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Dios, la medida del dolor

Dios, la medida del dolor

Por Raúl Mejía

UNO

La muerte, dice el doctor Ezekiel (ver nota al final de este texto), es una pérdida. Nos deja sin todas las cosas que valoramos, pero vivir mucho tiempo también es una pérdida. La vejez nos hace vacilantes, transforma la manera en que las personas nos experimentan y la forma de relacionarse con nosotros y, sobre todo, en cómo nos recordarán. No como personas vibrantes, sino como seres débiles, ineficaces e incluso patéticos.

Cuando llegue a los setenta y cinco, dice Ezekiel, sabré que tuve tiempo de amar y ser amado, mis hijos estarán encauzados en sus vidas (…) habré visto a mis nietos y concluido los proyectos de vida (…) no tendré demasiadas limitaciones mentales. Morir a esa edad no será una tragedia. Incluso prepararé mi funeral y será un encuentro cálido de recuerdos divertidos (…) celebraciones de una vida buena.

Uno, como lector, empieza a suponer que el galeno saldrá con la clásica postura a favor de la eutanasia o el suicidio asistido, pero no. De hecho, está en contra de ambas prácticas y detalla sus motivos, sobre todo en el esquema de dar, a los enfermos terminales, una buena y compasiva muerte apoyados en los cuidados paliativos.

El escrito pasa revista a los derrames cerebrales, el alzheimer y buena parte del menú que la vida nos tiene reservado en caso de llegar a esa idílica adultez en plenitud. Su decisión es sencilla: no intentará prolongar su vida de manera artificial. Reducirá las visitas al médico de manera drástica y, en caso de sufrir un cáncer terminal o una enfermedad potencialmente mortal, evitará cualquier tratamiento que le prolongue la vida y reduzca la calidad de su existencia. Los cuidados paliativos y esas vainas son muy recomendables, pero nada de “denme otros cinco años y con eso me conformo”.

El doctor pone énfasis en la merma de la capacidad creativa luego de los 75: Es difícil generar pensamientos creativos porque no desarrollamos nuevos conjuntos de conexiones neuronales. Casi todos pensamos que nuestro caso se alejará de la información estadística media y que nuestra vejez será más inspirada que la de los demás.

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Ezekiel no pretende dictar cátedra ni que nos sumemos a su plan. De hecho, aclara no estar en contra de quienes quieran vivir más de esa cifra independientemente de las condiciones en que los hayan de vivir; si hay contingentes deseosos de vivir más, se les debe prestar atención y cuidados para cumplir su deseo. Expone dos conclusiones y las citaré textualmente:

“También creo que mi punto de vista evoca razones espirituales y existenciales que las personas desprecian y rechazan. Muchos de nosotros hemos suprimido, activa o pasivamente, pensar en Dios, en el cielo, en el infierno o si nos convertimos en gusanos. Asumimos el agnosticismo, el ateísmo o simplemente no pensamos acerca de si hay un Dios y por qué debería importarle a Él lo que le pase a los simples mortales.

También evitamos constantemente pensar en el propósito de nuestras vidas y en qué recuerdos dejaremos: ¿es perseguir el sueño de hacer dinero lo único que vale la pena? De hecho, la mayoría de nosotros hemos encontrado una manera de vivir nuestras vidas cómodamente, sin reconocer (y mucho menos responder) a estas grandes preguntas. Nos hemos metido en una rutina productivista que nos ayuda a ignorarlas y yo no pretendo tener las respuestas”.

Al final, se cura en salud. El humor -ese escudo contra las adversidades- puede permear incluso cuando abordamos temas tan serios como la muerte: “Setenta y cinco años es todo lo que quiero vivir. Quiero celebrar mi vida mientras todavía estoy en mi mejor momento. Mis hijas y mis queridos amigos seguirán tratando de convencerme de que estoy equivocado y que aún puedo vivir una vida valiosa por más tiempo. Yo conservo el derecho a cambiar de opinión y ofrecer una defensa vigorosa y razonada respecto a eso de vivir el mayor tiempo posible. Eso, después de todo, significaría dejar de ser creativo después de los setenta y cinco”. (Las cursivas son mías. RM).

En esta etapa histórica colmada de existencias irrelevantes, grises, opacas, pocos tienen los arrestos para reconocer que se pasaron cinco, quince, treinta, sesenta años de sus vidas sin la menor importancia. Aquí, en este momento, alguien graznará -y tendrá toda la razón: «pues depende de lo que entiendas por “una existencia sin la menor importancia” porque no todos pensamos como tú… por fortuna, perro».

Coincido. En esta fase histórica de la humanidad, todo “depende de” pero no tengo ganas de definir las vidas sin la menor importancia y menos tener la razón. Si algo me colma de flojera es eso: luchar por tener la razón o salir victorioso en una discusión pero, ya encaminados en ese terreno, les soltaré no una razón, sino algo peor: una doxa. ¿Qué tal? Luego de un punto y aparte va mi opinión (o sea, mi doxa).

Estamos apenas empezando un siglo en donde nadie debe sufrir ni decepcionarse, sino probar su trascendencia. Aspirar a que alguien se percate de nuestro paso por el mundo. De ahí arranca la tendencia de los libros de memorias de vidas magras. “Si te contara mi vida saldría una novela” -dicen y lo que sale es un legajo de anécdotas con la sana intención de transmitir a los hijos o nietos la glosa de una vida llevada al tope de la intensidad. Mmh… qué lindo.

La necesidad de trascender nunca había sido más intensa. Es tan anónimo nuestro transcurrir y tantas las oportunidades para constatar la medianía de las vidas de quienes conocemos (basta pasear por las páginas del feisbuc, twitter o tik tok para constatarlo… y tener la razón) que algunos nos ponemos intensos en experiencias sencillas pero no al alcance de la media nacional. Nos creemos eternos y sanos forever -o eso creemos, porque lo expresado por el doctor Ezekiel nos da una certeza delirante, idiota y generalizada: a nosotros no nos puede ocurrir una embolia, por ejemplo. Eso no puede pasarnos a nosotros.

La aspiración (y arrogancia) por dejar una memoria postrera es más acusada si el irrelevante tiene inclinaciones artísticas. El asunto es así: sin enfriarse del todo el difunto, los jilguerillos se ponen a graznar las cualidades del finado: “apenas pisaba un escenario y todo se iluminaba”. Si el muerto era un pintor es obvio que se merecía una capilla sixtina y será la eternidad quien valore sus lienzos (porque nosotros, obviamente, no).

Por pudor no consigno los excesos y cursilerías cuando el fallecido tiene tendencias literarias. Los conozco y son retechistosos. Sobre todo por la inconmensurable falsa modestia. Darían toda su muerte por los homenajes póstumos. Una hueva sublime.

Sólo por excepción leeremos algo como “murió haciendo lo que más amó en esta vida: ir diariamente a la oficina de las nueve de la mañana a las cinco de la tarde”.

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DOS

Ustedes no están para saberlo, pero yo sí para contarlo. Mi postura es parecida a la de Ezekiel, pero respecto a esas vainas de Dios… tengo otros datos. Creo en Dios. No sé qué carajos sea y no estoy seguro que Sea (Lennon dijo “Dios es el concepto a través del cual medimos nuestro dolor”) pero me fui decantando por su existencia cuando me quedaba viendo el mar u observando las estrellas, embelesado y pequeño preguntándome qué hay después del límite del universo. ¿Más universo?

Luego la vida me puso frente a las ballenas. Tan tranquilas y pacíficas, tan enormes, poderosas, amigables. Sólo un ser superior pudo crearlas. Me he pasado horas observándolas en el océano, me miraban con curiosidad. Las amo.

Pero esto arranca de más atrás y paso a contarles: en alguna mañana otoñal de la década de los ochenta del siglo XX supe de un tal Blas Pascal. De ese tipo tuve noticias porque demostró -a través del comportamiento de una columna de mercurio en un barómetro- el aumento o disminución de la presión atmosférica circundante.

Ese descubrimiento parece aburrido pero hasta ahora, no tengo la más remota idea de cómo le hizo para conectar el comportamiento del mercurio en un tubo y su relación con la presión de la atmósfera. De hecho, no tengo idea de cómo es posible que un foco se encienda cuando “prendemos la luz”… ni de la leche pasteurizada.

Blas no sólo era un matemático de altos vuelos o diseñador de calculadoras mecánicas. También hizo aportes esenciales en relación a la teoría de la probabilidad y un tipo muy dado a complicarse la vida. A él se debe una frase célebre feisbuquera o para el Tik Tok: “la razón debe seguir los dictados del corazón”… o algo parecido.

El chamaco fue un crítico del racionalismo y soltó sentencias preocupantes, por ejemplo, aquellas que excretó a algunos de sus amiguitos, quienes se quedaron muy preocupados por la salud mental de su compañero de juerga: ¿Saben qué, chicos? -preguntó y sus acompañantes dijeron que no. No sabían qué. Blas dejó caer, como si cualquier cosa, algo como “por vía de la razón es imposible comprobar la inmortalidad del alma, el sentido de la vida y la existencia de Dios”.

Cuando leí la frase de arriba me dije “pinche Blas, me plagió una de mis mejores conclusiones”. Por algunos años (no muchos) me creí el autor de una opinión muy similar, pero en materia de derechos de autor no hay lugar para las novedades. Llegué a la pascaliana conclusión por puro sentido práctico. No era la gran cosa esa frase y debería prohibirse dar crédito a comentarios tan pedorros. Sí, de acuerdo, lo dijo primero Pascal, pero no es nada impresionante ni para darle crédito.

Concluir que es complicado entender el sentido de la vida es una conceptualización a la cual llegamos sin haber leído ni un libro. Todos hemos llegado a conclusiones brillantes y luego nos damos cuenta de lo peor: alguien ya lo había pensado, publicado e incluso registrado en la oficina de derechos de autor.

Lo interesante de este rollo (si acaso tiene algo interesante) es lo de la existencia de Dios y -aunque la mayoría de quienes están leyendo este libro ya lo saben- mejor lo expongo de manera sucinta porque es el marco en el cual se mueve mi certeza (no racional) de la existencia de Dios.

Una década después de enterarme de la existencia de Blas Pascal, leí Diana o la cazadora solitaria, una novela del hoy ninguneado Carlos Fuentes. Ahí, en las dos primeras páginas, el autor se echa un rollo sobre Dios y su veleidosa conducta con los humanos. Dice Carlos y lo parafraseo: el Señor nos ofrece un valle de lágrimas en este mundo y, a cambio, en el más allá, nos espera la recompensa de la felicidad eterna. ¿Es este un buen arreglo? Antes de que Adán y Eva se pusieran rebeldes, el acuerdo parecía correcto, pero cuando ese par conoció a la serpiente del paraíso y ésta los llevó treparse al árbol de manzanas, pletórico de conocimiento y placeres las cosas se desmadraron. ¡Ay no no no no! ¡Eso fue un desbarajuste!

De entrada, los descendientes de nuestros primeros padres (Adán y Eva, por si se habían perdido) se empezaron a preguntar si era correcto mantener las cosas como las habían dejado los progenitores originales luego de haberse atascado de manzanas, conocimiento y cachondeo. Los hijos de Adán y Eva, muy azorrillados, empezaron a ser críticos con la autoridad. Consideraron prudente y justo lanzarle una pregunta toral a Dios, quien, hasta el momento de escribir estas páginas sigue muy enojado con la desobediencia de los padres originarios. La pregunta era “¿No merecemos una parcela de eternidad en nuestro paso por el tiempo?”

Así las cosas (recuerden que estamos tomados de la mano con Carlos Fuentes y la novela mencionada) pasaron varios siglos antes de asumir, como hombres de la postmodernidad (what ever it means), que “conocer la vida y vivirla bien es el supremo desafío a Dios en su valle de lágrimas” porque, a fin de cuentas, Él tomará venganza negándonos la inmortalidad a su lado.

Hasta aquí y desde mi modesto punto de vista, las cosas favorecen al autor de Aura; dejo de lado la posibilidad de que una vida en los suburbios del paraíso eterno tenga algo de divertido y para apantallarlos me referiré a un argentino famoso, venerado y sin vida real. El buen Borges escribió, en uno de sus cuentos (El Inmortal) lo siguiente: “Ser inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son, pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es saberse inmortal”.

Es sobrecogedora la última oración: lo divino, lo terrible, es saberse inmortal.

Joder.

Dios es “algo” muy voluble, incluso vengativo e indiferente. ¿Cómo puede permitir la miseria en el mundo, las guerras? Ya entrados en gastos ¿qué carajos es Dios? Nadie lo sabe de manera más o menos convincente pero uno puede ampliar sus dudas acudiendo a San Juan de la Cruz, quien, según Fuentes (y Roberto Sánchez, un amigo muy querido), es quien más se ha acercado a la inteligencia de Dios, pero el santo nos ha salido con el parto de los montes (si no saben a qué se refiere el famoso parto, busquen en Google). Así es amigos, luego de reflexionar toda su vida terrenal sobre el asunto, San Juan entregó el informe de labores a la sociedad civil: “Dios es la Nada suprema, y para llegar a Él hay que viajar a la Nada que no puede ser tocada o vista o comprendida en términos humanos”.

¿Es mejor portarse bien y no andar practicando el epicureismo con tal de vivir una vida eterna junto a Dios pero eventualmente aburrida? Eso me parece injusto y coincido con Fuentes: origen y destino deberían ser inseparables y -para que amarre- la memoria y el deseo deben ser nuestros pasos por el presente: “el futuro aquí y ahora…”

Punto final pos qué.

En seguida vienen las líneas que me hicieron reflexionar sobre Dios a mi manera: “Quizás Pascal, santo y cínico francés, es el único cuya apuesta salva, a la vez, nuestra conciencia y concupiscencia: si apuestas a la existencia de Dios y Dios no existe, no pierdes nada; pero si Dios existe, lo ganas todo”.

Para contextualizar el asunto, pondré aquí abajo el párrafo de Ezekiel que me sirve de pretexto para mis desvaríos:

Muchos de nosotros hemos suprimido, activa o pasivamente, pensar en Dios, en el cielo, en el infierno o si nos convertimos en gusanos. Asumimos el agnosticismo, el ateísmo o simplemente no pensamos acerca de si hay un Dios y por qué debería importarle a Él lo que le pase a los simples mortales. También evitamos constantemente pensar en el propósito de nuestras vidas y en qué recuerdos dejaremos: ¿es perseguir el sueño de hacer dinero lo único que vale la pena?

De hecho, la mayoría de nosotros hemos encontrado una manera de vivir nuestras vidas cómodamente, sin reconocer (y mucho menos responder) a estas grandes preguntas. Nos hemos metido en una rutina productivista que nos ayuda a ignorarlas y yo no pretendo tener las respuestas.

Yo tampoco tengo respuestas a semejantes cuestionamientos. Modestas opiniones, sí. Las grandes ideas me toman por asalto cuando lavo trastes y las olvido en cuando quiero recordarlas. He terminado por resignarme: lo mio es la modesta opinión y ésta la puse en práctica, de manera cotidiana (sobre todo en temas como el de Dios, la muerte, la soledad) cuando me fui a trabajar a otro país en donde pasaba mucho tiempo solo (y hablando solo; muy preocupante) sentado en la pequeña mesa de un bar a la orilla de un río y frente a un tarro de cerveza si era verano o vino caliente con galletitas si era invierno.

Dios, la idea de ese ente, abstracción o lo que sea, sí me ha ocupado un buen tramo de vida y desde hace muchos años me decanté por los puntos de vista de Pascal. A eso se le llama ser “acomodaticio”.

Creo en Dios, pero no creo que Él se ocupe de nosotros. Digamos que ha sido un padre un poco desobligado. Nos ha dejado hacer y deshacer; en lo más profundo de su alma (si acaso tiene) le valemos madres mientras la rolamos por el mundo.

No importa cuánto lo honremos, oremos y adoremos a través de nuestras construcciones conceptuales materializadas en instituciones para conectar con Él. A Dios no le interesa. La deidad anda en otras cosas. Son puras ganas de creer. Bien haríamos empleándolas en otros afanes. Lo que hagamos (bueno, malo, bello, feo, lo que sea) no le interesa. Un violador o un secuestrador (cimas de la miseria humana) puede arrepentirse de sus actos. Eso basta para obtener un “borrón y cuenta nueva”. No sabremos si ese documento de “la nueva cuenta” tiene validez en el más allá pero, al menos en el más acá, sí.

Aunque hace varias páginas confesé que ir a una iglesia a rezar y charlar con Dios me había ayudado en mi fase depresiva, ese asunto creo haberlo zanjado en mi fase de adulto en plenitud. Me pondré personal: a Dios no le importa cuanto haga. Tampoco me redime andar rezando, ni ir a misa. El ritual de los panegíricos cuando alguien se muere debe ser tan aburrido para Él de la misma manera en que a mi me aburren los rezos, las misas y los rosarios.

Es más: ya dejé por escrito mi rechazo a cualquier ceremonia religiosa cuando me muera. Ya bastante aburrí a mis deudos como para, además, torturarlos con plegarias por la salvación de mi alma y las remembranzas de mi valía cuando estuve vivo.

“Más sin embargo”, quiero creer que no me iré al infierno (odio el calor). Es más: nadie se irá al infierno pero no sé si al cielo. En algún lugar habremos de juntarnos y seremos iguales porque, a fin de cuentas, no tendremos un cuerpo con el cual andar haciendo “cosas prohibidas”.

Seremos una esencia, una no corporeidad y bueno, no hay datos sobre si las ideas o las esencias cachondean o les gusta coger. Sin cielo para echar relajo (e insisto: sin cuerpo) no le encuentro otro sentido a la eternidad salvo el aburrimiento, pero eso es un misterio irresoluble forever a menos que alguien del más allá venga y nos diga “apúrense a morir porque allá está poca madre el ambiente”.

Creo, pues, en Dios por lo expresado más arriba: el universo, el mar y, sobre todo, las ballenas. Esos mamíferos son obra de “algo o alguien” superior.

TRES

Ezekiel alude a nuestra negativa a reflexionar sobre el propósito de nuestras vidas pero lo voy a contradecir: casi siempre pensamos en ello y salimos raspados. Nada está o estuvo a la altura de nuestras vidas. En esta fase de vida, cuando no queda mucho por hacer a menos que acuda a los libros de superación personal para alivianarme, puedo decir que mi más ferviente deseo es ver a mis hijos (o hijes) satisfechos con sus vidas, sin el enfermizo deseo de cifrar la felicidad en las cosas materiales -pero sin exagerar porque ahorrar, tener resuelta la vida con suficientes recursos hace la existencia menos apremiante.

Me hace feliz ver a Carmina y Sara, mis nietas (viene otra personita en camino pero por ahora es un feto; cuando este libro se publique ya andará rolándola por el mundo) en hogares en donde se les ama y no las dejarán a la deriva. Me gustaría dejar en mis hijos, nietas, hermanos y amigos un buen recuerdo.

Les informo a esas personas en quienes me gustaría dejar un buen recuerdo que si bien tuve todos los sueños y frustraciones al alcance de la clase media mundial, la mejor etapa de mi vida ha sido esta como adulto mayor o vejete. Seguro es así porque no tengo padecimientos como para preocuparme. Sé que eso no va a durar, pero al menos en este momento, paso por mi mejor etapa. No me duele nada. Ya más adelante espero tener fuerza para decirles hasta qué punto la vida puede ser insufrible.

NOTA: Este es un fragmento de un capítulo de un libro próximo a publicar. En otra parte de ese libro di el dato preciso del ensayo del doctor Ezekiel Emanuel. Lo publicó en la revista The Atlantic en octubre de 2014. Lo tituló: “Why I hope to die at 75”. Les dejo el link.

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