un grillete que nos dejará libres cuando podamos leer el mensaje que nos dejaron en el pasado. La nostalgia en A Ghost Story no es un esfuerzo por recuperar lo vivido, sino entender la presencia de lo vivido, del presente y del paso de las generaciones como un mero espectador, lleno de frustración. Lowery teje con casi maestría el devenir de este fantasma que se ha quedado en casa y, dejando de lado un brinco que buscaba ser una ceremonia al paso de Beethoven por esta tierra, la nostalgia de Lowery parece sufrir un revés y cuestionarse a sí misma, porque Beethoven (en voz de un personaje) en el futuro será, acaso, un posible punto de partida.
La elipsis, que es la mejor forma en la que el cine supo adueñarse del tiempo en la narrativa, va y viene a discreción y Lowery la utiliza como si fuera una perilla que acelera o ralentiza el tiempo y, por lo tanto, las emociones. ¿Queremos que exista una reconciliación? Sí, pero no es explícita o evidente esta reconciliación, como lo sería en una tonta historia de amor donde la promesa es ver a los amantes besarse o abrazarse hacia el clímax del filme. A Ghost Story nos recuerda que hay amores que tardan meses en sanar, a veces años y en ocasiones nunca. ¿De qué saneamiento hablará esta película? El espectador tendrá que sentarse a esperar.
El tiempo es probablemente más importante que el dolor en A Ghost Story. Es el tiempo como en La Mirada de Ulises de Theo Angelopoulos, cuando vemos en una secuencia sin cortes cómo van pasando los años y una familia sufre o goza los rescoldos del exterior, ya sea separaciones, uniones o guerra. El dolor es solo una transición para la costumbre, a su vez para la nueva cotidianidad, a su vez para el miedo, a su vez para la algarabía y la reflexión sobre la permanencia.
Lowery olvida los planos largos, casi insoportables del inicio de la película para aparentemente darle la batuta a otro director y así cimbrar al espectador que se había convertido en un mueble más de la fría casa. Hasta el final, el filme seguirá deslizando pequeñas sorpresas por abajo de la puerta. Estrechar o estirar el tiempo será uno de los deleites principales. ¿Cómo terminará esta tierra o cómo fue fundada? En pocas imágenes, Lowery sabe responderlo.
¿Qué esperas? -pregunta uno de los fantasma a otro, quien resignado ya no sabe qué responder. No vemos sus ojos pero sabemos que la nostalgia es aquello que sustituye a su mirada. El silencio es la puerta hacia la despedida. Porque cuando se terminan las respuestas o cuando se responden las preguntas, es cuando uno -fantasma o no-, deja de sobrevivir al tiempo.