Apuntes sobre la filosofía de Schopenhauer
Vivimos en un sueño, en un mundo plagado de apariencias. Miro el contorno de mi sombra; no es más evidente que mi rostro en el espejo. Ya Platón lo atisbó con lucidez: somos un simulacro, acaso el simulacro de un simulacro. En nuestra existencia efímera se revuelven, en una suerte de lucha incesante, las dudas, las contradicciones, las ambigüedades. Nada es cierto. Somos un sueño que sueña. ¿O que es soñado?
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Desperté. Una musaraña se prendió a mis sienes. Era acuosa y evanescente. Dormir es sumergirse en un océano imprevisto, repleto de lava, fósiles, manglares de recuerdos. Los filósofos románticos pensaban que soñar era hundirse en la noche sin tiempo del inconsciente. Los poetas surrealistas invocaban los parajes insospechados de los sueños y los mecanismos secretos de la memoria. En ambos casos, la vida real, como habitualmente la llamamos, es un cúmulo de impresiones dominado por la lógica y la monotonía; es tan sólo la punta de un iceberg cuyo sustrato nos es vedado conocer.
Pero, ¿es un sueño la vida?
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Hace unos días releí a Schopenhauer. En mi ardua época de estudiante de filosofía era uno de mis autores favoritos. La originalidad de su pensamiento y la calidad estética de sus escritos me parecían incomparables en la historia del pensamiento occidental. Además, era asombroso que un alemán sombrío se interesara por la filosofía de Oriente. Me enganchó la utilización en su libro El mundo como voluntad y representación del emblemático y profundo “velo de Maya” oriental como modo de entender el mundo bajo el régimen de las apariencias.
De acuerdo con esta idea, el ser humano vive en una especie de sueño o ilusión donde de manera preponderante desempeña roles que vendrían a fortalecer ese juego fatuo de mascaradas, representaciones. Vivimos en el gran teatro del mundo donde la verdad es un asunto inaccesible. Y si acaso prevalece alguna certeza es aquella que tiene que ver con el sufrimiento inherente a la voluntad ciega e irracional, que se manifiesta en nosotros a través de nuestros deseos infinitamente no saciados. Sólo el músico y el asceta pueden sustraerse momentáneamente del sufrimiento. Sólo ellos logran asomar sus narices más allá del infierno que es esta vida.
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A partir de esta visión sumamente lúgubre, ¿puede rescatarse algún brillo, alguna luz? A ningún individuo le gustaría escuchar que sus títulos, sus prestigios, sus riquezas son meras evanescencias en un mundo regido por el dolor. La vida resultaría una pesadilla insufrible.
Pienso (a riesgo de contravenir al viejo gruñón de Schopenhauer) que esta concepción a todas luces pesimista nos permite acercarnos a una visión más genuina de la existencia y el mundo en general. Si las glorias son efímeras, si vivimos en un mundo de sombras y apariencias, ¿no resultaría conveniente bajar de su pedestal a los prohombres que dominan el ámbito de la política, la cultura, la religión, las artes? ¿No podríamos espetarles en el rostro las palabras de Calderón de la Barca: “Sueña el rey que es rey, y vive / con este engaño mandando, / disponiendo y gobernando / y este aplauso, que recibe / prestado en el viento escribe / y en cenizas le convierte / la muerte…”? O bien, ¿no podríamos, incluso, desinflar nuestros egos, transfigurar nuestras actividades y evadir la acumulación obsesiva de cargos, títulos, éxitos, glorias?
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Además, no es ningún misterio que a este velo de Maya hemos añadido otro mundo de apariencias, que nos duplica como en un juego de espejos, a saber: el gran simulacro que es el mundo que se despliega en Facebook, Twitter e Instagram, donde representamos papeles impecables en un teatro insólito y manipulable.
Vivimos dormidos en múltiples sueños, no sólo en aquellos que referían los románticos y surrealistas. La pregunta es: ¿a la zozobra de despertar le sigue una dicha genuina? ¿O es preferible mantenernos dormidos, enajenados, fuera de nosotros mismos?
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