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Crítica: El Padre, de Florian Zeller

El Padre

En su ensayo Por el país de Montaigne, el escritor mexicano Adolfo Castañón menciona de refilón, el concepto de segunda infancia. Pero no aquel que utilizan los psicólogos y pedagogos para referirse a las etapas del desarrollo de un menor, sino a la infancia senil, aquella en la que los hijos deben cuidar de sus progenitores. El tema viene a cuento después de ver El padre (The father, 2020), película que por estos días puede encontrarse en la cartelera y que retoma el tema de una manera poco frecuente en el cine.

El aumento progresivo de la población adulta, no solo en cantidad, sino en proporción respecto a la población total, ha provocado una serie de situaciones que, si bien eran previsibles, no se han atendido de manera adecuada. Es frecuente escuchar historias de ancianos abandonados a su suerte en las calles o incluso dentro de los hogares, aislados y ninguneados por sus propios descendientes. Las cosas se complican ante la presencia de enfermedades degenerativas como el Alzheimer, que imposibilitan la comunicación y tensan el entorno familiar.

Este último es el caso de Anthony, ingeniero retirado que tiene como único soporte a su hija Anne. El carácter independiente del octogenario se traduce en ira y frustración ante el entorno confuso que le rodea, producto de una condición mental que no reconoce. “Tiene sus maneras”, justifica la hija ante la nueva cuidadora, pero los recuerdos y las personas que rodean al protagonista se funden en una mezcla desordenada en la que ni siquiera el tiempo (la constante búsqueda del reloj extraviado) es una certeza.

Solo por citar algunos ejemplos: Lejos de ella (Away from her, 2006) de Sarah Polley; Siempre estaré contigo (Still mine, 2012) de Michael McGowan. Incluso la más ligera What they had (2018) de Elizabeth Comko, retratan el Alzheimer desde los puntos de vista de la pareja y de la familia. Mientras que la cinta que nos ocupa nos sitúa en la perspectiva de quien lo padece. Conforme avanza el metraje nos vemos inmersos en esta narrativa en espiral que recicla rostros, situaciones y conversaciones hasta que desembocan en una dura realidad.

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La cinta está basada en la obra de teatro homónima de Florian Zeller, quien es considerado uno de los dramaturgos franceses más importantes de la actualidad. Muchas de sus obras suelen desarrollarse en un entorno familiar y han sido representadas por actores de la talla de Isabelle Huppert, Catherine Frot, Fabrice Luchini o Daniel Auteuil. Originalmente escrita en francés, decidió adaptarse al inglés para que Anthony Hopkins tomara el papel principal. La obra ya ha tenido un recorrido importante por el mundo teatral, ya se presentó en México hace algunos años con un elenco encabezado por Ignacio López Tarso.

A pesar de las afirmaciones de su director (el propio Zeller), la película conserva reminiscencias teatrales, como el movimiento de los actores en un espacio reducido, un lugar que es a la vez muchos espacios diferentes. Y ese es justamente uno de los aspectos más interesantes del filme, el lugar en donde se desarrolla la acción es al mismo tiempo dos departamentos diferentes y una casa de retiro. ¿Cómo lo logran? Haciendo ligeros cambios entre escenas, una pintura menos, sillas que se mueven de un lugar a otro y colores distintos, son detalles que una primera mirada pasan inadvertidos, pero que fusionan el desconcierto del protagonista y del espectador.

En las pocas ocasiones en que nos muestran el punto de vista de la hija, vemos su desesperación ante la certeza de haber hecho lo que está en sus manos. Ante la imposibilidad de seguir adelante con esta maternidad invertida, la hija decide continuar con su vida, mientras que el padre, comparándose con un árbol que va perdiendo su follaje, implora sollozando el recuerdo de su madre. Segunda infancia, ni más ni menos.

 

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