Porque seguramente uno ve las cuitas propias como algo más melodramático que las del resto, la eliminación de la Selección Mexicana, que podría intitularse “el sueño terminó”, vino a calar más hondo que el desastroso espectáculo escenificado por España.
Sin recuerdos de México en 1990 por el castigo de los cachirules, hubo que esperar a Estados Unidos 94 para recordar que a priori se tenía una escuadra más potente que la de los búlgaros. Sin embargo, Hristo Stoichkov era balón de oro.
Contaba yo en esa fecha diez años, recién cumplidos, y era la primera vez que veía esta historia: la Selección había calificado a la siguiente ronda como siempre: de rebote y dejando atrás un grupo entonces complicadísimo, en el que estaba la Italia de Roberto Baggio, con la que se empató.
Dejar a Hugo Sánchez en la banca y las fallas en los benditos penaltis se consideraron la continuación de una densa losa que sólo en el 86 se había conjurado un poco, aunque los alemanes terminarían con aquel sueño de anfitrión.
En Francia 1998, tras sendos empates con Bélgica y Holanda que gritaron todos los niños del salón en casa de Ruth, una compañera de la secundaria, México volvió a avanzar en un grupo nada asequible.
Pero luego de dar un excelente primer tiempo contra Alemania, la Selección se quedó de nuevo en la orilla, cuando Arellano y Luis Hernández fallaron sendos goles, que ya estaban cantados. Aunque aún jugaban Matthaus y Klinsmann, ese equipo no era tan fuerte, como Davor Suker puso de manifiesto en cuartos de final.
Corea-Japón 2002 trajo de nueva cuenta a Italia en la fase de grupos, al que se le hizo un partido casi perfecto, aunque sólo se obtuvo el empate. Lo que siguió, sin embargo, es quizá mi recuerdo más doloroso como espectador de los mundiales, cuando la losa se hizo más que evidente.
La Selección avanzaba como primera de grupo y, con tres compinches de la preparatoria, nos alistábamos para el partido de octavos con un cartón de caguamas. Saboreábamos ya el posterior festejo en Las Tarascas. No nos habíamos acomodado cuando vino el primer gol. No tiene importancia, México remontará.
Un compañero de nombre bíblico se levantaba por otra cerveza cuando cayó el segundo gol de Estados Unidos, a veinticinco minutos del final. Ay, dolor. Óscar no dejaba de mover las manos y de mesarse los cabellos; Julio decía algo pero yo no podía ponerle atención.
Conmocionados, como las lombrices de tierra que se siguen moviendo y que acaso no saben que les han amputado casi la mitad de su cuerpo, el de bíblico apelativo se acercó a la tele, incrédulo, con ojos tontos, sin sentir el frío de la madrugada, sin creer lo que estaba diciendo el marcador.
Todavía se atrevió a preguntar aquel muchacho pizpireto al que después se le ocurriría estudiar filosofía en la facultad: “¿Entonces ya no vamos a ir a Las Tarascas?”. Ni siquiera nos terminamos las caguamas. México había hecho lo peor que podía: había tenido la desfachatez de caer ante Estados Unidos por 2-0.
Un golazo de Maxi Rodríguez reavivó el límite mexicano en Alemania 2006, otra vez en octavos, luego de haber hecho una primera fase mediana y, de nueva cuenta, en Sudáfrica 2010, México fue apeado por la albiceleste por 3-1. Esa vez no metió ni las manos.
El no era penal de Brasil 2014, en octavos de final contra Holanda, aún resuena de manera inmediata en la memoria de los connacionales, pero ya no me tomó por sorpresa. Para qué más explicaciones.
A mis 34 años, después del primer tiempo contra Alemania, cometí el peor error, ése que no se había suscitado desde 2006: volver a creer que México podía avanzar más allá del quinto partido; que quinto partido ni qué diablos: ceder a la tentación y a las voces ilusionadas en todas partes, que afirmaban que la Selección podía ser campeona.
¿Y por qué no? Así comenzaron en 2005 los pupilos de Jesús Ramírez en el Mundial Sub 17. Por fortuna, México se fue poco a poco, y no de golpe, como en otros octavos de final, en los que se podía decir: la Selección jugó como nunca y perdió como siempre.
Contra Corea del Sur, no se jugó muy bien, pero se ganó; contra Suecia no se entendió nada. Así que el resultado con Brasil, en el que ni siquiera puede enarbolarse la excusa del juego impecable y el marcador en contra, no fue sorpresivo. Era algo que ya se esperaba. La losa sigue pesando.
Pero en el caso de España, con el Real Madrid monoseando a su selección dos días antes del arranque del Mundial, con la sucesiva destitución de su técnico, con un equipo conformado para alzar la copa, con el bateador emergente Fernando Hierro apostando contracorriente a lo que los hizo campeones, dejando a Iniesta y a Thiago Alcantara en la banca, también debe ser un trago difícil de pasar. Al menos, desde afuera, hace honor a lo que Valle-Inclán llamaba esperpento.