Por Juan Martínez Prau
Camino por las calles de Bilbao otra vez, sin rumbo ni dirección. Sé que en algún momento acabaré afuera del museo y podré conectarme de nuevo a Internet, porque el del apartamento donde estoy quedándome sigue sin regresar, pese a que le he dicho ya dos veces a la señora Fabiola que no sirve.
No siento la fiebre ni los mareos, ni la fatiga por el esfuerzo físico. Al menos algo bueno hay, además de las noticias de que por fin han cerrado el tránsito hacia Madrid. No veré a Francisco, ni presentaremos con Marcela el libro de poesía en la Embajada de México en España. Esas son malas noticias, quiero decir.
Ryanair acaba de notificarme que mi boleto a Marruecos, a Rabat para ser preciso, ha sido cancelado también. No he terminado de asimilarlo, pero de momento no me interesa, quiero ver la televisión, los horribles programas doblados al español de España, y comer algo. Ya después volveré a preocuparme de rehacer el itinerario, que quizá sea más difícil de cumplir de lo que había pensado.
¿Pensar en leer o en escribir algo?, ¿este recuento de daños, por ejemplo? Para nada. Es todo tan vertiginoso, hay tantas noticias con y sin sentido, que no puedo concentrarme más de cinco minutos en nada y, por las noches, no soy capaz de dormir. Es todo tan extraño, como si se tratara de un sueño lúcido, de una obra literaria, de ciencia ficción pura. ¿Cómo se despierta uno de esto si lo que consideraba real es un sueño en sí mismo?
Creer o no creer
Entiendo a quienes recelan de lo dicho en los medios. Sé de primera mano que un medio nunca publica nada si no favorece a alguien; sé que cada medio obedece a intereses particulares, y sé que determinados particulares impulsan cierta agenda. Pero no logro ver nada entre la madeja de noticias que hay, una mano, imaginar unos hilos. Todo es muy contradictorio, lo que seguramente quiere decir que existen distintas fuentes y que cada una pugna por colocar su interpretación de las cosas. Estamos en medio de una lucha de la cual sólo podemos ver los síntomas, pero no las causas.
Los propios periodistas son muy ingenuos. Hablan del periodismo como si existiera eso que en el siglo XIX se calificaba como la verdad, como si no estuviéramos inmersos en medio de versiones de los hechos. No hablo de fake news, hablo de quienes hacen tal o cual aserción porque los favorece, y que por lo general uno como reportero transcribe y da como noticia.
El presidente de un país puede decir que el precio del petróleo volverá a su cauce en los próximos dos días aunque sepa que es falso, y transmitimos eso como una noticia, que los lectores toman por verdad, así sea en ese momento. Ese presidente lo dice porque le favorece. No decimos que eso sea una noticia falsa, simplemente comprendemos que es su postura y que está velando por sus intereses.
¿Por qué entonces nos cuesta tanto entender que a mitad de esta epidemia todo cuanto dicen los medios puede no ajustarse a lo que realmente está ocurriendo? ¿Por qué tomamos sin hacer ninguna pregunta todo cuanto nos viene de parte de los gobiernos? ¿Pensamos que por la simple razón de que vemos que afecta a sus economías la recesión que se cierne sobre todos no hay alguien a quien esto favorezca? Somos muy ingenuos. Compramos el cuento de un murciélago, un murciélago chino. Y hay gente que en las redes sociales todavía pide que China se disculpe. Ni siquiera sabemos lo que pasa.
Comprendo a quienes descreen de cuanto leen. Es evidente que si se dice que China creó el virus eso sea desplegado por medios occidentales, medios “prestigiosos”, quiere decir, ni siquiera páginas apócrifas; y es obvio que si alguien afirma que fue Estados Unidos quien llevó el coronavirus a Wuhan lo publiquen los medios chinos y rusos, y asiáticos afines a ellos.
Dinamarca ha cerrado sus fronteras y un país cancela sus vuelos hacia Italia y España cada cinco minutos. El Reino de Marruecos, de mutuo acuerdo con España, se dice en un comunicado, ha prohibido la circulación de ferries y de aviones hacia y desde la península. En un día o dos, sino es que en unas horas, el territorio español será aislado por completo. Hay toque de queda en Italia, en China siguen sin poder controlar la epidemia y ya se ha extendido de manera peligrosa a varios países de los alrededores. No sólo a Corea o a Japón, que se niega a posponer sus Juegos Olímpicos.
Mi amigo El Brujo, que también trabaja en los medios y en una universidad, hablaba antes de volver a México de una de las posibles causas de la generación del virus como si tuviera la certeza de que era así, sólo porque una revista, Science o Nature, publicó que así era. “No, el Covid-19 no fue creado en un laboratorio, lo dijo tal publicación. Firmaron una carta 70 científicos de todo el mundo”. Vaya.
La leyenda de la ciencia nuevamente, como si esas revistas o esos científicos no pertenecieran a ciertas empresas y universidades, y no fueran financiados por ciertos sectores y como si por el hecho de afirmar una versión eso fuera ya verdad. “Eugenio, cuando tú en el sindicato necesitas la aprobación de algo, ¿no firman todos ustedes una carta diciendo que es verdad lo que ustedes han dicho, para que les aprueben su solicitud?” Me dijo que era diferente, que acá se trataba de científicos. Ah, vale.
Pero el origen del virus tampoco es importante. Quiero decir, lo es en cierta medida, pero lo más relevante ahora mismo es qué hacer con todo esto que pasa y no dejarse quitar las pocas libertades que aún nos quedan; saber reaccionar no sólo ante la enfermedad, que es innegable, sino ante los efectos y el empobrecimiento que suscitará. Eso es lo cardinal ahora mismo, porque la gente parece encantada con la idea de que la encierren, y aquí en la siempre fraternal y escéptica Europa todos empiezan a pedir mano dura, cierre de fronteras y que se castigue a quienes sigan saliendo a la calle. Tal como Italia acaba de comenzar a hacer, y como ya hacía China.
Nuevas caras
La señora Fabiola me telefonea para evitar que siga hundiéndome en una cascada de especulaciones. Me dice que ese día se quedará un tipo en el apartamento, que se llama Marco y que le avise si va solo o acompañado. Me parece inusitada la familiaridad con que la señora me habla sin más, como si fuese yo su ama de llaves. Usa el mismo tono que empleó cuando se dio cuenta de que había colgado ropa en el tendedero de la cocina: “Lavaste, ¿verdad?”. “Sí”. “Son tres euros, la lavadora no viene incluida en el precio por noche”.
En la TV, que he visto más esta semana que en los últimos tres años, dan un programa de una pareja de tipos de Escocia que viajan para comprar cosas viejas, las cuales venderán al doble o triple una vez que las hayan reparado. Lo curioso es que por lo general dan la impresión de que compran basura, a pesar de que tratan de explicarle a los espectadores por qué supuestamente tal o cual objeto debería costar mucho. Voy al baño y, en la taza, me doy cuenta de que no tengo ganas de cagar y sólo se me sale un pedo.
Abren la puerta. Me lavo las manos con el raquítico jabón que la señora ha dejado, un líquido que ni siquiera hace espuma. Cuando llego a la sala de estar me encuentro con un tipo calvo de unos 35 años y una mujer un poco más joven. Deben ser Marco y su novia, o una amiga. Saludan, dejan un par de maletas en su habitación y él me pide prestado el cargador para el teléfono. Le digo que está sobre la mesa, que lo tome.
Dice que irán a comer algo y salen del piso. Yo voy al refrigerador y veo la pasta que preparé a inicios de semana, el queso que no he abierto, el cuarto de jamón que aún me queda y los filetes empaquetados de pavo que compré, cuando creí que me quedaría todo el mes. No sé si me terminaré todo en un día y medio. Me lavo las manos, esta vez en la cocina, donde el detergente para platos parece más efectivo. Luego, en el colmo de la neurosis, voy por el gel con alcohol que me dio Etxeberria y vuelve a frotarme con él las manos. Acto seguido, me preparo una generosa comida con el spaghetti, dos filetes y las alubias que guardo en la alacena. Como y salgo yo también.
Camino a un café que tenga señal de Internet y pido uno con leche, que no es como el que sirven en México. El mesero es un muchacho argentino, de escasos 20 años. Al lado hay un local de pizzas, en el que un grupo de hermosas turistas nórdicas se toma selfies, sin el menor recato. ¿Por qué habrían de tenerlo? Son jóvenes y con seguridad se sienten inmortales, como uno se siente a esas edad, como Leopoldo decía.
Por más de dos horas veo las posibilidades que tengo para llegar a Egipto y acabo por comprar un vuelo a Hurghada, esta vez desde Viena, Austria, para dentro de tres días. Como no hay conexión directa desde Bilbao a Viena, compro otro boleto de autobús a Zaragoza y cambio uno de mis trayectos cancelados por un Zaragoza-Viena. El vuelo de Madrid a Rabat ya me lo reembolsarán o podrá cambiarse por otro. Perderé, sin embargo, el autobús recién comprado hacia Madrid.
El café se vacía poco a poco y cae la tarde. El frío que lleva el aire se deja sentir. Vuelvo al apartamento, eufórico por haber cambiado mi ruta, pero inquieto por las altas probabilidades de quedarme atrapado en España. Sigue sin haber Internet en el piso. La habitación de Marco, que la señora Fabiola me pidió monitorear, está cerrada. Si las habitaciones sólo se cierran por dentro, quiere decir que está ahí, encerrado.
No le doy mucha importancia y voy a ver la televisión, que se me está haciendo un vicio de nuevo, como durante la infancia. Me tomo mi ibuprofeno con paracetamol, el ciprofloxacino y hacia las tres de la mañana consigo dormir, sin soñar esta vez. Gracias, dios o virus, o inconsciente, o quien seas, por dejarme dormir sin seguir tejiendo conspiraciones en mi mente con el débil material que aparece por todas partes, gracias por no dejarme soñar con familiares muertos ni dioses hundidos.
Imagen superior: Flickr/Santiago Sito
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