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Diario de un viajero XVII: Adiós, España, adiós…

España

Por Juan Martínez Prau

He dejado de fumar hace unas semanas, pero siento necesidad de un cigarro y voy a una tienda de chinos, que son los únicos que en España te venden uno sin que tengas que comprar la cajetilla entera. “¿Sólo uno?”, pregunta el dependiente de ojos rasgados en su perfecto español, y le respondo que sí. “Cincuenta céntimos”, dice. Es curioso, esta tienda es de las pocas que siguen abiertas; me refiero a las que atienden oriundos de China. Con el virus, han sido los primeros que desde hace días comenzaron a cerrar. “Cerrado por vacaciones”, colocaron en sus puertas.

Hacia las seis de la tarde me llama la casera y temo lo peor. Me pregunta por Marco. Quiere saber si sigue en la casa.

– Creo que sí, pero tiene cerrada su puerta.

– Cuando llegues a casa dile que me llame, por favor.

– ¿Ha pasado algo? -le pregunto, y siento que mi voz dubita un poco, que se me va de lado, que se me resquebraja y se vuelve porosa.

– No, pero quiero que me llame; no lo he visto, no lo conozco, no sé si viene solo o con alguien más. En cuanto llegues dime si sigue ahí para ir a hablarle.

Pienso que la señora debe haber ya hablado con él y que él le ha dicho lo de la puerta, que le he tirado un trozo.

– ¿Qué es lo que pasa?

– Nada, Juan, estate tranquilo. De verdad que no pasa nada, es sólo que estoy acostumbrada a tratar a mis clientes, así como hablo contigo, que veo que eres un chico majo, y este tío no me responde ni ná.

– Señora, no sirve el Internet, en cuanto me aleje del café no habrá señal y no podré avisarle.

– OK, sólo dile que me llame para ir.

– Señora…

– ¿Sí?

– Creo que no es muy buena persona ese tipo: se ha comido mis cosas.

– Así hay gente que no respeta nada, ni las cosas ajenas. Hasta ahora, Juan -me dice. Y ahora sí estoy seguro de que esto último lo ha dicho por mí y no tanto por él. Cuelga.

Pasadas las seis y media ya está todo en completa obscuridad. El café donde me había sentado está frío. El teléfono se me apaga. Los pequeños grupos de turistas parecen haberse reducido desde que se dijo que iba a cerrar el País Vasco. Es absurdo quedarme aquí, sentado. La señora Fabiola debe estar esperándome en el apartamento con Marco, discutiendo los motivos para que haya roto su puerta y él diciéndole que no ha sido él, sino yo el que lo ha hecho. ¿En cuánto me va a salir el chistesito? Esta señora, como decirlo, es medio agarrada. No creo que desaproveche la ocasión para indicarme que deberá cambiar todo el marco, o que el quicio está roto y no suelto. Mínimo unos 50 euros, si no es que más. Antes de levantarme de la mesa pienso en las palabras que voy a decir.

¿Aceptaré que fue mi responsabilidad, diré que por un instante creí que ya se había ido de la casa con mi cargador y que por eso empuje la puerta? Pienso que ante todo debo hacerme responsable, pero dejándole claro que ese tipo se había quedado con mi cargador y que, luego de que pensé que ya se había ido, fue que intenté abrir su cuarto, por lo que debe compartir los gastos de reparación conmigo. No. No me van a creer. Y en todo caso ese sujeto puede argüir que él estaba dormido y que por supuesto no pensaba irse, que ha sido sólo cosa mía. Pero se ha comido un cuarto de jamón, un cuarto de queso y casi toda la carne. Hijo de puta.

Le doy un último sorbo a la taza, me levanto de la mesa y voy directamente a la barra a pagar. Camino lentamente pero sin interrupción. Tras unos minutos, cruzo el río y me doy cuenta de que ya no hay necesidad del teléfono: ya no me pierdo. Apenas acabo de aprenderme el camino cuando debo irme a la mañana siguiente.

Le echaré la responsabilidad. Diré que él lo hizo y será su palabra contra la mía. Que se vaya a la chingada. Si estaba escondiendo a alguien más que pague él también por la puerta, yo sí pensé que en realidad ya se había ido. ¿De verdad? Claro que sí, pensé que se había llevado no sólo el cargador sino el adaptador, que seguiría ocupando durante el resto del viaje. Me digo a mí mismo que debo pronunciar las cosas con más énfasis, para que sean más verosímiles.

Veo el callejón y reconozco el restaurante vegano que está exactamente debajo de mi apartamento. Comienzo a subir al cuarto piso. ¿Por qué estoy tan agitado? No es, de cierto, por estar subiendo escaleras. Cuando llego a la cuarta planta me siento sorprendido: todo está apagado. No parece haber nadie. Abro la puerta. Prendo las luces. Voy a la habitación de Marco, que también está en penumbras. La puerta está cerrada. Pregunto: “¿Marco, has cogido algo de jamón?”. Como nadie responde la empujo, levemente, y ésta cede. Huele a humo de cigarro, el quicio está en el suelo y la cama, destendida, está llena de botellas de cerveza. El cabrón se ha ido.

Voy a dejar mis cosas al cuarto. Tomo un baño y me pongo a ver la tele, antes de cenar. Recibo una llamada de la casera, a la que informo de que Marco se ha marchado del apartamento. Me dice que qué bueno, que si hay alguna novedad. Sólo le digo que hay botellas y colillas de cigarro por todas partes, pero que nada fuera de lo común. Colgamos. Voy y pego el marco de la puerta lo mejor que puedo. Arreglo mis cosas y vuelvo a ver la televisión. Mañana tendré que levantarme a las cinco de la mañana para alcanzar el autobús, que sale a las seis. Adiós adiós, España, pienso.

Imagen: Santi Molina/Flickr

En el relato anterior:

La sospechosa gripa

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