@jaimegarba
Cuando uno observa la serie “El Chapo” (Netflix), basada en la vida del narcotraficante Joaquín Guzmán Loera, el efecto ficción se apodera del espectador al grado de creer que nos están narrando la historia de un héroe. La serie cuenta los inicios humildes del Chapo y su carrera en ascenso –y a los rivales que tiene que destruir- hasta convertirse en el narcotraficante más poderoso del mundo. Si nos vamos con la finta, se nos olvida que se está hablando del líder de un cártel sanguinario que ha cobrado miles de vidas en esa empresa criminal; y es imposible no sentir a instantes cierta admiración por ese hombre, arquetipo de aquel mexicano que construye su éxito desde cero. Quizá el ejemplo más notorio de esta empatía se encuentra al final de la primera temporada (spoiler alert) la cual termina con Guzmán Loera resistiendo estoicamente la tortura psicológica que le confieren en la prisión federal en la que se encuentra, mientras canta “El rey” de José Alfredo Jiménez.
Para la segunda temporada, la trama toca un punto sensible que saca del trance al que mira, pues es cuando se desata la guerra contra el narcotráfico que inicia Felipe Calderón y nos recuerda los asesinatos y desapariciones forzadas de civiles que fueron acuñadas como “daños colaterales”. La presencia del ejército en las calles y el ingenuo combate a los cárteles, casi invencibles para ese entonces, hizo del norte del país y de gran parte de México, un territorio harto violento. Ver que el Chapo no era un héroe sino un villano, vaya, volver al terreno de la ficción, es un paso que ocurre con el transcurrir de los capítulos, sin embargo es interesante pensar que no todos los espectadores lo dan.
Y es que cuántos genuinamente admiran ese perfil de individuo, sobre todo, cuántos niños y jóvenes de grandes no quieren sino dedicarse a esa vida, cuántos desean convertirse en sicarios, halcones, distribuidores… derivado de esa narcocultura que se ha vuelto tan popular; y por qué no habrían de querer serlo si vivimos tiempos donde el narcotráfico casi se ha institucionalizado, sus dinámicas se encuentran insertas en la economía, la sociedad y la política del país. Un análisis podría confirmarnos lo que vivimos: el negocio del narco está mimetizado entre nuestra cotidianidad, en los rincones más inimaginables.
El domingo que México jugó contra Alemania el ansiado partido inicial de nuestra selección en el Mundial de Rusia 2018, me dirigía a una cita con mi padre para verlo juntos. A unas cuadras de mi destino, cerca de un mercado, vi a una madre que correteaba a su hijo de doce años que vestía una playera holgada, un short tres cuartos y una gorra de los Dodgers.
–¡Ándale, Jorge, que ya va a comenzar el juego!
La mujer esquivaba veloz a los transeúntes mientras su vástago (vi de pronto) caminaba, no le seguía el ritmo porque en sus manos llevaba una pistola de juguete (pero que se veía real) de esas que se cargan con pequeñas balas de plástico. Jorge miraba el arma como quien observa una moneda de oro, con una excitación hipnótica. Pensé que a él no le interesaba el partido ni convertirse en el próximo Chicharito o el Chucky Lozano, tal vez su imaginación trazaba la idea de cómo sería disparar una nueve milímetros real.
La felicidad del histórico triunfo de México no me quitó aquella imagen de la cabeza, menos mitigó mis cavilaciones que les dio varias vueltas al asunto. Cuando tenía la edad de Jorge, me atrevo a decir que más de la mitad de mi generación anhelaba ser futbolista. Veíamos los partidos con pasión y en los recesos o en las tardes de juego, intentábamos emular las jugadas de nuestros ídolos, en mi caso el Fantasma Figueroa, Carlos Hermosillo, Filippo Inzaghi, entre otros, que por supuesto variaban según la edad y la tendencia de jugadores. No sería hasta la adolescencia, a mediados de la preparatoria, ya que el físico nos decía que no tendríamos cuerpo ni condición física para ser futbolistas y los adultos nos metían en la cabeza la idea de madurar y pensar en ser ingenieros, doctores, abogados, arquitectos… que abandonaríamos el sueño sin rencores ni melancolía.
Hoy, en un México en extremo violento, donde alguien puede ganar hasta 20 mil pesos por ostentar el título jefe de sicarios o siete mil pesos por ser un asesino a sueldo, las aspiraciones de nuestra juventud son otras. El poder, la ambición, el dinero fácil, entre múltiples factores, pasaron de poner en las mentes de nuestros niños el meter los goles de chilenita ovacionados por multitudes a jalar el gatillo para asesinar a otra persona y ganarse el “prestigio” de ser los más cabrones.
Ahora que estamos en tiempos electorales, la mayoría de los candidatos promete erradicar esa violencia como si fuera cosa de sacar un chip y cambiarlo por otro, pero pocos reparan en las raíces familiares y sociales que tergiversaron los destinos de nuestra niñez. Mientras no se atiendan las causas de fondo y se trabaje de una manera constante e intensa, poco cambiará nuestra realidad.
Ojalá que en el futuro las calles vuelvan a llenarse de infantes que detienen el tráfico con piedras como portería y que los balones vuelvan a romper los cristales de las casas por tiros libres mal ejecutados. Que los gritos de ¡bolita!, ¡bolita!, ¡pásala!, ¡pásala!… ¡goooool! resuenen en lugar de los gritos de miedo; que los balones sean los que surquen los aires y no las balas. Que México llegue al quinto partido, que sea campeón del mundo gracias a esta y a nuevas generaciones, que los morros no quieran ni deban volver a tocar nunca más un arma. Crucemos los dedos.
Imagen: Adrian Boubeta