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Diario de un viajero X: ¿Y el seminario?

Seminario

Por Juan Martínez Prau

Regresé a Bilbao el domingo en la tarde. Había hablado con Marcela, la promotora cultural que estaba organizando una presentación en la Embajada de México en Madrid: “Cómprate una tarjeta SIM para que no te pase lo de la otra vez”. Salvo eso y la aparición de algunos personajes de un eventual futuro distópico, a quienes podía reconocerse por el uso de cubrebocas en supermercados, calles y aeropuertos, no había nada más de relevancia qué señalar.

Las noticias hablaban ya de una hecatombe en Italia. Marcela me dijo que no tardarían en cancelar todos los vuelos hacia y desde Italia; sin embargo, de la página de la aerolínea por fin pude hacer un cambio para volar directamente a Nápoles. Habría que ver si no podía, en efecto, llegar, pero el norte era el que estaba en cuarentena, no el sur.

Veía las cifras del coronavirus y pensaba que la malaria sí que era un problema de salud -con millones de infectados al año y más de 500 mil muertos-, por lo que con apenas unos cuantos miles de contagiados lo de Italia era un juego de niños. ¿Por qué nadie decía nada de la malaria? Porque las muertes tenían lugar en países pobres, jodidos, de África y Asia, y a nadie le importaba.

El presidente de Portugal había tenido un evento en el que saludó de mano a todos los presentes y uno de los muchachos felicitados ya era un caso positivo de Covid-19. Así que el político había decidido ponerse a sí mismo en aislamiento catorce días. No había más noticias del escritor chileno Luis Sepúlveda en los medios. ¿Se habría recuperado?

En penumbras

Cuando voy en el autobús camino a la ciudad, la señora Fabiola me avisa que ha rentado mi habitación, pero que tiene otra en un piso enfrente a la que ya ha movido las cosas que no me he llevado de viaje. Debo ir al Café Bosque Encantado que está en la parte baja del edificio donde me estaba quedando, pedirle las llaves a la chica de la barra del apartamento de la calle Ruiz Hidalgo y dejarle las que llevo conmigo. Me bajo hasta la estación de autobuses para no perderme y desde ahí comienzo a caminar. No hace casi frío y la gente va de aquí para allá, ajena a cualquier cuestión que pase en Italia o en China.

Como si se tratara de una especie de espiral involuntaria, que siempre trazo cuando no conozco bien el camino, rodeo el sitio al que voy, dando vueltas y vueltas por calles aledañas, para darme al final cuenta de que estaba a unos cuantos metros de la dirección a la que iba. No sé si por eso puede interpretarse como que me había perdido. Si es así, entonces siempre me pierdo. Deambulo desde lo más lejano a lo más cercano en espiral, como si fuera trazando un cerco que cada vez se hace más y más pequeño, hasta que hallo los lugares.

El apartamento está en penumbras. Por fortuna no hay nadie más. Dejo mis cosas en el cuarto, me cambio la ropa sudada y tomo posesión de la sala, que cuenta con una televisión. Pienso que debería bañarme pero antes salgo a comprar algo para cenar.

Creo que esto ya lo dije, pero le escribo a Leopoldo Etxeberria y no me responde. Lo llamo y no toma el teléfono. Se supone que mañana lunes inicia el curso.

¿Qué ha pasado con el seminario?

Pongo el GPS del teléfono y salgo temprano a la universidad para asistir al curso, pero no hay nadie en el salón del seminario y nadie sabe nada. Es extraño, en el resto de las aulas las actividades continúan con normalidad.

Camino por las calles del centro un tanto contrariado, sudando, acostumbrado ya a la fiebre, pero no a la conjunción de la calentura y el aire helado de Europa en invierno. A veces parece salir el sol y hasta un poco de calor se siente, pero en la noche o a la siguiente mañana ya está helando otra vez. Me estoy habituando también a la fatiga y al cuerpo alicaído que, no obstante, hace lo que debe hacer, como una especie de animal herido al que no le queda más que avanzar, porque el regreso es impensable.

Ya conocía Bilbao, así que decido descansar luego de algunos minutos y vuelvo rápidamente a la habitación, me cambio la camisa y el pantalón, y meto una carga en la lavadora. Me siento en el sillón, sintonizo un canal donde dan una película pero caigo dormido. Hacía cuánto tiempo que no veía la tele. Meses, quizá años.

Por la noche, Exteberria me escribe. He estado con problemas de estómago, una disculpa. ¿Qué ha pasado con el seminario?, le respondo. No contesta. A la media hora me llega por fin otro mensaje suyo. Ya me explicaría qué estaba pasando. ¿Y cuándo nos vemos? Me dice que está muy ocupado de momento, pero que tal vez durante la semana nos podríamos ver. ¿Durante la semana? No la chingues, Leopoldo. Estoy notando que hay mucha inquietud por esta cuestión del virus…, quise sonar neutral, así que si hay alguna eventualidad, si el seminario se aplazará o se va a cancelar, por mí no hay problema. Podemos comunicarnos por aquí o por correo electrónico, incluso trabajar a la distancia, pero dime qué está pasando.

Leopoldo dijo que a la mañana siguiente, después de revisar su agenda, tendría un espacio libre, ya fuera de las ocho de la mañana a las once o de las dos a las cuatro y media de la tarde. Podemos comer, si gustas. Opté por el horario del desayuno. Mejor saber de una vez qué es lo que había pasado con el curso por el que había pedido un año sabático en México.

Imagen: Carlos Reusser/Flickr

 

*Agradecemos al portal La Vida Útil por compartir estos diarios de viajero

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