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Desfile moreliano

Por Jorge A. Amaral

Ropa fresca, zapatos cómodos, un desayuno ligero, pocos líquidos para evitar las ganas de ir al baño, un lugar más o menos despejado y listo: a esperar que inicie el desfile del 30 de septiembre, la fiesta moreliana por antonomasia.

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Después de los ataques con granadas del 15 de septiembre de 2008, la afluencia a este tipo de eventos disminuyó considerablemente, y es que a la gente le daba miedo que fueran a repetirse tales hechos; lo que muy pocas personas han entendido es que ahora, más que antes de ese fatídico año, es mucho más seguro acudir a los festejos patrios del primer cuadro de Morelia, y es que, no sé si lo han notado, el Centro se vuelve un búnker repleto de soldados y policías de todas las corporaciones, sin los infaltables gorilas de traje negro o chaleco color café, gafas de sol, auricular blanco y cara de “quítense o los meo”.

Bueno, el asunto es que llegamos al Centro y sabiendo que el primer cuadro no era una opción para estacionar el carro, nos fuimos pasando a Tu Plaza San Juan, y es que un día antes las autoridades morelianas habían recomendado, en caso de querer asistir al desfile, llegar en transporte público, pero eso significa caminar varias cuadras, cuando no kilómetros, para llegar where the action is, al meollo del asunto, a donde está la gente, a donde se hace el borlote, pues como que ver a los contingentes partir de la Plaza Morelos o llegar bien aporreados al Monumento a Lázaro Cárdenas ya nada más esperando el momento de romper filas, pues como que no, como que hace falta esa dosis de lomos y nucas, los pisotones, el cuidar la cartera para no ser bolseado, el “con permiso” que nadie atiende, el empujón que a nadie gusta, el ponerse al niño o la niña en los hombros, no vaya siendo la tiznadera y se nos pierda. ¡No!, ni siquiera lo pienses. Pues no pero hay cada mamá pendeja que se la pasa tragando camote y los niños, bien gracias. ¿Y qué quieres hacer? No hay nada qué hacer.

Estacionarse, asegurarse de que el carro quedó bien cerrado, sin nada a la vista (hasta mi portafolio que contiene papeles, una agenda, mi Moleskine, un periódico y un libro puede pasar por maletín de laptop y eso basta para recibir un cristalazo), y ahora, a buscar por cuál calle podemos acceder a la Madero. Por fin, pero hay que hacer fila para pasar por el arco a fin de que los guardianes del orden se aseguren de que nadie trae armas blancas, pistolas, rifles, granadas, bazucas, tanques, un frasquito con virus del ébola, bebidas espirituosas, un churro o una grapa. 30 personas formadas delante de nosotros pero afortunadamente ninguna es terrorista ni narco, sólo ciudadanos comunes (algunos, además, corrientes) que queremos participar de la fiesta en honor del Siervo de la Nación, santo patrio del Valle de Guayangareo, “un ejemplo a seguir por todos los ciudadanos, un héroe cuyos Sentimientos de la Nación siguen más vigentes que nunca en aras de transformar a México y mover a Michoacán”, dijo en su discurso algún político pueblerino frente a 100 niños de primaria que fueron obligados a asistir al acto cívico en la plaza de la cabecera municipal. “¿Morelos? Sí, güey, el del paño en la cabeza. ¿Que ese no es Hidalgo? ¡No, baboso!, ¡Hidalgo es el pelón! ¡Ah!”, diálogo entre dos niños de primaria que escuché hace años en mi pueblo previo a un acto cívico en esta fecha, del cual yo sería orador oficial.

Foto tomada de 1aplana.mx

Por fin un lugar más o menos despejado en la acera, frente a Correos. Monos de traje y radio en mano corriendo de un lado a otro, policías conminando a la concurrencia a quedarse en la banqueta. Garbanza, churros con azúcar, sombrillas para la cabeza, paraguas, afiches patrios, gente caminando en busca de un espacio, lugares apartados, niños que no se quedan quietos, señoras con lentes de sol, señores con gorra o sombrero, camarógrafos, fotógrafos, reporteros de todos los medios locales, un cielo medio nublado que de repente se despeja y, cuando la gente empezaba a chiflar, el sonido de sirenas. El primer contingente.

Paso redoblado. Un, dos, un dos, un dos, una escolta en tortuosos tacones, más atrás, una banda de música que, hay que decirlo, sonaba bastante bien. Enseguida, Wilfrido Lázaro encabezando el contingente del Hache Ayuntamiento, saludando a un público que si lo peló, fue para burlarse de él, de sus obras de gran calado, de su suma de voluntades, de su discurso sobre un Morelia seguro donde los robos y los asaltos están a la orden del día. Pero hoy esto es Willilandia. Dicen que en el mero Centro está el comisionado Castillo, pero a ese pendejo ni quién quiera verlo; bueno, sí, para mentarle la madre y decirle que se largue de Michoacán, que no lo queremos, que los priistas lo soportan nada más porque no les queda de otra, no vaya a ser que los corran o salgan estelarizando alguna producción de La Tuta Films.

Ahora lo mero apantallante del desfile: los soldados y las corporaciones policiacas. Unidades artilladas, rinocerontes, fuerzas especiales, paracaidistas. Entonan cantos de tropa que retumban en la avenida y dejan a más de alguno con el ojo cuadrado. Algo se siente en el pecho, una mezcla de admiración y orgullo nacionalista; mi hija les aplaude con entusiasmo y yo estoy tentado a hacerlo pero recuerdo Tlatlaya, la guerra contra el narco, los daños colaterales de Calderón, cuando irrumpieron en casa de mis papás y yo, con mi esposa embarazada, no tuve forma de impedirles el paso (ahí su botín fue de una escopeta recortada y mi rifle Mauser de 1952 con el Escudo Nacional grabado en la recámara, una reliquia que ya sólo como adorno funcionaba). Entonces esa sensación en el pecho se me pasó y nada más me enfoqué en contemplar las armas que portaban y los vehículos (quiero un Humvee). Tocó el turno a los federales y la Fuerza Ciudadana. Uniformes impecables, armas relucientes, patrullas enceradas, motocicletas que me remitieron a A toda máquina, con Pedro (¡Pedrito!) Infante (también quiero una), pero el mismo sentimiento que han tenido muchos mexicanos a los largo de ocho años. Siguieron los bomberos y la Cruz Roja, de ésta, lo más vistoso fue una ambulancia modelo cuarenta y tantos; por lo demás, un tanto desangelado el asunto.

Ya de ahí siguieron los contingentes escolares y la mamonería de los guarros que prácticamente llevaban corriendo a los chavos preparatorianos y de secundaria. “¡Diez metros entre contingente y contingente!”, gritaba un gorila uniformado; “¡muévanse, no se queden!”, gritaba un energúmeno entacuchado y los directores de las escuelas y los maestros se miraban entre sí con cara de “de haber sabido, ni vengo”. “¡Oiga!, ¡déjenlos que desfilen, también a estos chavos los queremos ver!”, increpa al gorila uniformado un señor que estaba a un metro de mí; “señor, es que tenemos la orden porque si les damos mucho espacio la gente se nos viene a la zona de rodada y cierra el paso a los que viene atrás”, responde –para mi sorpresa– en tono conciliador y de manera educada, sin exaltarse.

Muchachos flacos y gordos, altos y chaparros; la mayoría de ellos, desaliñados y marchando con flojera, jorobados, con ganas de que eso acabe pronto. “Vámonos, estas ya son puras escuelas”, me dice mi esposa y estoy de acuerdo, además hay que adelantarnos al caos vial que se genera cuando toda la gente quiere dejar el Centro al mismo tiempo, aparte tenemos que hacer el súper y comer para luego irme a trabajar.

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