Por Claudia Pedraza
@funkyclaus
Empiezo a creer que la culpa de que una sufra por amor no la tiene un hombre. La culpa de que una sufra por amor la tiene una mujer. De hecho, varias mujeres. En mi historial, yo puedo citar a varias: La Lupe, La Daniela, La Paquita; bueno, hasta La Trevi tiene su parte de culpa. Porque una aprende del amor cantando sus canciones.
De entrada, lo anterior parecería una simpleza, pero lo cierto es que en el imaginario popular, gran parte del ideal del amor se genera a través de las canciones, que no solamente tienen gran impacto en la memoria (es más fácil que nos aprendamos una canción que una párrafo de un libro de historia) sino porque además nos hacen familiares ciertas formas predeterminadas bajo las cuales concebimos la vida amorosa. Las canciones que escuchamos a lo largo de los años establecen expectativas, conductas y atributos para vivir el amor. Pero esta vivencia no es igual para todos: mientras que para los hombres supone una experiencia de dominio ( Y ahí andan en las serenatas cantando: “dicen que ando muy errado, que despierte de mi sueño, pero se han equivocado porque yo he de ser tu dueño”), para las mujeres se trata de una permanente renuncia (Y entonces no faltan los coros femeninos en las clásica de Rocío Dúrcal:“Haz lo que quieras hacer conmigo, yo solo te sigo, lo entiendas o no”).
Y así empieza el constante sufrir musicalizado. En amor implica, según las reinas de cualquier karaoke, que las mujeres debemos aceptar siempre la voluntad del otro: “seré tu amante o lo que tenga que ser, seré lo que me pidas tú, amor, lo digo muy de veras, haz conmigo lo que quieras”. Entonces, una está a la espera de que la hagan “reina, esclava o mujer” como compungidamente cantaba la muy ochentera Dulce; y en esa espera late la angustia permanente de que aparezca otra con la misma expectativa (“Es ella más que yo, ella, cuéntame que te da que no te doy” decía Yuri, antes de su transformación religiosa). Así, se debe aceptar que el caballero en cuestión reparta su amor a otras féminas, a quienes se ve como las causantes del dolor. La opción para evitar el sufrimiento: suplicar por amor (“Yo no te pido la luna, solo te pido amarte”, canta el dúo de Daniela Romo y su cabellera; “Dime si tu quisieras andar conmigo” rockea- según- Julieta Venegas; “Aunque sea de contrabando, pero ámame” canta- según también- Jenny Rivera). En esta súplica subyace otra idea: que sin el otro, estamos incompletas (y eso lo ha dicho desde Angélica María con su muy cursi “Yo que no vivo sin ti” hasta Fey con su muy profunda “Media Naranja”). Por eso cuando el otro se va, a seguirle sufriendo con resignación sumisa (“Amor de mis amores si dejaste de quererme, no hay cuidado que la gente de eso no se enterará”, dice Margarita, a ritmo de cumbia para que duela menos); al borde de la locura, (“Yo sin tu amor me volvería loca”, dice Alicia Villarreal mientras mueve las trenzas); o anhelando la muerte (“No quiero esta vida, no sé qué hacer, sin él no la puedo entender” dice Marisela en su único éxito discográfco).
Pero una no se muere: al final, sale al rescate Lupita Dalessio con “es un gran necio, un estúpido engreído” o la muy infalible Paquita con “alimaña, culebra ponzoñosa”. Total, que por el género musical, por la época o por la cantante que le busquemos, en las canciones una nunca es feliz. Es decir, el amor equitativo, justo, pleno, sano, no existe, al menos no en las canciones cantadas por mujeres. Irónicamente, las canciones de amor que nos llegan al alma, son canciones de desamor.
Me pregunto si habrá canciones que hablen de mujeres que decidan amar, que no se sometan, que vean al otro como un igual, que no acaben locas ni se quieran morir, es decir, que realmente hablen de una forma diferente del amor. Seguramente las hay, pero algo me dice que nunca fueron (ni serán) hits.