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Crónica de una Camboya desangrada

Bou Meng guarda en sus bolsillos dólares y rieles. Son pequeños fajos sujetos con clips. Los acomoda metódicamente en su pantalón y camisa. No los cuenta, verifica que estén en orden, en su lugar, que cada billete permanezca en su sitio. Bou Meng está sentado en el patio de Toul Sleng, el centro de detención S-21, hoy convertido en Museo de los Crímenes Genocidas. En los pisos sucios y desgastados de Toul Sleng se advierte sangre seca, sombras negras extendidas como manchas de pintura en esos pisos hechos polvo donde miles de camboyanos fueron torturados y violados antes de su exterminio en los campos de la muerte, centros de aniquilación.

Las sombras negras son sangre seca, sangre de niños, mujeres, hombres inocentes, víctimas de una violencia cuyos rostros son fotografías exhibidas en las habitaciones del hoy museo como un recordatorio de la masacre. La muerte en Toul Sleng tiene rostro, un registro. En Camboya, la muerte se respira y tiene huella en Toul Sleng.

Frente a Bou Meng, a un par de metros, está Chum Mey, otro de los pocos que burlaron la muerte en su encierro en Toul Sleng. Chum Mey sonríe al tiempo que vende su libro Sobreviviente, su historia de vida en palabras escritas bajo la cruenta dictadura de los Jemeres Rojos (Khmer Krahom, en camboyano). Bou Meng no es tan popular como Chum, al menos no durante mi visita al centro S-21, en la capital Phnom Penh. Ambos promocionan un relato de dolor, de muerte, de sufrimiento, pero hay algo en ellos, en su mirada, en su cotidianidad que golpea como yunque una realidad posiblemente absurda, una sensación de extrañeza me hace pensar que su comportamiento bordea los límites de la locura o posiblemente se confunde con redención.

Por momentos, en la venta de sus libros, ahí sentados, ante la mirada y escrutinio de turistas, en el mismo lugar donde fueron sometidos sistemáticamente a las vejaciones más atroces que una persona puede experimentar, su actividad y actitud invitan a pensar en una Camboya desangrada, agónica y sumida en la miseria, en un dolor profundo y no entendido.

Camboya

Chum Mey me da la mano y me pide, con ayuda de un intérprete, comprar su libro. Antes de contestar nada, se pone de pie.

-Soy muy afortunado de estar aquí esta mañana. Muy afortunado por contar mi historia y dar esperanza.

Chum Mey toma su libro con ambas manos, lo muestra a los presentes y comienza a narrar un suceso puntual durante su enclaustramiento involuntario. Su historia es como su voz. A Chum Mey lo torturaron, lo colgaron, le arrancaron las uñas, lo vejaron, lo asfixiaron, lo electrocutaron, lo golpearon, lo dejaron al borde de la inanición. Los integrantes de los Jemeres Rojos mataron a su familia, los mataron de hambre. Chum Mey muestra fotografías de él, de otros, de la tragedia y exclama unas palabras en jemer. Chum hace una pausa para que el intérprete traduzca.

Los turistas se detienen, lo escuchan y observan como se mira a un amigo en desgracia pero con la distancia que marca lo desconocido, como si se tratara de una enfermedad contagiosa. Chum Mey fue acusado de espionaje. Ante las constantes torturas aceptó la culpa de ser espía, agente de la CIA. Mey no era espía, era mecánico, un hombre común. Su presencia diariamente en Toul Sleng, como la de Bou Meng, es la de sobreviviente. Pero en Camboya, todos son sobrevivientes.

-He hablado con muchos periodistas. Chum ya no me mira a los ojos.

El intérprete me dice que Chum está diariamente en Toul Sleng para que la gente no olvide, no olvide el genocidio. El 50 por ciento de las ganancias de la venta de su libro Sobreviviente -con un valor de diez dólares-, se canaliza a Victims Association of Democratic Kampuchea. Chum Mey es el director asociado. Él, en ese momento, a diferencia de Bou Meng, no ordena los billetes en los bolsillos de sus pantalones.

A Toul Sleng llegan turistas franceses, europeos en su mayoría. Bajan de autobuses y recorren la exprisión como si se tratara de un atractivo más de una Camboya atrasada, abatida por la guerra, la pobreza, la desigualdad, atiborrada de minas, de calles destrozadas, de ríos contaminados y provincias rotas. Phnom Penh es evidencia de una masacre no superada, de una falta de reconciliación. Si Toul Sleng huele a muerte, Phnom Penh a mierda, a basura, a caos, a delirio.

Bou Meng, sobreviviente del genocidio camboyano. Fotografías: Carlos Underwood.

Pero entre sus escombros, entre su infinito desorden, hay una belleza que posiblemente muchos perciban, o tal vez no, pero esa intangible magia, quiero imaginar, hace que sus habitantes diariamente se levanten, como Bou Meng y Chum Mey, y sin más, se busquen la vida, a pesar de las cicatrices en su piel, hechas por el filo de la maldad del fuego.

-No nos apoya el gobierno, me dice el intérprete de Bou Meng. Vive de su libro, me subraya.

-¿Qué siente estar todos los días en Toul Sleng? ¿Cómo puedes regresar todos los días a este lugar, ver turistas, compartir tu historia a desconocidos?

-El intérprete me mira y traduce. Bou Meng contesta brevemente en jemer. Espero la respuesta.

-Es muy doloroso lo que vivió y no quiere recordar ahora, me dice el intérprete en un inglés entrecortado. Todo está en su libro, me confirma.

Bou Meng me da la mano. Me presta atención pero no escucha mis palabras, no las entiende, no importa. Utiliza un aparato en el oído. No escucha bien, ni tampoco sonríe mucho, pero me presta atención. Su intérprete se esmera en atraer turistas para que compren su relato mientras permanezco sentado junto a Meng. Ahora, el intérprete y Meng, ambos me ignoran.

Veo a Chum. Se le acerca un turista oriental con dos niños, posan frente al sobreviviente. El turista alza la voz y retumba en ese jardín solitario y sórdido de Toul Sleng. No entiendo, pero intuyo el significado de sus palabras por sus ademanes y acciones. Sus hijos, dos pequeños ojerosos y greñudos, se retratan con Chum como si fuera parte de su familia. Chum sonríe. El turista agradece, compra su libro y revisa en su móvil la estampa del momento.

Chum nació en 1930. En 1976, la dictadura de los Jeremes Rojos instauró un nuevo orden, cimentado en la aniquilación de su pueblo y el uso de la violencia para transformar. Camboya, en esos años denominada Kampuchea Democrática, experimentó el terror de una doctrina inhumana, donde el mismo pueblo fue el enemigo. Chum fue encarcelado en Toul Sleng junto con Meng y otros 20 mil camboyanos (de acuerdo a cifras de Victims Association of Democratic Kampuchea). Del 17 de abril de 1975 al 6 de enero de 1979, fueron asesinados 1,7 millones de camboyanos en los killing field repartidos por todo el país.

El mecánico Chum salvó su vida gracias a su oficio. Chum reparaba las máquinas de escribir que utilizaban los verdugos para hacer informes. Las secuelas del régimen genocida de Pol Pot se vislumbran en el rostro de Chum, en su mirada, en las huellas de su cuerpo.

Chum Mey fue testigo en el juicio que condenó a cadena perpetua al comandante Duch (Kang Kek Iew), líder de la prisión de Tuol Sleng. Pol Pot, líder de los Jeremes Rojos, murió sin ser juzgado en 1998. Sólo un par de jerarcas y piezas clave de la masacre fueron juzgados. Hoy en día muchos integrantes de los Jeremes Rojos viven en libertad, otros siguen en el gobierno y se mezclan entre una población que sufre el rezago de aquel autogenocidio que ruralizó al país, a la economía y terminó con la educación, el arte, la ciencia y la esperanza de toda una generación.

Me despido de Chum, le doy la mano y le doy las gracias. Hago lo mismo con Meng. Cruzo el jardín y entro a uno de los edificios donde se exhiben fotografías de aquellos camboyanos que fueron recluidos en el infierno. El dolor tiene rostro. En los cuartos carcomidos, amarillos y con rejas oxidadas, se percibe el miedo, la desesperación. Camboya está desangrada, agónica, pero su pueblo -las verdaderas víctimas-, busca no olvidar y ver más allá de la venda con la que fueron cegados durante muchos años.

*Artículo colaborativo con Deshuesadero.

Chum Mey, víctima del genocidio en Camboya, muestra su libro “Sobreviviente”, dentro de los muros del centro S-21.

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