Por Raúl Mejía
Subí un anuncio en el portal de la oficina donde trabajo: “Se solicita persona para trabajo fácil en casa de respetable solterón NO empedernido”. Puse semejante redacción porque no logro desprenderme de ese sentimiento culpígeno que me embarga si pongo “Se solicita sirvienta”. Lo mío es el eufemismo. Me nombra pues.
Con todo y lo extraño del anuncio llegó una señora rolliza a quien sometí a “la madre de todas las pruebas”: un arroz cuya manufactura dejara cada grano individualizado, con el sazón ranchero y ese toque mágico a punto de la extinción cuya consecución sólo sigue vigente en lugares exóticos como Tzurumútaro, en el vanguardista estado de Michoacán. El resultado fue digno pero el costo de los servicios de la postulante era oneroso. Opté por decirle “déjeme sus papeles y luego le llamo”.
Quedé desolado.
En ese momento me acordé de una amiga en Morelia. La letrada Bety Pimentel, brillante mujer con un doctorado en cualquier cosa, políglota desempleada y, desde hace doce años, agobiada madre de cuatro hijos. Ella seguro me ayudaría.
Le comenté vía telefónica mis tribulaciones en la materia y ella se encargó, desde el valle de Guayangareo, de todo: habló a sus amigas de la Ciudad de México, hizo triangulaciones y un “lobbying” a distancia que ya quisiera la barra de expertos de Carlos Slim: pidió currícula, antecedentes penales, culinarios y escolaridad. Siempre pensé era una exageración tanto requisito pero así es esta mujer.
Un sábado por la mañana el timbre de mi departamento sonó tres veces. Me levanté un poco enfadado para abrir la puerta. Ahí estaba Rita, una mujer en sus treintaitantos, de impecable indumentaria y de pocas pero precisas palabras: “Vengo de parte de la señora Pimentel por el trabajo de cocinera y supervisora de limpieza de su casa” –dijo y extendió una sobre rotulado con mi nombre de parte de la bella Bety. En su interior, una nota en donde sentenciaba: “La portadora de este mensaje será el mejor fichaje doméstico en toda tu aburrida vida de burócrata. Quiérete un poco y no la dejes ir. La vida no es generosa dos veces”.
La invité a pasar y ella aceptó haciendo una leve inclinación de cabeza. Rita no era dada a hablar por hablar y lo demostró desde el mero principio. No se explayaba. Decía lo pertinente y ya.
Decidí mesurar mis exigencias. En estos tiempos es muy complicado contar con servicio doméstico medianamente competente: si aceptaba planchar mi ropa, hacerme la comida de toda la semana y tener la casa limpia como si lo hiciese con cotonetes estaba bien. Rita aceptó: “Yo me hago cargo de todo, no se preocupe, licenciado”.
TAMBIÉN LEE
Se está muriendo gente que antes no se moría
Así me dijo.
Acordamos el sueldo y, sólo por no dejar, le pregunté si podía hacer su trabajo los martes y jueves: “mmh… va a estar un poco difícil, licenciado… me hubiera gustado empezar el lunes porque mi auto no circula el martes y vivo en la Roma Sur. Eso me complica las cosas y…”. La interrumpí porque no tenía planeado perderla y decidí someterme a sus usos y costumbres: trabajaría lunes, miércoles y viernes. “Una última petición, licenciado, ¿Cree poder gestionar un cajón de estacionamiento para mí?”
El lunes llegó puntual y de inmediato se puso a darle con denuedo a la escoba y el trapito mientras yo me bañaba y ponía el uniforme de trabajo. Cuando me iba le di un juego de llaves (si a través de la Pimentel llegó a mi vida, era digna de toda confianza). Le pregunté, nomás para ver con quien estaba tratando, si podía hacerme unos chiles rellenos con atún ahogados en crema tatemada y una sopa de lentejas como la que hacía mi mamá: “aquí te dejo, Rita, algo de chorizo toluqueño almendrado, tocino y salchichas para que hagas una sopa. Si es letal para las coronarias, mejor”, le dije mientras sacaba cada producto del refri.
Ella no dijo nada. Una vez dispuestos los ingredientes en la mesa se hizo un silencio incómodo. Decidí superar ese trance resuéltamente: “sorpréndeme, Rita”. Me observó sin inmutarse. Me volví para seguir en mi arreglo personal y cuando apenas había avanzado unos tres pasos escuché su voz: “yo hago la sopa de lentejas con plátano macho”. Me detuve en seco.
Entrecerré los ojos volviéndome lentamente. Mirándonos a los ojos con firme amabilidad, le dije con parsimonia “en esta casa no hay plátano macho, Rita”. La aludida, con una sonrisa apenas insinuada en su rostro y la altivez propia de las amas de llaves inglesas, pronunció con suavidad la solución: “Yo me hago cargo, no se preocupe, licenciado”. Apenas me dijo lo anterior se fue a la cocina, sacó la escoba y se puso a barrer. Quise aclararle que yo no era licenciado, pero era ocioso. En México todos somos licenciados y -desde hace algunos años- hasta Maestros y Doctores.
Al terminar mi jornada laboral abordé mi unidad automotriz y enfilé a mi departamento. Pensaba en la sopa de lentejas sin muchas expectativas y así, escéptico, llegué a mi hogar. Olía a Ajax Bicloro. Cero gérmenes en el hogar. Rita ya se había marchado pero todo estaba en su lugar: la mesa dispuesta con su mantelito, cubiertos, vaso, platos y agua de pepino. Todo bien mono y, sobra decirlo, la sopa salió exquisita y los chiles rellenos ¡ay, Ave María Santísima! Eran un parteaguas en mi paladar. Una orgía de sabores, carajo.
En efecto, Rita había sido un fichaje no sólo exitoso, sino exitosísimo. Por semanas que se acumularon hasta convertirse en meses, Lovely Rita llegaba temprano y dejaba la casa ignominosamente limpia, planchaba mi ropa, preparaba deliciosas aguas frescas y cocinaba como una PhD en Gnoseología Gastronómica. Cuando le preguntaba qué haría para la comida, sus respuestas me dejaban nimbado de Finas Hierbas: “le puedo hacer un arroz meloso con melva de almadraba; ese platillo fue un éxito en el Concurso de Arroz Bomba de La Fallera”.
La mera verdad, el 88.989% de las veces no entendía sus comentarios tan especializados, pero una cosa era cierta: todo le salía riquísimo. Era cosa de escuchar el nombre del plato y su somera descripción para que yo estuviera desquiciado toda la jornada laboral. Recuerdo que cuando me acarició con el platillo del viernes decidí reportarme enfermo: “¿Licenciado, le parece pertinente para hoy una sopa de tres cebollas y de plato fuerte un besugo al horno de Cantabria?”
Yo no sabía qué era un besugo y menos si era imperioso saber su origen cantábrico, pero contesté con los ojos en blanco “haz de mí lo que quieras, Rita”. Llegué a la oficina y una hora después fingí un ataque epiléptico. Me fui a casa. Rita, solícita, me cuidó con remedios a base de ácidos grasos (no saturados) de la vertiente Omega Tres… y sin decuidar al besugo.
…
Un viernes a las siete de la noche Bulmara, mi mujer, llegó a casa con dos películas “imprescindibles” y dispuesta a no salir de la casa ni de la cama hasta el domingo en la tarde. El día de su arribo se conformó con mi famoso chocolate amargo (80% de cacao) batido en leche evaporada y unas conchas de El Globo para merendar tranquilos; en la mañana del sábado me lucí con otro plato que me ha dado cierto prestigio entre mis amistades: un desayuno basado en huevos con espinacas freídos en aceite de oliva con albahaca para que agarre un sabor acá perrón.
Hasta ahí todo bien, pero al medio día, cuando le dio hambre, la Bulmi preguntó, protocolariamente, si pediríamos una pizza. Sonreí divertido y le indiqué: “ve a la cocina a ver qué encuentras, nena”. Me pidió le pusiera “pause” a la película y se fue dando brinquitos a ese sacrosanto espacio. Escuché cuando abrió el refrigerador, sacó un recipiente hermético, lo abrió y exclamó: “¡Ay, no mames! ¡No me digas que tú hiciste estos huazontles capeados y sumergidos en chile guajillo! ¡Estás cabrón, me cae!”
Sonreí beatífico.
Recordé que, en efecto, Rita había cocinado ese manjar y yo lo estaba administrando, para no acabármelo en dos días, bajo lineamientos similares a los del Fondo Monetario Internacional al otorgar un crédito a un país en desarrollo. Decidí era el momento de apantallar de manera estructural a Bulmara. Le contesté así, como sin darle mucha importancia “claro que yo los hice, mi amor… y también un mole de olla”.
Bulmi siguió escaneando en la cocina y encontró el flan napolitano que había escondido temeroso de que alguna visita lo encontrase: “Yomi yomi… mmh… mira nomás lo que encontré… eres un estuche de monerías”, dijo mientras calentaba la comida y se tragaba la última rebanada de flan antes de regresar a la cama abastecida con la ingesta sabatina.
Acomodó todo de manera ordenada y le dio “play” a la película pero yo la notaba un tanto abstraída mientras se llevaba a la boca los pequeños “arbustos” de huazontles para extraer de su boca los restos de ramitas huazontlianas. Todo un arte: jalaba el “albeolo” vegetal por el delicado tallo y lo sacaba como un rizoma encueradito (advertencia: si el lector no ha probado huazontles capeados y ahogados en salsa de chile guajillo, la descripción le parecerá muy pacheca; y lo es).
La Bulmi batía las mandíbulas con parsimonia. Estaba poseída por la Diosa Delectación. Me inquieté. Nunca la había visto así. “¿Bulmara?”, le pregunté pasando la mano por enfrente de sus ojos extraviados, dándole unas leves cachetaditas para que reaccionara. Ella, sin volverse para mirarme y con movimientos de autómata le puso “pause” a la peli, se levantó, fue a la mesa de trabajo (sin dar brinquitos) sacó papel, lápiz y regresó a la cama. Se puso en flor de loto con una libreta Moleskine sobre sus piernas, humedeció la punta del lápiz con la lengua y me soltó lo que jamás imaginé: “A ver, dime cómo preparaste los huazontles”.
Me quedé frío.
Fue un momento difícil. Me estaba jugando el futuro en esa relación pero salí airoso alegando que las recetas de familia se quedan en la familia. “Ok, me casaré contigo” –dijo y volvimos a ver la peli.
Mi vida con Rita pudo seguir per secula seculorum (por decirlo mesuradamente) y si no llegó más allá de veinte meses fue culpa mía: la hice famosa. Algunos amigos empezaron a probar pequeñas muestras de comida que yo llevaba a la oficina y exigían conocer a la orfebre de semejantes viandas. Una húmeda tarde de verano le comenté a mi Lovely Rita que un amigo iría a comer con su esposa y querían un platillo autóctono.
“Por piedad, déjate de frivolidades intelectuales y esnobismos. Incursiona en la nacional, Rita”, le supliqué. Desconcertante y taumatúrgica como solía ser, soltó una breve pieza oratoria digna de Pierre de la Varenne en una versión adaptada al siglo 21: “propongo una sopa oaxaqueña de piedra para la entrada, luego una cochinita pibil con tostadas de centeno untadas de relleno negro y de postre, salvo su mejor opinión, es menester incursionar en lo global, ser aventureros, osados licenciado: ¿Cómo ve un clásico Victoria Sponge Cake acompañado de un té de menta? Muy británico ¿sabe?
Un hilo de baba empezaba a escurrir por la comisura de mis labios: “hazlo y cállate, por vida de Dios”, murmuré.
Una vez que Gerónimo Buenrostro y su mujer probaron lo arriba expuesto, el traidor marido de la recatada Denisse Dávalos de Buenrostro intentó sobornar a Rita para que me abandonara: “te pago el doble, pero vente con nosotros” –le decía, pero Rita tenía en alta estima el tema de la lealtad. Cuando Gerónimo supo que nada lograría arrancarla de mi lado empezó a hacer el ridículo: llegaba algún lunes a las doce del mediodía y le pedía que cuando menos le diera las sobras del día anterior.
Al final Rita colapsó y me abandonó: “No soporto la presión, licenciado, esto no puede seguir así. No me lo merezco y mejor me voy”. Yo me le hinqué pidiendo reconsiderara tal decisión: “Rita, por favor, no me dejes ¿qué va a ser de mí?”. Ofrecí ir a madrearme a Gerónimo Buenrostro pero fue inútil. Agarró sus cosas y en una tarjeta escribió un número: “deposite mi salario mañana en Bancomer en la sucursal de Perisur. Adiós”, dijo y se fue; yo me puse todo “Sabinoide” y pasé los rigurosos 19 días y 500 noches antes de aprender a vivir sin ella.
Fue horrible.
Rita, sin saberlo, me dejó certezas colaterales: he llegado a la conclusión de que lo ideal en estos tiempos es tener una mujer “de entrada por salida” y una sirvienta de planta. Mejor escenario es imposible de concebir.
Para terminar y sólo para no dejar cabos sueltos, Bulmara también me abandonó cuando se enamoró de un diseñador de “tacos de autor” en la delegación Tlalpan. Ya son papás de un niño y una niña.
***
¿Quieres más relatos de Raúl Mejía? Te recomendamos comprar sus libros
Ni se molesten, conozco la salida (versión electrónica; no hay de otra):
Los mismos sueños húmedos (versión en papel):
Los mismos sueños húmedos (versión electrónica):