Por Ileana Garma
A veces tengo el deseo de conocer un país, una ciudad, la calle donde Giovanni Papini caminaba mientras pensaba en lo trágico cotidiano, las calles tortuosas que caminó Satie hasta su habitación del tamaño de un ropero, cierto lugares de Rusia por lo que debió pasar Dostoievski, o por qué no, el mismo Raskolnikof, el mercado, la taberna, el verano tan sofocante que lo encerraba en aquel cuartucho. A veces quiero estar ahí, otras veces estoy, conozco esas ciudades, recuerdo haber estado en Miami con los personajes de Singer y no puedo olvidar la Alemania de La ladrona de libros.
Así, recuerdo también la primera vez que conocí la ciudad de Campeche: uno llega de la ciudad de Mérida a esta ciudad en tan sólo dos horas de viaje y ya es un mundo totalmente diferente. Hubiera preferido aquellas alternativas de los viajeros antiguos, que marchaban de una ciudad a otra en un carruaje, en medio de caminos pedregosos, esperando la noche y el día durante el camino, con un ropaje especial y la música de las piedras que ruedan; aquel mismo camino de dos horas, se hubiera multiplicado, dejando para mis ojos el color de los espinos en medio de los hierbajos, las formas de las lentas nubes, los olores de las plantas silvestres, de la selva baja y de la tierra. Pero es lo que es, y lo que se gana en velocidad se pierde en meditación y lo que se gana en eficiencia se pierde en melancolía.
Llegué a la ciudad para participar en una feria del libro. Me encantó descubrir que era en efecto una feria para todos los campechanos. Más allá de los anaqueles se levantaba La rueda de la fortuna, El gusano, El kamikaze, y todas esas atracciones mezcladas con carpas de payasos, con carpas del terror y por supuesto, carpas de escritores que se encontraban allí para presentar sus libros. La gente, luego de pasar por la casa de los espejos y comprarse unos churros, descansaban en las bancas escuchando a los escritores y a veces, ya no se dirigían a tomarse la foto con los ponis miniatura o a subirse al carrusel, sino que eran atrapados por la lectura de cierto poeta o novelista y terminaban comprando libros y pidiendo autógrafos, en fin, era lo que yo podría llamar, una feria completa.
Más tarde pude conocer el malecón, traté de caminar dentro de aquella noche donde un tren infinito de automóviles giraba una y otra vez junto al malecón como para darle vida, y el mar más allá como una boca oscura, nunca terminaría de cerrarse.
Al día siguiente pude disfrutar de las calles adoquinadas, las fachadas de colores llamativos del centro de la ciudad, esas estructuras coloniales que me hacían sentir en otra época, todos desentonábamos con nuestros pantalones de mezclilla, nuestros tenis, esta posmodernidad es tan poco elegante. La ciudad no iba con nosotros, quizá, eso me pareció, sólo entonaba con las mujeres que se habían mantenido fieles a sus costumbres y andaban por las calles con la elegancia de las flores bordadas de sus hipiles, sólo comparables con la distinción de las japonesas que aún llevan kimonos. De nuevo lo que se ganaba en comodidad se restaba en belleza. Y al final el autobús y el viaje de regreso. Por los montes fugaces el verde era un suspiro. Después de las dos horas no pude dejar de preguntarme, ¿esto fue real o lo he imaginado todo?, en fin, que podía quedarme con los brazos cruzados o tratar de conocer en verdad lo que era Campeche, aquel estado, sus municipios, sus costumbres, su gente. Fue de esta manera como llegué a Briceida Cuevas Cob.
No es necesario conocer una ciudad para acercarse a la obra de un autor, pero sí ocurre que por medio de una obra se devela el mundo. Los libros, sin cumplen su propósito, suelen llevarte a aquellos lugares que a lo mejor de otra manera nos sería imposible poder alcanzar. Ciertas horas de Campeche, atardeceres que incendian las orillas de las calles, un eclipse incrustado en una de sus aldeas, los solares, las chozas, las mujeres que lavan, los perros que ladran al alba, las niñas que crecen en medio de las cenizas de los comales, que van a la escuela pero luego vuelven a la cocina, al carbón, estas imágenes no se impregnan en el alma de nadie si no hay tiempo para meditarlas, para pasarlas y repasarlas como las hojas de los libros, en las hojas de los libros, como días nuevos, recién vividos, descubiertos de pronto como si un deja vu; así es la poesía de Briceida.
Ella es una mujer que ha viajado por el mundo, conoce Francia, Holanda, Colombia, un sinfín de ciudades mexicanas, obtuvo la beca del Fonca y no por esto ha dejado de escribir sobre su madre y su padre, sobre sus grillos, envuelta por el canto de los gallos insolentes. Y escribe en Maya, la lengua de Tepakán, de Calkiní, de Campeche, de esta península antes unida y ahora dividida, pero que no por eso ha muerto, la lengua permanece y se expande como un río subterráneo hasta que un día explota en un cenote y alguien canta. Canta Briceida Cuevas, nos dice:
Yaan a bin xook
Le tuun le síiniko’ob ka’ach tu che’ejo’ob,
tu k’aayo’ob, tu yóok’oto’ob, táan xan u báaxal
u machmaj u k’abo’ob, léek u yok’olo’ob. Ko’olel
síisa’abil, leti’e kun jóoychokoja’atiko’ob wa ku
manak’ta’alo’ob ich yáalanaj.
Teche’ yaan a bin xook.
Ma tun p’áatakech polwech.
Yan a táats’máansik u páakabil u najil a tuukul
yo’olal a wokoj ta wotoch
ma’ táan a k’opik joolnaj.
Le ken a paktabaj tu yich a láak’
bin a wil ti’ a maatsab,
box jul ch’iikil tu puksi’ik’al lu’um,
ku taal u yéemel a juntats’ óol
ti’ xan ku bin u na’akal u nojil a ch’i’ibal.
Teche’ yaan a bin tu najil xook
ti’ tuun u lóoch’ u k’ab a na’at
bin a chuk u póojol u chun u nak’ u ko’olelil a ch’i’ibal.
Ti’ u tuunkuy
bin a na’ana’ajo’ot u wo’oj ts’íib mamaiki lu’um,
síis yéetel k’iin.
U nukuch yich a cha’an óolal
bin u cha’ant u yiim saatal u yóol
u ts’o’okol u wekik kuxtal yóok’ol kaab.
Teeche’ yaan a bin tu najil xook
ba’ale’ yan a suut ta taanaj,
ta yaalanaj,
ka bon yéetel k’uxub u chun u nak’ ka’,
ka u léets’ a sak piik u yaak’ sabak,
ka u p’ul yéetel u yik’ a sak óol p’ulu’us k’áak’,
ka u ch’op a wich u k’ak’al yaal u k’ab buuts’,
ka a xok ti’ u paach a xáamach u p’ilis k’áak’,
ka a xok ti’ u tóoch’ k’áak’ u waak’.
Yaan a suut ta yaalanaj
tumen wa’ala’an u pa’atech u k’áanche’il tu’ux ka pak’ach waaj,
tumen k’óoben u ta’akmaj jump’éel néen tu chuun u nak’.
Jump’éel neen tu’ux ts’aalal a pixan.
Jump’éel néen ku yawat páaytikech
yéetel u juum u t’aan u léets’ jul.
Irás a la escuela
Y aquellas hormigas que reían,
cantaban, bailaban y jugaban a la ronda,
comenzaron a llorar. Había
nacido una hembra, quien les echaría agua hirviendo
cuando aparecieran en la cocina.
Tu irás a la escuela.
No serás cabeza hueca.
Traspasarás el umbral de tu memoria
hasta adentrarte en tu propia casa
sin tener que tocar la puerta.
Y contemplándote en el rostro de tu semejante
descubrirás que desde tus pestañas,
flechas nocturnas prendidas en el corazón de la tierra,
desciende tu sencillez
y asciende la grandeza de tu abolengo.
Tú irás a la escuela
y en el cuenco de las manos de tu entendimiento
contendrás el escurrir del vientre de la mujer de tu raza.
De su calcañal
descifrarás los jeroglíficos
escritos por el polvo, el sol y la humedad.
Grandes los ojos de tu admiración
contemplarán sus senos desfallecientes
después de haber derramado vida sobre la tierra.
Irás a la escuela
pero volverás a tu casa,
a tu cocina,
a pintar con achiote el vientre del metate,
a que lama la lengua del tizne tu albo fustán,
a inflar con tus pulmones el globo-flama,
a que jurguen tus ojos los delgados dedos del humo,
a leer el chisporroteo en el revés del comal,
a leer el crepitar del fuego.
Volverás a tu cocina
porque tu banqueta te espera.
Porque el fogón guarda en sus entrañas un espejo.
Un espejo en el que estampada se halla tu alma.
Un espejo que te invoca
con la voz de su resplandor.
Maan
Maan,
a wíimo’obe’ ka’atúul chan ch’upalalo’ob tu báaxal looxo’ob
[táan a p’o’.
U chéel a páakate’ u sinmubaj ti’ u yóom.
Máax ku yilikech je’el u ya’alik ma’atech a muk’yaj.
Ma’ u yóojel wa tu chuun u yook u kúuchil a p’o’ ka mulik
[u xoxot’al a kuxtal.
Ta chen xuuxub táan a p’o’,
a xuuxube’ junt’i’in bek’ech suum utia’al a t’inik a ka’ananil
[u ts’o’okol.
Iik’e’
u koil paal tu kóokolik a t’in nook’.
Tu jo’ol lak’in che’ob
k’iine’ juntúul chan chéech paal lek u síijil tu k’i’ik’i’itik u
[k’an k’ink’inal ok’ol.
Señora
Señora,
son tus senos dos niñas que juegan a golpearse
[cuando lavas.
El arco iris de tu mirada se halla tendido en la espuma.
Quien te viera diría que no sufres.
No sabe que a los pies de tu batea amontonas parte de
[tu historia.
Entonas un silbido,
es tu silbido un hilo y en él tenderás luego
[tu cansancio.
El viento
es un chamaco travieso que jala y jala tu lavado.
Sobre los árboles de oriente
el sol es un recién nacido que esparce sus tibias y
[amarillas lágrimas.
Y así la poesía de esta mujer que nos permite conocer su alma, sus desamores, la plaza de su niñez, la plaza que espera al amado, lo que dicen en el pueblo de ella, de ella y de la luna, esa lúbrica gacela blanca, y están hechos poemas los consejos de sus padres, y los consejos que ella misma les da, no sólo a campechanos o peninsulares, si no a todos aquellos con el nervio necesario para atreverse a conocer la fuerza de la tierra, que es una fuerza poética.