Sebastián Rangel Rodríguez
Observando las tendencias actuales respecto a los nacionalismos, tendencias de desglobalización como dirían varios autores, se puede decir que en el mundo impera lo que yo llamaría una crisis de identidad, tanto del individuo como de lo colectivo. El ser humano no sabe quién es como persona, como animal, como especie o como sociedad. Intenta ser lo que le han dicho que es a través de los años, todo esto por medio de educaciones, estructuras basadas en repetición pero carentes de entendimiento, de comprensión.
Es por eso que estamos ávidos de pertenecer, de sentirnos parte de algo, algo que nos rebase, que nos supere. De ahí que los discursos nacionalistas nos llenen la sangre de orgullo. Porque queremos encajar en algún lado. Esto provoca la pérdida de la unicidad inherente de cada ser humano porque, en la actualidad, todos queremos parecernos, creamos moldes, estructuras y estereotipos a seguir, las redes sociales alimentan esta crisis.
También provoca una crisis grave de espiritualidad, por ende, conceptos como xenofobia, racismo o discriminación son usados con frecuencia alrededor del globo. Es precisamente esta falta de espiritualidad la que nos separa de la naturaleza, nos hace creer superiores, dueños de todo. Como si todo fuera creado para nosotros y no con nosotros.
En general, cuando vemos a los árboles de un modo contemplativo, de admiración y no destructivo, cuando no los vemos como recursos a explotar, no nos importa realmente si son pinos, fresnos o ahuehuetes. Los respetamos por igual. Asimismo admiramos a los pajaritos que se posan en ellos, sin importar si son colibríes o golondrinas, los admiramos.
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Pero la falta de espiritualidad provoca que no busquemos el ser uno con la naturaleza, más bien la destruimos, la vendemos. Cuando se está en un camino de unidad, de ser uno con el todo natural, con la madre Tierra, todo se ve con amor y compasión. Incluyendo al ser humano per se, porque somos parte de la naturaleza misma, no estamos separados de ella, somos polvo de estrellas.
Entonces, no importaría si somos franceses, mexicanos o africanos. Seríamos uno como naturaleza. Seríamos unidad. Cada uno tan diferente como el fresno del abeto, pero igual de valioso. Seríamos hermanos. Habría amor.
La crisis de espiritualidad nos separa de la naturaleza y de nosotros mismos. Es una enfermedad. Atrevámonos a abrazarnos y a abrazar a la Tierra. Con amor. Con compasión. Con respeto. Somos uno con ella, así, sin dueños. Libres. Ni dominados ni dominadores. Unidad y unicidad. Equilibrio. Balance. Paz.
Imagen: Gregg Gorman/Flickr