Por Juan Martínez Prau
Hacia las nueve de la mañana me despierta la señora Fabiola, que llama a la puerta del cuarto en el que estoy. Dice que ha venido a hacer el aseo y a ver si Marco estaba. Me pregunta si ha venido solo. Le digo que no, que con una chica pero que de inmediato salieron del piso y que no volví a verles. Su habitación está cerrada y por más que la señora le telefonea y le toca o le grita su nombre, Marco ni sus luces. Me pregunta que qué me ha parecido. Le respondo que un tipo normal, amable, y ya, como cualquier otro.
La señora está preocupada por si Marco metió a alguien más en el apartamento, porque su habitación era sólo para una persona. Le digo que no puedo ayudarla, que es todo lo que sé, que estaba encerrado por la noche y que no vi si estaba solo o no. Cambia rápidamente de tema y me pregunta si me preocupa lo del virus. Le digo que no estoy del todo seguro, que me preocupa a veces y luego pienso que es una tontería. “A mí tampoco me preocupa, pero las rentas han bajado”.
Voy a la cocina a prepararme el desayuno y ella me insta a que me lo coma en la sala, viendo la tele, porque ya sabe que me gusta hacer eso. Después de limpiar un poco aquí y allá, recibe una llamada. Es su nuera, es de Francia, le ha telefoneado para saber si alcanzara a visitarles, pero ella dice que no, que tendrá que quedarse en España, aunque no se haya hecho efectivo el cierre de fronteras, el denominado confinamiento de todo el país.
No entiendo mucho de francés, pero lo estudiaba hace años, en la universidad, y me percato de que mi casera está mucho más preocupada de lo que dice. Le comenta a su nuera que ya ha decidido el País Vasco cerrar la región y que en cualquier momento se hará válida la orden, que no sabe qué hacer ni cómo va a ponerse todo, que tiene miedo de enfermar de Covid-19. Con una chingada, pienso, y a mí no me avisa de nada.
Veo mi teléfono, sólo para darme cuenta de que sigue sin haber Internet en el apartamento. Dejo el plato y los cubiertos sin lavar, guardo las cosas del desayuno y sin mediar palabra, salgo del piso, mientras la señora sigue hablando. “Adiós, Juan, que te vaya bien”.
Pienso que mi vuelo sale al día siguiente pero que tal vez para entonces sea demasiado tarde. Voy a buscar señal de Internet para corroborar cuanto la señora decía en su pésimo francés. O bueno, su pronunciación no era muy buena, pero sabía muchas palabras. Es sólo un día, me digo, un día más y desde Zaragoza salir a Viena para no quedar atrapado.
¿Gripa o malaria?
Mientras camino por las calles, nuevamente siento el calor recorriéndome todo el cuerpo. No he vuelto a tomar la pastilla contra la malaria. Se me ha olvidado. Otra vez vuelve esta sensación de cálida lasitud, de dolor de huesos, de cansancio y somnolencia, en la que me veo envuelto como en una nube de voluptuosidad: siento el aire, cada cambio de temperatura, cada modulación en el ambiente. Siento cada sílaba de la piel, pero por otro lado eso me lastima, y me desborda. Estoy cansado. Vuelvo a preguntarme: ¿Tengo algo de verdad o estoy sugestionado por toda esta gente, por los medios, por lo que se dice del virus a cada segundo?
Quizá me tome mañana una pastilla entera. Quizá no. Sé que la cloroquina es muy fuerte. ¿Qué tan fuerte? Se necesita una grajea diaria de 100 milígramos de doxiciclina para prevenir la malaria, pero de cloroquina se necesitan 300 milígramos por semana. Por semana. No es buena idea ingerir de golpe 300 o 500 milígramos. Podría intoxicarme. Dejaré de tomarme los antibióticos contra la gripa y continuaré con una especie de profilaxis contra la malaria. Al fin y al cabo estos medicamentos parecen no servir para el remix viral que he empezado trayendo desde el nuevo mundo y que debe haberse mezclado con las cosas que flotaban acá. ¿De verdad tengo algo más fuerte que una gripa? En México tampoco se me quitan las infecciones de la garganta, me tardan semanas, por no decir meses.
Me detengo de paso en una farmacia y vuelvo a preguntar por la vacuna contra la Encefalitis Japonesa, pero no la tienen más que sobre pedido. Y llega en una semana. Veré si hay en alguna farmacia de Viena, si el tiempo me lo permite, si el precio me lo permite, si las autoridades sanitarias de Viena me lo permiten. No pregunto si hay cubrebocas, por supuesto, los precios están totalmente fuera de toda proporción, y el peso mexicano ha comenzado a caer sin que pueda saberse a bien a qué se debe. Estaba casi en 20 pesos el euro cuando salí de México, ahora está en 23. Comenzó a caerse desde hace una semana.
Corroboro que ya han cerrado Euzkadi, además de La Rioja. Ya habían cerrado la Comunidad de Madrid. Paso frente a la estatua del Hermes que está en Gran Vía y veo su figura, volteando hacia el cielo, con el caduceo en la mano: ese bastón al que atraviesan dos serpientes que se entrecruzan. Veo que la aerolínea me ha mandado el parte de las nuevas cancelaciones de vuelos, pero en Rabat nadie me responde, no me quieren los del alojamiento regresar lo que había pagado por la reservación. Es dinero perdido. Cuando reservé, no pensaba en que podía no llegar por algún imprevisto, ahora me doy cuenta que todo esto está a punto de convertirse en un gran imprevisto.
Noticias sin fin
De regreso en el piso voy a prepararme de comer cuando me doy cuenta de que alguien se acabó mi jamón serrano, el queso sin abrir y dejó un filete. El teléfono, ahora caigo, casi no tiene batería y voy hacia la habitación de Marco. Está cerrada. Llamo a la puerta y nadie contesta. “¿Marco, ¿estás ahí? Tomaste el jamón de la nevera?”Marco sigue sin responder. Pero la puerta está atrancada, debe estar ahí. Empieza a fastidiarme esta situación. “¿Puedes pasarme el cargador del celular? Mi teléfono está por morir”. Nada.
Me preparo un poco de alubias con el spaghetti que queda y la única loncha que me dejaron. Sigue siendo buena cantidad de comida, pero no deja de molestarme que para estos tipos, cuya moneda cuesta ahora 23 pesos, sea así de fácil tomar mi jamón que para mí es caro y un queso que lo es aun más y comérselo como si nada. Ni después de ver un rato la televisión y acabar de comer el enojo se me pasa. Pienso también en los tipos del hotel en Marruecos que me han birlado lo que pagué. Toco fuertemente a la puerta de Marco, pero nadie abre. Está atrancada. Comienzo a dudar. ¿Se habrá ido y habrá dejado así la puerta, cerrada? ¿Y mi cargador?, ¿y el convertidor de corriente con el que se lo he prestado?
Empiezo a empujar la puerta, pero está taponada, así que sin pensarlo me abalanzo con todo mi peso y la aviento con el hombro. Se abre de golpe. Marco está en la cama, dizque dormido, porque es obvio que por el ruido debería haber despertado, pero ni se inmuta y sigue a lo suyo. Cargador y adaptador están en el enchufe junto a la cama. Y apenas un paso delante del umbral hay un pedazo de madera del quicio de la puerta tirado. Se ha roto por la presión.
Desconecto su teléfono. Me parece escuchar un ruido en el closet. Es obvio que no está solo y que la señora Fabiola tenía razón. Levanto el marco de la puerta y lo pongo en su lugar, pero no se queda por mucho tiempo ahí y cae de nuevo. Vuelvo a levantarlo y trato de que ensamble. No se ha partido, está despegado, solamente pero parece que los clavos que lo sostenían deberán reemplazarse. Me llevo mis cosas y salgo.
Tomo mi pasaporte, la cartera, la computadora, que echo en el morral. Lleno una botella de agua y voy a la calle, al café, a caminar, a conectarme, a perderme otra vez en noticias sin término.
Imagen: Flickr/Jim Valentine
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