Por Armando Casimiro Guzmán
Estamos acostumbrados al estancamiento temático del cine mexicano: drogas, migración y los juniors de comedias románticas que viven en un México muy bonito. Es por ello que Somos lo que hay (2010), la ópera prima de Jorge Michel Grau, llega como una bocanada de aire fresco al mostrar en noventa minutos la historia de una familia de caníbales.
Pocas películas han sido tan mal recibidas en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara (FICG), el crítico de cine Carlos Bonfil la calificó en su momento como: “la cinta más desafortunada presentada en el Festival (de Guadalajara)”. Quizás muchos pensaron como él y la película contó con una distribución muy limitada: los exhibidores le dieron apenas a un par de semanas en horarios infames (toda una semana se proyectó en funciones al mediodía).
En Somos lo que hay, encontramos el drama de una familia que enfrenta la muerte del padre, quien además de reparar relojes en un tianguis sobre ruedas, es el proveedor de la carne humana que consumen. La madre se vuelve histérica y cual documental del Animal Planet, los hijos varones pelean por el liderazgo del clan, mientras que la hermana adolescente los manipula para sacar ventaja del nuevo orden de las cosas. El padre creía que el fin del mundo estaba próximo a suceder y que la única solución para librar el apocalipsis era el consumo de carne humana. Los nuevos líderes salen a buscar comida bajo el puente donde viven los niños de la calle, los antros gays y la esquina donde se reúnen las prostitutas, lo que a la postre, los conducirá inexorablemente al exterminio.
Según el propio Jorge Michel Grau, quien nació en la Ciudad de México, la depravación social y la violencia exhibida en la pantalla no son más que un reflejo de lo que vio en las calles de donde creció. A fin de cuentas no es una película gore, ni de terror (a pesar que precisamente fue en los festivales de cine de género donde encontró buena acogida), sino un drama sobre la desintegración familiar visto en una situación extrema como lo es la antropofagia.
En Somos lo que hay destacan las actuaciones de Carmen Beato (quien hace el papel de la madre) y el fallecido Alan Chávez (quien murió en un extraño enfrentamiento a tiros con la policía poco antes de estrenarse la película) como uno de los hermanos que buscan el liderazgo del clan. Encontramos también una escena muy bien lograda del asesinato de una prostituta y un prólogo por demás interesante: la muerte de un hombre con aspecto de pordiosero en un centro comercial, los vigilantes lo retiran, limpian el lugar y la gente sigue comprando como si nada sucediera, a fin de cuentas a nadie le importa.
Dentro de los aspectos negativos podríamos decir que ni Francisco Barrera ni Miriam Balderas parecen estar al mismo nivel que sus compañeros. Y a pesar de que el par de escenas cómicas donde aparece Daniel Giménez Cacho son geniales, da la impresión de que están metidas con calzador. Y es precisamente ese cruce de géneros lo que hace que el filme pierda fuerza y fluidez. No termina por ser una película policíaca, ni gore, ni de terror y el tan mentado drama familiar se pierde en la indefinición.
No obstante, el valor de Somos lo que hay, va más allá de los aspectos técnicos y fórmulas narrativas. Debe verse tan sólo por el hecho de ofrecer una mirada distinta de las siempre conflictivas relaciones filiales. Es un relato descarnado, realista y violento, que funciona como un reflejo de los tiempos que vivimos, mucho mejor que la caricatura del México contemporáneo que vimos en El infierno de Luis Estrada.
Basada en la obra teatral de los autores Pierre Barillet y Jean-Pierre Grédy, llegó por cortesía del XV Tour de Cine Francés, la peculiar comedia kitsch Mujeres al poder (Potiche, 2010), dirigida por el prolífico director galo François Ozon, que fue bien recibida a su paso por el Festival de Cine de Venecia.
Mujeres al poder resulta una curiosa mezcla entre comedia musical, sitcom televisivo y melodrama feminista. Quizás 8 Mujeres, drama musical del propio Ozon, que camina peligrosamente entre lo impresionante y lo ridículo, es la película más emparentada con el largometraje más reciente del realizador francés.
Ubicada en 1977, el filme cuenta la historia de Suzanne Pujol (Catherine Deneuve), una esposa sumisa que intenta salvar a su tiránico marido Robert (Fabrice Luchini) después que los empleados de su fábrica de paraguas se rebelan en búsqueda de mejores condiciones de trabajo. Es en ese momento que la esposa-trofeo (en francés el término Potiche se refiere a un jarrón decorativo, llamativo e inútil, pero también se usa para designar a las esposas dóciles y resignadas), toma el control de la empresa y las cosas empiezan a cambiar.
En un principio, relata el propio Ozon, intentó trasladar la historia a la época actual, pero finalmente decidió situarla a finales de los años setenta porque la distancia le permitía darle más humor al filme, además en esa época la nación europea estaba más dividida políticamente y las diferencias de clase eran más marcadas. La película conserva también ese aire teatral deliberado, que refuerza las situaciones cómicas.
El trabajo de dirección de arte es verdaderamente sorprendente: los vestuarios, los decorados, los peinados y hasta la fotografía, nos transportan a esa época y lugar aunque no nos haya tocado vivirlos. Los actores secundarios lo hacen muy bien, especialmente Fabrice Luchini, quien luce espléndido en su papel de marido arbitrario y furibundo. También Karin Viard como la secretaria amante de su patrón. Y por supuesto los protagonistas: Catherine Deneuve y un muy obeso Gérard Depardieu, quienes deslumbran en un entretenido discurrir de infidelidades y traiciones.
No obstante, en Mujeres al poder da la impresión de que la reivindicación feminista resulta demasiado superficial, así como la velada aceptación homosexual del hijo varón es frívola, por decir lo menos. El final, donde se enfrascan los protagonistas en una reñida contienda electoral se alarga demasiado y los temas de los cantantes de época como Michéle Torr y Jean Ferrat rondan lo insufrible. Si a esto le sumamos un gélido número musical a cargo de Catherine Deneuve, podríamos decir que el resultado final no es del todo favorable.
Así es que Mujeres al poder, no es el mejor acercamiento a la amplía filmografía del realizador francés, sin embargo, es un entretenido relato sobre la liberación e independencia de la mujer en los roles impuestos en la sociedad. Satiriza la doble moral burguesa al tiempo que no renuncia a la caricatura del sindicalismo desquiciado. Tal vez valga la pena darle una oportunidad a este retrato teatral y chillón aunque en un principio pueda ser subestimado por su notoria apariencia liviana.
Una grata sorpresa resultó la comedia dramática El día que vi tu corazón (Et soudain, tout le monde me manque, 2010), segundo largometraje de la joven cineasta francesa Jennifer Devoldère, y que llegó a nuestro país como parte de la decimoquinta edición del Tour de Cine Francés.
Buscando un antecedente inmediato para El día que vi tu corazón, quizás deberíamos mencionar otra comedia coral, la extraordinaria Como una imagen (Comme une image, 2004) de Agnès Jaoui, así como por supuesto el primer largometraje de Devoldère, Jusqu’à toi (sin título en español, 2009) en donde repite en el protagónico Mélanie Laurent, la actriz de moda de la cinematografía gala.
El prólogo nos presenta a Justine, una joven e inestable radióloga, que compra su café en Starbucks. Poco después encontramos a su padre, Eli, un músico de jazz judío que abandonó su carrera musical antes de volverse un comerciante textil en París. Justine falla una y otra vez en sus intentos de encontrar en sus numerosas parejas un sustituto de su progenitor. Mientras tanto su padre, a sus sesenta años y con tres matrimonios a cuestas espera un hijo con su nueva pareja, una mujer mucho más joven que él.
La película sigue la cronología del embarazo enfocándose en los pensamientos de Eli y la vida personal de Justine. En un nivel más profundo, formula la tortuosa ruta de reconciliación entre un padre distante y una hija demasiado sensible. Al mismo tiempo encontramos una serie de personajes secundarios muy interesantes: la media hermana que busca adoptar un hijo, el cuñado que arma modelos a escala, el novio que vende zapatos y es boxeador de medio tiempo, etc.
El día que vi tu corazón logra un equilibrio agradable entre el humor y el drama. Mélanie Laurent luce encantadora y demuestra que su sola presencia es suficiente para generar ingresos en taquilla. Mientras que Michel Blanc en su papel de padre insensible y egoísta, con ciertos toques a la Woody Allen, resulta por demás divertido. Otro punto a favor es que, a pesar de mostrar una amplia gama de culturas a través de sus personajes, el filme nunca desciende a los niveles de una comedia étnica. Y el cierre resulta inmejorable con el tema clásico de Cat Stevens, Wild world.
Sin embargo, la joven Devoldáre evidencia sus antecedentes en la realización de comerciales en sus cortes rápidos y algunos innecesarios movimientos de cámara. También ciertas características de sus personajes, como por ejemplo, las inclinaciones artísticas de Justine, parecen un tanto forzadas en un intento de darle más profundidad. Pero, en conjunto, estos detalles no afectan demasiado el resultado final: una comedia agridulce, disfrutable y muy bien realizada, que retrata con acierto lo que pueden llegar a ser las complejas y frágiles relaciones familiares.
Aburrido y desconcertante, así podríamos describir en pocas palabras el cuarto largometraje del cineasta mexicano Francisco Athié, El baile de San Juan (2010). Que previamente se había presentado en la octava edición del Festival Internacional de Cine de Morelia y que recién hace un par de semanas, pasó con más pena que gloria por la cartelera local.
Para entrar en antecedentes debemos recordar los trabajos previos de Athié: Lolo (1993), un crudo y por momentos interesante retrato urbano, el thriller Fibra óptica (1998) y la fastidiosa e ininteligible Vera (2003), una peculiar mezcla de androides y cenotes mayas. Con tales referencias era muy difícil imaginar lo que haría el veterano cineasta con una historia situada a finales del siglo XVIII, realizada con un presupuesto de 50 millones de pesos, que contaba con actores europeos y locaciones en España, así como un gran apoyo del gobierno federal (les prestaron mobiliario de la época, pinturas y hasta según se dice, un traje original de virrey), y eso que oficialmente la película no formó parte de los festejos del malogrado Bicentenario.
El propio Athié cuenta que tardó alrededor de ocho años en darle forma a su más reciente producción, numerosos son los ejemplos que nos muestran lo complicado que es hacer películas de época con presupuestos muy limitados, así que el cineasta aprovechó la coyuntura que ofrecía el Bicentenario y, en base a grandes esfuerzos logró sacar adelante el proyecto. El punto de partida fue un relato virreinal que hablaba de «la herejía de San Gonzalo», que a finales del siglo XVIII, escandalizó a la sociedad novohispana, por las supuestas curas milagrosas de una imagen a través de un baile organizado por un sacristán indígena.
A partir de esa anécdota, la historia supuestamente tomó forma: se agregó un romance entre dos jóvenes novohispanos, se sumaron conflictos de castas y procesos de la Santa Inquisición pero al final termina abruptamente como una fábula del sincretismo religioso entre lo católico, las religiones prehispánicas y las de origen africano. ¿Todo eso? Sí, y lo peor es que es muy difícil encontrar un hilo argumental que una coherentemente todas estas piezas, todos los conflictos que plantea la cinta parecen diluirse sin explicación, lo que hace perder cualquier tipo de interés después de que han pasado los primeros cuarenta minutos de la proyección. A esto hay que sumar otro punto negativo: buena parte de los diálogos resultan inaudibles y es que de no ser porque el filme cuenta con varios diálogos subtitulados (gran parte de ellos están en francés, italiano y alemán) la entenderíamos aún menos.
Hay que reconocer que hay un gran trabajo de investigación, muy buena fotografía y un destacado trabajo de diseño de arte. Pero el cine mexicano no debe vivir solo de buenas intenciones e imágenes bonitas, hace falta mucho más, y en este caso El baile de San Juan resulta una oportunidad perdida. ¿Cuándo volveremos ver una película de época que cuente con esta cantidad y calidad de recursos? No será en mucho tiempo y la historia de El baile de San Juan seguramente terminará en unos años, perdida entre los montones de DVDs en rebaja que nadie compra.