ALGÚN DÍA MI GATO COMERÁ SANDÍA
Omar Arriaga
Se ha hablado de los efectos bienhechores de vivir en contacto con la naturaleza: mente lúcida, cuerpo saludable por la labranza, si se vive en el campo, satisfacción por comer lo generado gracias al sudor propio; prebenda suficiente, quizá no para argüir que la tierra sea de quien la fecunda, pero sí para mostrarse a favor de un estilo de vida al aire libre, tal vez rudimentario y silvestre, es verdad, pero también directo, menos digital, más poético y vacuno.
No olvidemos que un rey, el caldeo Nabucodonosor II, fue el primero en llevar la naturaleza hasta la urbe cuando obsequió a su esposa con unos jardines que colgaban de lo alto de los muros de Babilonia, esperando que la nostalgia no la invadiera al evocar los campos que de niña disfrutaba en su país natal; tampoco olvidemos que el poderío de los soberanos persas era estimado no por sus tesoros sino por la dimensión que guardaban los jardines de sus palacios. Siglos después, en Francia e Inglaterra, otros tantos jardines imperiales adquirirían renombre.
El jardín como símbolo benigno de la naturaleza es tan viejo como la imaginería humana: en Persia, para referirse al paraíso, había una palabra, paradaeza, que quería decir literalmente “jardín”; las cosmogonías de los antiguos describen el paraíso como un jardín exuberante; mitos egipcios, griegos, árabes, latinos, hebreos, hablan de un sitio en el que, tras la muerte, el alma por fin encuentra solaz ––nada más importante que el solaz del alma––; a su vez, Mircea Eliade refiere que gran número de las conquistas de ultramar dio inicio por la fascinación que la idea de hallar el paraíso obraba sobre los navegantes…
Mas no es extraño que tantos seres humanos en épocas tan distintas tuvieran en mente la aspiración del jardín paradisíaco: el zoólogo Desmond Morris en uno de sus libros controversiales comenta que en un momento dado el ascendiente directo del que ahora conocemos como homo sapiens hubo de abandonar la espesura de las selvas y los bosques para convertirse en carnívoro, pasando a competir con los asesinos más especializados de la tierra: los grandes felinos y las manadas de cánidos hambrientos.
Sin embargo, en su mente habría quedado fijo el recuerdo de ese período dorado en el que sólo tenía que extender una de sus extremidades superiores hacia los árboles para hallar alimento, cobijo y la seguridad que el suelo dejaría de brindarle. Era como un paraíso perdido, sugiere el zoólogo, quien afirma que este suceso pudo haber ocurrido, tentativamente, en dos momentos: uno, hace 70 o 50 millones de años; el otro, hace unos 25 millones. Por algo dice Gaston Bachelard que cuando el hombre sueña, vuelve a los orígenes del mundo, a una antigüedad tan insondable que sólo la poesía puede traerle de vuelta.
Y si bien, la historia de la poesía es vasta en ejemplos del jardín como pequeña dosis sublunar de paraíso, también lo es el que una primera impresión jamás se desvanece del todo: la primera vez que asistí a una lectura de poesía el poema principal versó sobre la genealogía de los plátanos. Recuerdo que la poeta de Guadalajara narró que durante su infancia solía creer que este fruto se daba en los estantes de los supermercados, lo cual, no parecía muy coherente que digamos ––pero donde los hay, los hallan––; sin embargo, en vez de mellar mis razones para alabar a la naturaleza, su comentario las reforzó.
De manera casi providencial, estas razones se fortalecieron aun más cuando el año pasado, en vísperas del mundial de futbol, deporte que por cierto se juega sobre un jardín, en un periódico de España fue publicado que la exposición a ciertas bacterias que se encuentran en el campo y los jardines, además de tener atributos antidepresivos, elevan nuestra capacidad de aprendizaje http://www.abc.es/20100527/ciencia-tecnologia-biologia/esta-bacteria-hara-inteligentes-201005271245.html. Mycobacterium vaccae, llamada así porque se descubrió en el excremento de una vaca, incrementa el nivel de serotonina y estimula el crecimiento de determinadas neuronas.
Las pruebas que Dorothy Matthews y Susan Jenks, investigadoras del Sage Colleges, de New York, presentaron ante la Sociedad Americana de Microbiología, fueron aplicadas en roedores, pero se asegura que dicha bacteria jugaría un papel substancial en los procesos de aprendizaje de los mamíferos. De ser confirmada esta teoría, no sólo será imperativo (y patriótico) que cada ciudadano tenga un jardín y compre una vaca, asimismo, los gobernantes deberán plantear un proyecto armónico inmediato para el rescate del campo mexicano en el que, paralelamente, se atienda la creación de escuelas ––sean o no de palitos–– en jardines con vacas; así, se estarían matando dos pájaros de un tiro… y una vaca, con lo que subirían en la bolsa de valores las acciones de los rastros y demás productores de vacas.
No obstante, para consumar un proyecto tan ambicioso, será necesario que primeramente los políticos se vayan a la campiña a aspirar suficiente M. vaccae.
omarastrero@hotmail.com