Ojalá recordara a qué le temía de niño. ¿A la oscuridad? ¿A monstruos debajo de la cama? ¿Ánimas en pena? Quizá si recordara los miedos infantiles podría decir que tarde o temprano los de hoy se esfumarán como la neblina al transcurrir el día. Convencerme de que esto que acelera mi corazón y trastoca mi mente, lo que la ciencia llama ansiedad y ataques de pánico; me abandonará. Sin embargo, aunque la oscuridad es un fragmento minúsculo del día, las oscuridades de la mente y el espíritu son como nubes de utilería que se empeñan en no permitir el paso de los rayos solares.
Apunte 1: miedo a conducir
Estoy impedido de conducir sólo, necesito que alguien vaya conmigo de copiloto y me hable todo el tiempo. Podría imaginárseme en una persecución en la que necesito de otro par de ojos para sortear obstáculos a alta velocidad. No. El velocímetro no avanza de los cuarenta o cincuenta kilómetros porque temo a que un niño se me cruce en el camino a pesar de que las posibilidades de que eso ocurra en medio de la carretera son escasas.
En mi cabeza un tope es un peatón atropellado. Miro por el retrovisor para repetirme una y mil veces que no hay una persona allí, sólo un pedazo de concreto abultado cuyo objetivo es aminorar la marcha. Hago lo mismo cuando rebaso a un ciclista o un motociclista (esos sí kamikazes). Los veo en el espejo derecho, izquierdo, central; presenciar su imagen poco me deja tranquilo hasta que un nuevo temor aparece. Si es de noche o muy temprano, la presencia de los faros vehiculares significa asedio. Cual película de miedo, veo acercarse uno, dos, tres… decenas de autos y en todos juro van por mí para… ¿para qué? ¿Cuál es el fin último del miedo?
Siempre he tenido una terrible suerte con los autos. Una ocasión, cuando trabajaba en una librería, de regreso de Morelia a Zamora con un cargamento de media tonelada de libros, a mitad de la carretera una llanta estalló. Estuve a punto de perder el control. La camioneta se inclinó con las ruedas laterales, después con las otras; mi copiloto dormía y despertó asustadísimo. Cuando creí volcaríamos recobramos el equilibrio y debimos descargar los miles de libros para poder cambiar el neumático, después subirlos de nuevo.
Otras ocasiones los autos me han dejado varado por descomposturas menores que han requerido remolcarme, cargar gasolina o líquidos. Será esa la razón de que cualquier sonido extraño acelera mi ritmo cardiaco y creo terminaré abandonado a mitad de la nada (aunque no esté a mitad de la nada). ¿Y qué pasaría si así fuera? Pregunta mi terapeuta. Tendría que resolverlo de una forma u otra, pues como dice el budismo: uno está preparado para las situaciones que se presentan en la vida cuando ocurren, no antes; ni el pasado ni el futuro existen.
Apunte 2: miedo a los buenos días
Que te asalten no está mal, al fin y al cabo, sabemos que en este mundo hay mucho sinvergüenza, lo que sí está cabrón es que además de robarte una cartera vacía con tarjetas sobregiradas y credenciales que te pesan más por el trámite burocrático que tendrás que hacer; te quiten la paz. “Acá no pasan esas cosas”, me repito, el pueblo es tranquilo, la raza es chambeadora, los buenos días abundan y las señoras que salen a barrer las banquetas y van a misa a las seis de la mañana son una especie de seguro; ¿quién se atrevería a delinquir con el canto de las golondrinas, el cacareo de los gallos, el circular de carretas y tractores? Ya no me atrevo a decir que nadie, pues consta que a los ladrones poco importan los detalles bellos de la vida.
Me pregunta la hora, incluso lo saludo al hijo de la chingada: “Buenos días”. Agradece sacándome un arma y exigiéndome mi teléfono. “¿Morir por un pinche Motorola que ya se me traba? Ni madres, llévatelo”.
Desde entonces espero un poco de luz natural ilumine las calles para salir deprisa. Me vale madre lo maravilloso del amanecer y troto hasta llegar a la esquina, donde, si tengo suerte, abordaré el camión pronto, y si no, me le pego a alguna señora que va al mercado sacándole plática sobre lo que sea para sentirme seguro. Cada que me topo a alguien de frente ahora doy los buenos días creyendo juego a una ruleta rusa: ¿será un asaltante o un buen samaritano?
Apunte 3: miedo a dormir
Me encanta el mediodía. Ese instante en que el clima es perfecto, cuando sales al sol y no quema, sino parece una caricia en la piel en la que, si tienes suerte, se le adjunta una brisa agradable. Apenas si se escucha sonido alguno. Entre las tres y las cuatro de la tarde acá la gente come. Un perro ladra, una bicicleta circula, la voz del afilador de cuchillos, uno que otro motor distante de vehículos que cruzan la calle principal, no son sino anacronías de pueblo porque es imposible que todos sigan el mismo guion.
Suelo abrir la puerta de casa, destapar una cerveza y poner una estación de radio antigua que suena boleros o música ochentera y noventera en español; me produce una tremenda nostalgia y evoca los mediodías cuando volvía de Guadalajara con mis padres después de recoger a algún tío en el aeropuerto. Hice ese clic memorial una tarde en una fonda cuando después de una canción escuché: “Grupo Radiorama de Occidente”, entonces un montón de recuerdos en forma de nostalgia me llegaron de repente, los cuales convoco en instantes así, tardes en que los demonios parece también se van a comer y me dejan un rato en calma.
Cosa contraria lo que sigue al ocaso. Sí, el cielo naranja, retazo del sol despidiéndose es hermoso, pero le sigue la noche y viene el miedo. Miedo a sufrir un infarto súbito, a que el apéndice me explote, a ahogarme con mi propia saliva, a que el grillar se detenga por una ráfaga de balas. ¿El origen? Hace un par de años vivimos despertares súbitos por las metralletas irrumpiendo de madrugada. Quien ha despertado preocupado porque durmió de más puede entender un poco la sensación que deseo transmitir, sólo que en lugar de ir deprisa a acicalarme para no llegar tarde al trabajo, mi familia y yo nos tiramos al piso y resguardamos debajo de la cama.
Otra ocasión llegó un herido de bala a que lo asistiera mi suegro, el médico del pueblo; él ni cuenta se dio y entramos en debate sobre si permitirle entrar o dejarlo afuera. Lo primero representaba quizá salvarle la vida, lo segundo que fueran a rematarlo y, como he leído tanto en las noticias, también termináramos víctimas colaterales. Tras los sucesos viví una temporada de insomnio o de despertarme a las tres de la mañana (sí, la hora del diablo, de las brujas o del mal, pues). Con el transcurrir de los meses recuperé la posibilidad del sueño, sin embargo, en cuanto la luz daba paso a la oscuridad un catálogo de atrocidades se postraba ante mí, haciéndome presa de mis paranoias.
Apunte 3: vivir sin miedo
Hace cuatro meses ya que me encuentro en un programa de recuperación. No ahondaré en ello porque no quiero parecer vendedor barato de una filosofía, si lo menciono es porque gracias a ese programa me encuentro abstinente de ansiedad y locura. Hoy puedo conducir, dar los buenos días y dormir casi como una persona normal. No sé si algún día lograré desterrar de mí esos demonios que hoy están presos. A veces me gritan y lanzan injurias empero los ignoro. Prefiero voltear hacia otro lado, a las posibilidades virtuosas de encontrar belleza en lo cotidiano, incluso dentro de mí mismo. Vivir sin miedo permanente parecía imposible, me alegra saber no es así.
Imagen: Carles Bellver /Flickr
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