Hace un par de días, Gunnary Prado, directora teatral (trabajadora dedicada en el teatro michoacano), realizó una reflexión en torno a una experiencia que vivió mientras veía una lectura dramatizada en el marco de la Feria de Libro Teatral 2015 en la Ciudad de México.
Su anécdota surge de la actitud que Julieta Egurrola tuvo ante el involuntario ruido que las bolsas de plástico que cargaba Prado, y de cómo Egurrola «me pidió con un gesto parsimonioso pero implacable, que bajará mi bolsa para colocarla en el piso»; demandar respeto al trabajo de la escena.
Me recuerda esta anécdota a la fuerte batalla que tiene la estrella de Broadway, Patti LuPone, contra los celulares (1, 2) y sus últimas declaraciones sobre que – Trabajamos arduamente en escena para crear un mundo que está siendo totalmente destruido por unos cuantos, rudos, auto-imbuidos e inconsiderados miembros de la audiencia que ahora son controlados por sus celulares -. Tan dolida y derrotada se siente la señora LuPone que ha afirmado que probablemente abandone el teatro.
De esta demanda, Prado concluye que el arte provinciano aspira a «tener la autoridad artística y moral de Julieta Egurrola que le pide a una espectadora que deje de hacer ruido para poder llevar a cabo su trabajo. Y que esa expuesta espectadora acate la dureza de la mirada sin miramientos con la completa culpa de su error.» (La pregunta posterior sobre si esta aspiración es genuina o impuesta me parece innecesaria dado que comprendemos perfectamente que toda aspiración es relacional y jamás solipsista. Toda aspiración responde a las demandas de la comunidad donde surge, incluso una aspiración genuina es impuesta.)
Esta aspiración impuesta por el contexto social deja en un estado de dura incertidumbre a Prado, no termina de explicarnos en su texto en qué se funda su incertidumbre, sólo asume que está en proceso de cuestionarse a sí misma respecto a sus aspiraciones.
Hasta aquí la descripción del texto de Gunnary, intentaré una respuesta a esta reflexión que curiosamente se relaciona con una serie de problemáticas que vive actualmente la comunidad teatral.
Permítaseme comenzar jugando con una historia bien conocida por los teatreros y llevándola a formas extravagantes. ¿Cómo surge el teatro? Habrá que regresar a las fiestas dionisíacas que organizaban los griegos, fiestas que, como nos cuenta románticamente Nietzsche, trataban de olvidar el principio de identidad y celebrar la carne. Todo en ellas era carne, todo era cuerpo crudo, todo era la brutalidad de la vida. Hombres, caballos, niñas, mujeres, niños, cabras, ricos, pobres, todos encontrados en la enorme celebración de la vida en su forma más cruda, más dura. Alcohol, risa, llanto, dolor, sexo, mucho sexo. La clásica afirmación caranavalesca que expresa Serrat en la fiesta:
Y hoy el noble y el villano,
el prohombre y el gusano
bailan y se dan la mano
sin importarles la facha.
Juntos los encuentra el sol
a la sombra de un farol
empapados en alcohol
magreando a una muchacha.
En ese estado que se parece tanto a la alegría y tanto al llanto, se paró una persona (o eso nos cuenta Aristóteles) y comentó con decisión – Yo tengo algo que decir – Y comenzó a decirlo.
¿Recuerdan esa frase tan usual actualmente de que «basta de hablar y vamos a hacer las cosas»? Pues los griegos lo estaban haciendo, paraban de hablar y se ponían a hacer. ¿Qué se puede decir en ese momento cuando ya nadie está hablando y sólo se acciona? Lo que sea que haya dicho ese primer individuo, tenía algo que decir. Y la gente a su alrededor dejó decididamente de tener sexo, de emborracharse incesantemente y de perder el sentido de lo real y comenzó a escuchar y a ver a alguien crear un nuevo sentido ante sus ojos y oídos. Decidieron dejar de hacer y dejar de hablar para ver y escuchar.
La palabra importante aquí es que lo decidieron, alguien logró que en medio de la locura de la fiesta los demás decidieran prestarle atención y escucharle.
Es decir, Gunnary: ¿Cómo estamos relacionando la idea de una autoridad artística y la autoridad moral? ¿Qué tiene que ver que alguien sea buena haciendo su trabajo escénico con que decida quién puede hacer ruido – ¡Involuntario! – y quien no? Entendamos que la autoridad moral que le estamos otorgando a Egurrola no responde a ningún carácter poético, teatral o estético, es algo que se encuentra fuera del marco de su quehacer artístico. Es una postura laboral, y sobre todo es una postura política.
¿Por qué política?
Actualmente el espacio escénico que manejamos es el foro a la italiana; éste, contemporáneamente, se distingue por tres cosas: Nos tiene a oscuras, elimina los palcos y nos hace ver a todos hacia el mismo punto – Podría hacer el desarrollo genealógico de esta estructura, no me parece el momento -. Estos tres puntos sólo homologan la forma en la que el espectador mira, tratan de homologar la mirada. Para que esto funcione, lo primero que tengo que hacer es regular el resto de funciones activas del cuerpo del espectador: No corro, no grito, no empujo, miro, veo, callo. Es esa estructura de la que me parece que se afianza la equiparación que tenemos naturalizada entre autoridad artística y autoridad moral.
No es el teatro que hacemos, sino toda la estructura en la que se nos enmarca el teatro, lo que correlaciona mi capacidad para hacer arte con mi autoridad política de definir qué características del cuerpo del espectador pueden aparecer.
Este ejercicio de homologar, regular, y controlar la forma en la que los demás aparecen o desaparecen – Acaso no desaparece el espectador que es sacado de la sala por estar hablando en función – se parece demasiado a la de un gobierno que tanto hemos criticado. ¿Acaso es esa la aspiración que debemos tener como comunidad teatral?
Porque el arte no es una autoridad suficiente para demandar atención, el arte es una acción en el mundo que juega con la forma que se le ha dado a éste, el arte crea mundos distintos; pero ahí van queriendo utilizar al arte como herramienta del fascismo.
Esta imposición que artistas como Egurrola y LuPone quieren realizar de que el espacio escénico sea un espacio sagrado desde antes de hacer uso de él (Incluso haciendo uso de él y no logrando crear ese espacio sagrado), decide ignorar que no les debemos nada, que las y los artistas no han cumplido con aquello que prometen de hacernos una comunidad y que en principio son los y las artistas quienes están endeudados con el público.
El teatro tiene que lograr que la gente deje de coger para atenderlo, no separar por la fuerza a los que cogen . El teatro no puede pedir de principio que se merece respeto (Aduciendo que carga consigo una autoridad moral). El teatro debe crear ese merecimiento (Haciendo uso de su capacidad artística).
Nuestro trabajo, en cada función, es crear esa imagen originaria en la que nadie quiere escucharnos y finalmente se vuelve y se entrega a nuestro trabajo con toda la boca, con todo el deseo, con toda la decisión; en el que aquello que tenemos que decir es tan fuerte, tan imperante, tan ineludible que la única opción es bajar la bolsa de libros, apagar el celular, dejar de coger, y atender.
La autoridad artística nos habla de la hermosa capacidad que tiene un individuo en hacerme descubrir algo nuevo, algo distinto. No existe correlato con que ese individuo decida cuándo, cómo, dónde puedo hacer o hablar. Si alguien decide hablar o usar su celular o leer, mi trabajo es hacer uso de mi autoridad artística para que esta persona vuelva su mirada al escenario, artísticamente.
Yo asumo así una respuesta al problema que presentó Gunnary Prado: ¿Qué aspiraciones impuestas estamos siguiendo y aceptando? Pues yo, esa no.
No estoy dispuesto a replicar la estructura colonialista en la que una persona que se encuentra enfrente de nosotros decida sobre nuestros cuerpos (Y menos bajo el argumento de un contrato social implícito que sencillamente no se me explica), y decida cómo debemos comportarnos. Prefiero imaginarme una comunidad donde a través del diálogo, la emoción y la capacidad artística (En qué consiste esta multicitada capacidad artística supondría que hiciera un texto mucho más grande que este) nos construyésemos y reconstruyésemos como comunidad.
Creo, con certeza, que ejercicios de larga duración como Vaso Teatro (Que la semana pasada celebró sus cinco años), que sigue explorando una relación con su comunidad y que se ha dedicado a tratar de hablar con un público que de principio no entiende esa «sacralidad» de Egurrola; o el ya mítico Contrapeso, que se ha dedicado a explorar como seguir pensando el teatro desde la teatralidad misma, sin pretender inspirar loas o canciones de juglares; o el trabajo de TETL Laboratorio de Arte que ya desde hace bastante tiempo que le ha apostado a crear poscolonialmente, desde la comunidad, para la comunidad (Que es casi que lo único que quiero decir: No le sigamos el juego al colonialismo que supone aceptar sin cuestionar lo que nos viene de la capital); son casos que me hacen confiar en que la provincialidad finalmente se está alejando de ESA imposición centralista que tanta angustia causa en la compañera Prado.
Vamos a crear desde provincia una mirada distinta, no porque seamos bien chingones, sino porque esa resistencia a dialogar con el presente, con el propio hogar ya no da de sí, ya no nos está permitiendo hablar con la gente que nos importa e interesa: Nuestros vecinos, nuestros amigos, nuestros cercanos.
Dicho esto, y esperando que Gunnary vea que me provocó el entendimiento de por qué me regresé a provincia a hacer teatro (Aunque siga haciendo poco, aunque me dedique más a escribir sobre teatro), insistiré en que debemos dejar de alzarnos como autoridades morales y artísticas y vamos a empezar a construir emociones, desde abajo, desde una comunidad que no tiene interés de escuchar, porque jamás le hemos respetado su derecho de hablar (Sí, artistas, si no hacemos las cosas distintas, seguiremos siendo la semilla del fascismo que despreciamos), desde la gente inmersa en el phubbing, desde la gente que viene feliz de comprar libros y viene feliz a vernos.
No me identifico con autoritarismos explícitos que legitiman su violencia desde el arte.