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Adiós, querido Pato

Al Pato Carreón lo conocí una tarde soleada en el centro de Morelia. Necesitado de patrocinios para la entonces revista impresa Revés, me atreví a acercarme a un político que buscaba ser diputado federal. A ese hombre le dije que tal vez necesitaría espacios en una revista cultural para promover su imagen, y ese hombre me dijo que lo viera con su encargado de prensa. El encargado era el Pato, un tipo barbudo que se reía a la menor provocación. “A ver hermanito, vamos a la casa de campaña y ahí vemos lo de tu revista, súbete al coche”, me sugirió mientras se despedía de mucha gente en los Portales.

En verdad debí necesitar mucho ese patrocinio, de otra forma no me habría subido a ningún auto y mucho menos para llegar a una casa de campaña, pues siempre he sentido cierta animadversión por los políticos. Ya en el lugar, el Pato me dijo que no había mucho dinero para pagar publicidad, pero que me podía sumar a la campaña y, de ganar el candidato, entonces sí se verían mejores recompensas. “No creo que sea lo mío”, le dije, pero el Pato no me escuchó, me hizo pasar a la oficina del candidato y me presentó como su nuevo asistente: “Mire, candidato, Paco es muy bueno para escribir, nos puede ayudar con los comunicados; también sabe usar la cámara y es excelente reportero, nos conviene tenerlo en el equipo”. ¿De dónde diablos sacaba esas conclusiones si tenía media hora de conocerme? No lo sé, pero eso bastó para que me convencieran y participara en una campaña que a final de cuentas terminó en derrota; derrota para el candidato, pero victoria para mí, pues desde ese momento me hice amigo de un personaje por demás extravagante, la persona más sociable y popular que he conocido en mi vida.

Sobra decir que nunca me pagaron nada por participar en la campaña, pero en esa coyuntura, el Pato y el candidato me ayudaron para buscar un convenio de publicidad con el gobierno del estado, en ese entonces encabezado por Lázaro Cárdenas Batel. La coordinadora de Comunicación Social era una mujer temida en el gremio periodístico, decían que su carácter era iracundo, que tenía poca paciencia y que no le gustaba cualquier medio para firmar convenios. “Si no le llevas una presentación ejecutiva ni te va a recibir”, me advirtió una amiga comunicadora, pero en una mañana nublada, el Pato me dijo que ya tenía una cita, que fuéramos corriendo con la Coordinadora. “Pato, necesito hacerle una presentación ejecutiva”, “Paco, no mames, llévate unas revistas y ahí la convencemos”.

Durante la reunión traté de ser interesante, de decirle a la Coordinadora que al gobierno de Cárdenas Batel le vendría bien tener publicidad en una revista de cultura, pero el Pato fue más práctico y honesto: —Mire, licenciada, yo pienso que hay que echarle la mano a estos muchachos, son poetas, son escritores, y nadie les quiere ayudar.

Casi suelto una carcajada al escuchar que “éramos poetas”, pero me contuve. La mujer hojeó apresuradamente las revistas y dijo: —¿Pero esta revista es en verdad de cultura? Yo veo que trae un marciano en la portada. —Bueno —atajé—, el tema parece trivial, pero lo abordamos desde… No fue necesario decir más, la escalofriante dama me interrumpió con un ademán y enseguida echó un telefonazo indicando que se nos apoyara con un convenio mensual. —¿Se les ofrece algo más?—, preguntó ese demonio hecho mujer, y el Pato atinó a decir: —No sabe cómo le agradecemos, licenciada, ha firmado usted un convenio no con la mejor revista del mundo, pero sí del rumbo—, y enseguida soltó una carcajada que se escuchó en todo el edificio y le arrancó una risilla discreta a esa educada dama. ¿Cómo se atrevía el Pato a romper con los protocolos más estrictos? La respuesta era sencilla: se trataba del Pato Carreón, un tipo desvergonzado, confianzudo, hilarante, pero sumamente inteligente y con ese toque exacto para tratar a las personas.

A partir de entonces el Pato se convirtió en un extraño amigo, una especie de protector, de padrino, un guía anti-espiritual y un hombre que, a su manera, sabía protegerme. Una mañana me pidió que lo acompañara a tomar fotos a una escuela primaria, pues un funcionario daría unas palabras durante el acto cívico. Frente a cientos de niñas y niños, el funcionario dijo que las drogas eran el peor enemigo de la humanidad y que el gobierno trabajaba arduamente para alejarlas de las escuelas. Sus palabras fueron tan convincentes que supuse que efectivamente había un trabajo intenso para combatir la drogadicción infantil. Cuando todo se acabó, el Pato se puso al volante, el funcionario era el copiloto y yo estaba atrás. “Pato, estoy en ayunas, desvelado, no desayuné y tengo una junta, necesito activarme, ¡dame un pase!” El Pato solucionó el asunto y el hombre me ofreció una esnifada. “Hey, a él no me lo contamine, que todavía está limpio”, interrumpió el Pato, mientras aceleraba para llegar a las oficinas de su jefe.

Otra tarde le llamé: “Pato, quiero hacer una portada para Revés donde recreemos la imagen de René Bejarano recibiendo fajos de billetes”, “Ahorita te lo soluciono, Paquito”. Una hora después estábamos en la oficina de un licenciado amigo suyo, con un enorme librero de fondo y un elegante escritorio al centro. El mismo licenciado tomó la fotografía, donde el Pato actuó como Bejarano y yo como Carlos Ahumada.

Una noche, Pato me dijo: “Paco, ¿quieres ir a un lugar exclusivo”, “Claro, ¿por qué no?” El lugar exclusivo era una casa clandestina, donde tenías que decir una palabra clave, como sucede en la película Ojos bien cerrados. El Pato dijo las palabras y nos abrieron la puerta. ¿Y este chavo quién es?, preguntó un guardia que medía dos metros y siete centímetros. “Es mi sobrino, tú tranquilo”, atajó mi amigo. Aquello era un bacanal, vi a políticos con mujeres desnudas sentadas en sus piernas, observé a un exfutbolista del Morelia en el piso, bañado en alcohol y talco en sus narices, vi tanta perversión que no supe qué hacer. “Paquito, mejor vete, luego estos cabrones se ponen muy rudos”, así que me salí y luego me arrepentí, ¿qué carajos me podía pasar?

En una ocasión lo acompañé al desayuno que Cárdenas Batel ofrecía a los medios por ser el Día de la Libertad de Expresión. Sin austeridad alguna, se rifaban computadoras, enseres domésticos y hasta un automóvil. El Pato me dio a guardar su número y me advirtió: “Voy a tomar fotos, pero ponte chingón por si me gano algo”. En efecto, se ganó una computadora. “Pato, dame esa computadora, yo la necesito más que tú”, le dije, pero el Pato tenía una cortada: “Nel, es para mi hijo Beto, se la prometí ¡y ya me salió gratis!”, y otra vez su carcajada se escuchó en toda la Casa de Gobierno.

Como pasa a menudo, con el transcurso de los años uno va de un lado para otro, y en ese andar, las mejores amistades se van diluyendo. Así ocurrió con el Pato, a quien ya no veía tan seguido, pero cuando lo llegaba a encontrar, nos fundábamos en un abrazo fuerte. “¿Dónde andas, pinche Paquito?, márcame”. Eso pasó varias veces, porque al Pato te lo encontrabas lo mismo en un concierto de rock que en una marcha de maestros, o en el cumpleaños de un tercero, porque el Pato era amigo de toda pinche Morelia. Una noche asistí a un concierto y quería llegar a camerinos para entrevistar a la banda, voltee y no vi a nadie conocido, pero de pronto apareció el omnipresente Pato y todo se hizo fácil. Esa escena, la de estar perdido entre desconocidos y de pronto encontrar al Pato, fue recurrente por varios años, incluso una vez, en un festival donde necesitaba acceso exclusivo, pensé: “tranquilo, no tarda en llegar el Pato”, y en efecto, el cabrón apareció.

***

La tarde del viernes 14 de septiembre llegué a la Monumental de Morelia y había mucha gente, tal vez cientos de personas. Voltee alrededor y no vi a nadie conocido, así que, solitario, escuché las palabras de un sacerdote que aseguró que las personas buenas se van a un mejor lugar del que conocemos. Terminada la misa, varios hombres cargaron un cuerpo que le dio la vuelta al ruedo, hizo el famoso paseíllo, ese donde el torero sale cargado en hombros para celebrar su actuación. Seguí a la gente y quise llorar, pero me aguanté porque temí que de un momento a otro se apareciera el Pato y se burlara de mí. ¿Y saben algo? Estoy seguro que, encerrado en ese ataúd, el Pato seguía sonriendo, esta vez emocionado por ser tan querido y vitoreado por sus amigos.

Ya nunca me toparé al Pato en los conciertos, ni en los cumpleaños ni en los mítines. Pero de algo estoy seguro: su escandalosa risa se seguirá escuchando por ahí, como una señal divina, graciosamente divina.

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