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Crónica: mexicanos en los Oscares

Duermes 5 horas y te despiertas en Oxnard. Es domingo del premio Oscar, aunque una empleada mexicana en Hollywood Blvd me diga que la calle está cerrada por los Premios Grammy.

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Horas antes de eso yo abordo el tren que me lleva a Los Angeles y la mujer de la taquilla me dice que el viaje redondo me costará 23 dólares; pienso que no es tan caro, pero unos segundos después rectifica y dice que no, que el viaje redondo Oxnard-L.A. saldrá en 46 dólares.

Te asomas a la ventanilla y estás en Camarillo.

Los expertos en cine habían apostado por The Revenant y mostraban respeto por Spotlight, pero casi nadie le daba posibilidades de ganar como mejor película. De Mad Max ya ni se acordaban.

Abres los ojos y te despiertas en Simi Valley.

Antes de ir a Hollywood quiero hacer una parada en L.A. y visitar el MOCA, pues según me ha contado Adrian G. Camargo, es uno de los mejores de la ciudad. También me aconseja ir al Bradbury Bulding, donde filmaron Blade Runner, y a una librería enorme, sin que me pierda una vuelta al Walt Disney Concert Hall.

Sigues en el tren y te despiertas en Northridge.

Las quejas de Spike Lee sobre el aparente racismo en las nominaciones tienen eco en las postrimerías del Dolby Theatre, donde algunas personas levantan cartulinas con la etiqueta #OscarsSoWhite. Arriba del teatro, en la azotea, un francotirador cuida que nada se salga de control, y más arriba, sobre el cielo, varios helicópteros hacen lo propio dando vueltas y vueltas sobre la zona.

Te despiertas y ya estás en Union Station.

Como mi llegada a L.A. es muy temprano, el famoso Disney Hall está cerrado, lo mismo que sus vecinos Music Center y el Center Theatre. En este último un empleado de aspecto mexicano deja abierta una de las puertas y yo aprovecho para entrar sin permiso; si me reclama diré que soy turista y supuse que podía pasar. Descubro camerinos y cosas irrelevantes en los pasillos de arriba; bajo, salgo y nadie me dice nada.

Busco el MOCA pero veo una enorme fila para entrar a un museo de enfrente llamado The Broad, pregunto cuánto cuesta la entrada y un tipo que parece oriental me dice que es gratis pero que me vaya a la fila. Contacto a G. Camargo para preguntarle si es lo mismo y dice que sí, luego que no y después que quién sabe. Da igual, parece que el museo tendrá grandes cosas o no habría tanto público formado. El acceso es muy lento y cada vez llega más gente, incluidos muchos japoneses y un mexicano que vende churros calientitos, tres por 5 dólares, lo que equivaldría a pagar casi 100 pesos de acuerdo al trabajo de Videgaray y compañía. Un tipo de aspecto norteamericano le compra y dice a su novia que están muy ricos y son muy baratos. Pienso en sugerirles que me inviten unos, pero no lo hago. Antes de entrar descubro que el museo es nuevo, y que ofrece obras de Warhol, Aitken, Antoni, Baldessari, Basquiat, Bradford y otros monstruillos del arte contemporáneo.

Tras dos horas de recorrido me voy a buscar el Bradbury Building, que está abierto a medias y no se puede recorrer completo. Parte del mismo edificio ahora es ocupado por un Subway, así que no evito preguntarme si a los replicantes de Blade Runner les gustarían los famosos sándwiches de esta empresa fundada en 1965. A unas cuadras se localiza Last Bookstore, que tiene tantos libros como para volverse loco. Me compro uno sobre los Rolling Stones y al salir veo que el encargado de paquetería es mexicano: me cuenta que nació en un pueblo de Jalisco pero que desde su infancia vive en Estados Unidos, pero enseguida corta la conversación para seguir recibiendo y entregando mochilas de los visitantes.

Visito el mercado mexicano unas cuadras abajo, donde un taco cuesta 3.50 dólares y 7.50 un burrito. Es domingo y hay muchos clientes, así que a los locatarios les importa un chile si G. Iñárritu gana un Oscar o si el Chivo consigue su tercera estatuilla consecutiva. Uno me dice que pase, que cuántos tacos quiero, pero otra vez hago la conversión y no pagaré casi 70 pesos por un taco que seguro sabrá extraño. Soy un turista pobre con pocos dólares y poca hambre, solo quiero caminar, tomar fotos y acercarme al Dolby.

Te despiertas y ya estás en Pershing Square.

La ciudad muestra uno de sus lados más pobres y un dueto norteño se retira derrotado, como cuando Leo DiCaprio se va con las manos vacías, pero sin los millones ganados por el rubio. Para su fortuna, de pronto un grupo de gringos borrachos les piden que canten para ellos y les lanzan varios dólares a un sombrero. Luego se une una mujer borracha y latina que también lanza billetes y baila con un fantasma.

Te despiertas y ya estás en Hollywood Vine.

Entonces me asomo a una tienda de souvenirs y pregunto cuánto cuesta una playera con la cara de David Bowie. La empleada mexicana es quien me dice que algunas calles están cerradas porque van a entregar el Grammy. Más bien el Oscar, intento corregirla, pero parece que no le importa, que le da lo mismo. No compro nada y me acerco a dos cuadras del antiguo teatro Kodak, donde las vallas impiden el paso de una centena de turistas curiosos que quieren sentir y oler la entrega del Oscar. Un oficial, rubio y muy alto, grita que no hay forma de que pasen, que mejor se retiren, pero nadie lo toma en cuenta y ahí siguen, como esperando que salga Brie Larson, o Eddie Redmayne, o Alicia Vikander, o Mark Rylance, o Bryan Cranston, pero no, nadie de ellos saldrá por ahí nunca. Enfrente, los negros siguen reclamando que solo los blancos sean nominados, aunque adentro, en el Dolby, un negro lleve la conducción.

Cansado de caminar todo el día quiero un sitio dónde descansar, mis pies reclaman la travesía y puedo aceptar lo que sea. Regreso a buscar el metro y una mujer me intercepta para preguntarme si he escuchado hablar sobre la dianética, le digo que no es un tema que me interese, pero enseguida ataja y me dice que si quiero ver un documental que dura menos de 20 minutos. Perfecto, acepto y me mete a una pequeña sala donde hay un grupo de cinco guatemaltecos.

Estiro mis pies y luego de dos minutos de un infumable doblaje al español me quedo dormido. Temo que los guatemaltecos sean unos vampiros y me ataquen mientras ronco. Luego despierto y el documental sigue, cuentan que alguien supo que la mente lo cura todo, que escribió un libro y se hizo millonario. Nadie les daría un Oscar por tremendo fiasco, pero los representantes de la Cienciología tienen su catedral en Hollywood y eso es lo que más les importa. Me salgo de la salita y la misma chica me pregunta que a dónde voy, le invento que necesito ir por una persona pero que regresaré pronto. Su jefe me dice que tal vez le quiera comprar un libro por si acaso ya no regreso y yo le digo que tal vez no le quiero comprar nada.

Paso por un bar que anuncia promoción de cervezas mientras dure la ceremonia del Oscar. Pido un par y veo parte del show, pero es hora de regresar para buscar el tren de regreso a Oxnard. La ironía de venir hasta acá es no ver prácticamente nada, ni en vivo ni en televisión.

Te despiertas y estás en Moorpark.

Un viejo me pregunta si la estación que sigue es Camarillo. Le digo que sí y sigo viendo el Twitter para enterarme de los ganadores. El timeline está lleno de ocurrencias, y del ya tan gastado mame sobre si los premios del Negro y el Chivo son de México o solo de mexicanos. El viejo me vuelve a preguntar si la estación que sigue es Camarillo. Le repito que sí y me pregunta qué tanto leo en mi teléfono. Ya no le contesto y se acaba la batería de mi celular, por lo que no alcanzo a saber quién ganó el premio a Mejor Actor.

Te despiertas y ya estás en Oxnard.

Me bajo del tren y le pregunto a una mujer mexicana si sabe si Leonardo DiCaprio se ganó el Oscar.

Me pregunta que cuál Leonardo que y cuál Oscar.

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