Por Juan Martínez Prau
Los noticieros se pasan el día hablando de los contagiados en Italia y en Madrid, donde parece que se ha situado ya un foco de infección. Llevo tomando medicina para la gripa desde hace diez días y la fiebre no remite. Me parece factible el estar ya contagiado. A lo mejor Leopoldo tenía razón en guardar distancias.
El virus es alucinógeno. He tenido extrañas visiones por los efectos de la fiebre, una fiebre que no cede con nada. ¿O he empezado a desarrollar sin darme cuenta los síntomas del virus? Los hipocondríacos se sugestionan de tal modo que acaban con los padecimientos que creían tener. Lo que sería la secuela de pensar que la mente atrae las cosas.
En un primer momento, en Palencia, vino una especie de sombra de mi abuela muerta a exigirme, con un apretón de cuello, que no tardara mucho en reunírmele. Después, en Lisboa, vi al Cristo flotante del poema de Apollinaire, pero era más grande que los aeroplanos y no se iba tan arriba, hasta el cielo de París. Igualmente fue una imagen aterradora, aunque de modo distinto: no solamente fue excesiva y aplastante, sino que caí en la cuenta de lo que significaba.
No me ha traído nuevas visiones el virus, pero siento en mi cabeza y en mi cuerpo todo, que algo extraño ha entrado en él y que ha tomado control no sólo de lo que veo y de lo que siento, sino de algo más profundo que por ahora no soy capaz de definir ni de acertar a saber dónde reside. Lo que sé es que los virus no parecen de este mundo. Por algo Wells les da tal importancia en su novela de La guerra de los mundos.
Los virus, aunque suene tonto lo que voy a decir, deben ser una de las formas inmanentes de dios, de la inteligibilidad, de nuestra concepción del propio universo. El virus en este mundo es lo que en otro mundo es dios. Quizá todo, incluida la percepción, no sea posible sino gracias a un virus y no por la cacareada evolución del cerebro, de los cuartos traseros, de los pulgares, del uso de instrumentos, de la religiosidad y el simbolismo, y todas esas cosas con las que se busca explicar el sitio de primacía y obediencia en que se encuentra el ser humano en relación a todo cuanto le rodea.
¿De verdad estoy enfermo? Eso es seguro. Pero no sé si se trate del Covid.
Sueños de fuga
Me han cancelado también el vuelo a Nápoles, ahora no hay lugar de dónde salir a Egipto. Así que, antes de dormir, de caer rendido por la calentura, compro un vuelo a Rabat, la capital de Marruecos, desde Madrid, a donde había quedado de llegar con mi amigo Francisco, el editor de La Vida Útil. De ahí habrá algo para llegar a Hurghada.
Al día siguiente, el miércoles, voy al Ministerio de Salud a intentar practicarme una prueba de coronavirus. Hay mucha gente en espera para consulta y, además de que no puedo entrar, un doctor me dice en el pasillo: si tiene dificultad para respirar, fiebre, dolor de cabeza, quédese en su casa catorce días y tómese algo que le baje la temperatura. No hay pruebas suficientes. Pero me dije que no me sentía tan mal.
Al salir veo que había un Centro de Vacunación Internacional en la misma clínica, y que está vacío. Pido una cita para el día siguiente. Apunto mi nombre en una libreta. Si vamos a salir de Europa será mejor hacerlo lejos, a Asia, donde aún no hay tantos casos del virus, excluyendo a Japón y Corea. Compraré vuelos a otros lugares. Viajar, perder países. Escapar de aquí.
Pesadilla
Hablé de las dos pesadillas precedentes para referir una tercera, aunque esta última no fue tan nítida. Llegó en la noche, mientras me quedaba dormido.
Después de ir al Ministerio de Salud no me dieron ganas de salir de casa de la señora Fabiola ni de ir más allá del sillón, donde extendí una manta y me puse a ver programas en la tele. De lo que va de semana en Bilbao no tenido ganas de escribir ni de leer, ni de hacer nada. He estado cansado y con fiebre, toda la tarde, toda la mañana, toda la noche, toda la mañana, toda la tarde, viendo la TV, cobijado, sobre el sillón, siguiendo los Simpson y The Big Bang Theory en un español horrendo, como es el que hablan los españoles. Si no hubiera sido por Etxeberria ni siquiera habría salido.
Hacía al menos dos años que no veía la televisión. Había un capítulo de mujeres asesinas, una especie de recuento de cuanto ocurre en algunos expedientes policiales, y me quedé dormido. Me encontraba de golpe en Madrid, con Francisco Negrete, en su antiguo piso de Pueblo Nuevo, a donde no había podido llegar aún. Se supone que iría ahí el fin de semana. Él había salido y aún no regresaba del trabajo. Serían las cinco de la tarde y veía yo la tv, aunque supongo que en una casa de Francisco éste no debe tener ese aparato. Quizá si le pregunto me diga incluso que qué es eso. Así se las gasta este tipo.
Tenía calentura en el sueño y me desvanecía. Me quedaba dormido y estaba cerca de Puerta del Sol y avanzaba por la calle principal, pasaba el museo más famoso de España, como me lo presentase Negrete hacía casi siete años, el Museo del Jamón, y sentía que me iban siguiendo. Me metía entre las calles, me perdía entre sus esquinas. Veía algún nombre, Velarde, Valverde, una tienda de cosméticos, un bar que aún no abría… De pronto estaba más allá, por el Paseo del Prado, cerca del otro museo, no el Prado ni el Thyssen, el otro Museo del Jamón.
Era seguro que me venían siguiendo, la calle estaba casi desierta pero la poca gente que había me señalaba y cuchicheaba, y yo escuchaba ya el sonido de alguna sirena. Se oían los pasos de alguien que corre, no los míos sino algunos tras de mí. Continuaba corriendo pero no podía eludir a mis perseguidores, a quienes no veía pero cuya respiración casi podía presentir. Un auto casi me arrolla en el cruce por no esperar el verde. Entré corriendo en Atocha y me metí en un local comercial. La señora que lo atendía se me quedaba viendo fijamente pero no me decía nada.
Yo trataba de enfocarla pero entonces su rostro cambiaba de forma, ahora era una niña, ahora una joven, ahora una anciana, otra vez una señora de unos cincuenta años. El sueño se tornaba difuso. Iba en un tren, y aunque éste arrancaba mis perseguidores seguían detrás mío; estaba seguro que se habían subido al tren. Buscaba un coche cama, no tenía noción del tiempo pero debía ser de día. No era muy probable que hubiera un coche cama.
Encontraba uno y, sin saber cómo, atrancaba la puerta. Estaba agazapado sobre el propio lecho, y esperaba, esperaba que de repente la puerta se abriese. Cómo iba a saber yo que era un crimen tener fiebre y no acudir al médico. En el sueño veía como me atrapaban y me llevaban ante un juez y éste declaraba que mi irresponsabilidad era imperdonable y que debían meterme a la cárcel por atentado a la salud pública. Dos años de encierro, cinco años.
Acababa de ver hacía una semana o menos un programa en un restaurante chino de otra ciudad, mientras comía. Una pareja de hermanos aterrorizaba un pueblo andaluz de dos mil ochocientas personas y una de las comentaristas del matutino pedía el destierro para esos truhanes. No la cárcel, el destierro, el destierro, balbuceaba yo, depórtenme a México, pero el juez repetía que iban a ser cinco años.
Me había quedado dormido en el tren, o eso suponía cuando levantaba la cabeza y me encontraba en Bilbao, en la cama, no en el sillón, y un par de policías pateaban la puerta y trataban de aferrarme, en tanto yo buscaba escabullirme debajo de las sábanas y alejarlos con los pies, pero sin la energía suficiente por la fatiga y mi nula capacidad de respiración. Sobresaltado manoteé y me quité la cobija. No estaba frente al televisor sino en el cuarto. Era de mañana todavía. El techo del cuarto daba vueltas, y la frente y los ojos y las sienes y las mejillas y las manos me ardían. Aún sin reaccionar del todo pensaba que la policía iba a fincarme algún cargo contra la salud, que me hallarían y me juzgarían.
Traté de levantarme de la cama pero trastabillé. Tomé el vaso que había dejado en la cómoda y las píldoras, que ingerí con celeridad. Di un trago al agua y apenas pude respirar bien. Eso no obstó para que tomara la cobija de la litera de arriba, me pusiera las sandalias y caminara hasta el sillón. Con el control remoto prendí la tele y me puse a ver una versión autóctona de los Simpson. Era un capítulo muy tonto. Bart se enfada con Homero y pide su emancipación ante un juez, luego todo termina en un duelo con patinetas. Un comienzo interesante para un desarrollo absurdo, sin argumento, como los sueños, pensé.
Imagen superior: Flickr/Street Madrid
*Agradecemos al portal La Vida Útil por compartir estos diarios de viajero.
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