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Crítica: Retrato de una mujer en llamas

Retrato de una mujer en llamas

La apertura parcial de las salas de cine ha sido tomada con cautela por los distribuidores, quienes han decidido postergar los estrenos con alto potencial taquillero. Mientras tanto, los espacios son ocupados por producciones menos publicitadas como Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019). El cuarto largometraje que escribe y dirige Céline Sciamma se estrenó en la más reciente edición del Festival de Cannes (que este año ha sufrido también los estragos de la pandemia), en donde se llevó el premio a mejor guión.

La cineasta francesa es conocida por defender abiertamente diversas causas feministas y su obra demuestra un claro interés por cuestiones relacionadas con la identidad de género, como en Naissance des pieuvres (2007), donde una nadadora se enamora de su compañera de equipo, y en Tomboy (2011), cuyo título hace referencia a las elecciones de su joven protagonista. Habría que ver La banda de las chicas (Bande des filles, 2014), para confirmar la continuidad temática de sus tres primeros filmes, que a decir de la propia directora, conforman una trilogía.

En Retrato de una mujer en llamas sus protagonistas son personas adultas. Ambientada en la Francia del siglo XVIII, nos encontramos con Marianne, una pintora que ha sido contratada para hacer el retrato de Héloïse, la joven del título. Recién salida de un convento y con reticencias respecto a su matrimonio arreglado con un italiano adinerado, encontrará al lado de su retratista un espacio de libertad y alivio momentáneo mientras llega el momento de partir a Milán.

Es notoria la ausencia de personajes masculinos, eliminados de forma dogmática, pero que hacen sentir su presencia fuera de cuadro. El padre ausente y el futuro marido, determinan el destino, aunque no los sentimientos de las jóvenes, cuyo primer encuentro es más bien accidentado: una desbocada carrera hacia un acantilado que termina con un rostro jadeante y un mechón de pelo rubio al descubierto.

El romance se cocina a fuego lento, Marianne observa atentamente a Héloïse para pintarla, mientras que ella descubre en la pintora el amor y el deseo reprimidos. En ese sentido, la historia de las dos mujeres se convierte también en una sobre la pintora y su obra, con la diferencia de que la artista también es observada por su musa.

Esta sensación de reciprocidad habla de la igualdad entre las integrantes de la pareja, no existe una dominación y en cambio, se crea una sensación de solidaridad femenina ante el futuro inevitable. Dicha fraternidad se refuerza cuando se enteran del embarazo no deseado de Sophie, la sirvienta. Las jóvenes aristocráticas la apoyan, sin juzgar, cuando ella manifiesta su deseo de interrumpir el embarazo.

Retrato de una mujer en llamas es una obra necesaria para estos tiempos plagados de intolerancia. En ese sentido, vale la pena recalcar la forma en que la directora plantea las relaciones de igualdad entre los personajes, que intercambian opiniones sin ánimos de superioridad moral. Más que una historia de amor, es un recuerdo de esa historia. Desde el principio sabemos que no terminarán juntas, el amor es de momentos y no debe basarse en la posesión perpetua de otra persona.

En los diálogos se retoma el mito de Eurídice y Orfeo. Cuando Orfeo baja al inframundo para traer de vuelta a su esposa, no resiste a la tentación de volverse para mirarla, la única condición que le habían impuesto para lograr su cometido. Con esta mirada, Orfeo mata (otra vez) a quien fuera su esposa. Marianne y Héloïse, saben que no volverán a verse, así que eligen esa última mirada mortal, al pie de la escalera, para despedirse, pero también para recordarse eternamente en una sinfonía de Vivaldi o en la página 28 de un libro.

 

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