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Editando a Martha Parada

 

Por Raúl Mejía

Luego de la entrega de la semana pasada sobre “los libros que no leeremos” recibí, de manera privada, comentarios de amigos y conocidos respecto a Martha Parada. La promesa de hablar de su libro (inconseguible) me permitió conocer opiniones y recuerdos de varias personas sobre la autora de Escribir es un trabajo.

Algunos me sugerían pusiera párrafos de su libro autobiográfico para saber, al menos, el tipo de escritura de esta mujer que un día decidió no publicar más textos.

Ahora bien, hasta donde recuerdo, Martha no publicó muchas ficciones. Desde el inicio administró su producción de manera metódica y cada texto sólo fue accesible para quienes asistíamos al taller de María Luisa Puga hace casi cuarenta años. Pocas veces supe de relatos impresos en algunas revistas, pero es generalizada la opinión en torno a la calidad de esta escritora secreta.

No recuerdo cuando empecé a escucharle decir “no me interesa luchar por ser leída. No tengo nada valioso por aportar. Prefiero el silencio, el cuaderno de notas y mi café”. No era una pose. Quienes (creemos) conocer a Martha sabemos lo lejos que está de esos desplantes de diva. Seguramente intenté disuadirla de esa decisión y convencerla de juntar lo escrito y armar un libro, pero no tuve éxito.

Martha Parada
De izquierda a derecha: Silvia Ordoñez, Toño Mendiola, Fernanda Navarro, Martha Parada, Lupita Maldonado, José Manuel Rodríguez, Raúl Mejía, Nuria Forcadell, María Luisa Puga, Lalo Aguirre e Isaac Levín (tomada quizás en 1986 o 1987).

No sé qué conjunciones estelares fueron necesarias para que aceptase ser parte del pequeño grupo que entregó las historias que se convirtieron en el desastre editorial reseñado la semana pasada en estas mismas páginas. Lo que sí sé es el efecto causado en su ánimo cuando el resultado fue tan lamentable: dejó de publicar, pero no de escribir.

En la “vidita literaria” de provincia, es irrelevante si un escribidor o escribidora anuncia su decisión de abandonar el oficio de la escribidera. En estricto sentido no se pierde nada porque no somos el mercado de lo que decimos preferir, prácticamente nadie lee a los autores locales y sólo por milagro se conocen dos o tres nombres sin que ello implique la lectura de sus textos. Si Valdo Árciga, Salvador Munguía, Ramón Lara, Cristina Bello, Armando Salgado o Leonarda Rivera anuncian en sus redes sociales el abandono de esa práctica, sólo los amigos cercanos lo lamentaríamos. No será noticia porque los escritores, en esta parte del bajío, no son noticia. Quienes leyesen esa declaración (y no cotizan como lectores fieles de sus ocurrencias) dirán “Ah, órale, chido; me vale madres”.

El asunto se hace más espeso si el tema es autobiográfico. Ese género es como la casa del jabonero: “el que no cae resbala” pero, aun así, estamos viviendo una fiebre de ese tipo de escritura (“la escritura del yo”, le dicen) y estamos seguros de ser usufructuarios de una vida tan intensa o divertida, que el mundo no se la debe perder.

En parte está bien porque nuestras vidas, por muy modestas, tendrán lectores y -con las facilidades de publicación del siglo XXI- cualquier cadete de la tercera edad puede publicar su vida para consumo de sus hijos, hermanos o nietos. Son esas vidas que parecen currículums para que los descendientes sepan lo arduo que fue llegar al sitio desde el cual lanzan “las leyendas del abuelo” o algo similar: normalmente, estos héroes nacen en situaciones precarias, familias modestas, se esfuerzan y empiezan a tener títulos, puestos en alguna empresa o en la burocracia y cuando están en el retiro laboral es hora de dar a conocer “el arduo camino a la cima” a los hijos, nietos, hermanos, familia y algunos amigos.

María Luisa Puga

Eso está bien. Me gustaría tener algo similar respecto a mi padre y mi madre. Unas vidas de lo más anodinas que, para mí, serían un tesoro.

Cada quien es libre de hacer con su vida un libro electrónico.

Hay otro tipo de personas, como Martha Parada, quien en el transcurso de escribir su vida fue capaz de armar un escenario de fondo en donde ella, como personaje, es parte de una novela en proceso y en ese periplo, “el fondo” es lo importante. Se dice fácil. No lo es. Se le conoce como literatura monda y lironda.

La habilidad o el don de lograr -con nuestras vidas narradas- un panorama que nos nombra o hace reflexionar como lectores es lo que hace que libros autobiográficos como el de Stefan Zweig, El mundo de ayer, sean lecturas que uno, como lector, agradece toda la vida.

Si pueden y les dan ganas, compren esa autobiografía. Una cosa linda de verdad. Es caro el libraco (incluso en Kindle) pero desquita cada peso invertido.

El asunto de la “escritura del yo” tiene cimas artísticas perturbadoras. Dígalo si no, el gran Emmanuel Carrère. Van los títulos de tres libros suyos para ilustrar mi osada opinión: Una novela rusa, en donde, al final, incluso le pide perdón a su madre por andar ventaneando los secretos de familia. Limónov, la biografía de ese controversial personaje ruso quien, al leerla, alcanzó a decirle al autor “te salió más o menos bien”. Y Yoga, una confesión personal tan intensa que su exesposa, en las reglas acordadas luego del divorcio, pidió expresamente que cualquier texto de su exmarido en donde la mencionara, debía ser aprobado por ella.

En el Carrère actual, todo es en primera persona pero, sin apenas percatarnos, el “yo” del autor siempre echa toda la luz sobre los hechos de fondo, sobre el otro o los otros y no tanto sobre su persona. Una maravilla de autor, se los juro.

Pues eso hizo Martha… y eso dejó de hacer: desplegar los recuerdos de su vida de una manera tal que terminamos conectados con las nuestras.

Una escritora inglesa que me cae muy bien (Zadie Smith) confesó en su libro Con total libertad, algo que le queda perfecto a la Martha. La parafraseo: la Zadie nos dice que cuando empezó a escribir una novela (no dice cuál) lo hizo usando la tercera persona y le parecía súper victoriana. En ese formato vivió una vida, una infancia, una historia alejadísima de la suya. La voz narrativa a veces descansaba en un profesor blanco, a veces en su amante, a veces en una alumna y que esa forma de escribir siempre le ha encantado: la que se abre paso en varias vidas que, por cierto, recorrían su existencia (la de Zadie). Luego confiesa que algunas experiencias de su vida las había metido en la trama de ese libro del cual no da su título.

Después de todo, siendo consagrado o no, ¿de qué puede un escritor escribir sino de su vida?

Martha hace justamente eso. Cierto: contó su vida, pero también escribió un texto en donde salimos nombrados muchos. Que no conozcamos ese libro va acorde con la decisión de Martha de no volver a publicar.

Dice la leyenda que quedó tan decepcionada con el resultado del proyecto que un día llegó a la oficina de literatura de la Secretaría de Cultura (Secum) y preguntó cuántos libros de su autobiografía había en existencia. Alguien de la oficina (El Cachorro, la Chivis o Ramón) le dijeron cuántos y, sin hacerla de tos, los compró todos. Otros decires informan que la principal molestia de la Martha fue porque le cambiaron el título. Ella propuso Beguin to beguin (aludiendo -supongo- a la rola de Artie Shaw) y alguien consideró más “comercial” el infame Escribir es un trabajo. Sea como sea, el libro desapareció de la faz de la Tierra. Pocos tienen un ejemplar.

Martha, además, era (quizás lo siga siendo) una escribidora de cartas excepcional. Las cartas, como género y como práctica más o menos cotidiana, fallecieron con la llegada de las redes sociales. La última parcela en donde el arte epistolar dio sus últimos aletazos fue a través del e-mail, en donde los escribidores aún le dedicaban tiempo, ganas y sentimientos a eso de contar y contarse historias. Conservo varias cartas en papel. Las sigo disfrutando en la siempre gratificante relectura.

Me pasa lo mismo con los e-mails intercambiados con Sergio Monreal, Gustavo Ogarrio, Roberto Sánchez, Jazzmine Aburto y Aleptz Zamora, con quienes tuvimos lapsos de comunicación epistolar reconfortantes. Luego, un día cualquiera, dejamos de escribirnos “como Dios manda” y nos instalamos en el minimalismo del whatsapp.

Martha, por cierto, ni en el whatsapp deja de escanciar literatura y sentimientos…

Y bueno, casi a punto de terminar este texto le pregunté al señor Valenzuela, director de la revista Revés, cómo podíamos hacerle para, a través de un archivo adjunto, leer algo del libro de Martha. Muy orondo me dijo “pues transcribe unos capítulos” y yo le dije “estás como trepanado, no mames”. La otra opción era tomarle fotos a unas páginas y ponerlas adjuntas al final de este texto, por si se animan a consultarlo. Decidí transcribir una pequeña parte para que conozcan un poco a esta mujer.

Va mi transcripción:

La veo sentada frente al televisor. Su abstracción no nace de la pantalla. A sus 77 años, las rodillas la sostienen con dificultad y el bastón de cuatro patas se ha convertido en extensión de su cuerpo. Al principio se negaba a aceptarlo, pensó que sólo de vez en cuando lo usaría, sobre todo cuando saliera a la calle. El calcio, que ha hecho una piedra monolítica de su columna, le ha jugado una travesura más en las piernas. Se llama vejez, y el bastón ya lo usa hasta para ir al baño.

Mi madre es vanidosa, una actitud común en las mujeres que fueron guapas o bonitas. Les queda ese rasgo, fundado por la mirada de otros. Las feas, nos enfrentamos a la vejez con menos resistencia: el salto no lo consideramos mortal.

A esta mujer que finge ver la televisión, la mimaron como princesa por ser única entre cinco varones. Después se casó con el más guapo del barrio y le fue ¡como en feria! ¿Querida, querida? Creo que mi padre la quiso; pero un hombre es un hombre ¿no? Y en 1950, las princesas sufrían por no entender la masculinidad de Tarzán.

Mi madre se acomoda los lentes para recordar que está viendo un programa asqueroso: reality show. Intenta convencernos que, después de los 77 años, ha dado su brazo a torcer y acepta sentarse horas frente a la pantalla. Finge ser quien no es para tener derecho a reírse, a no pensar y nadie le pida su opinión. Las discusiones no le interesan, las rehuye. No lucha para convencer a nadie.

Yo tenía dos años sin venir a casa y no sé cómo decirle que verla ahí sentada, con la mano sobre el mango del bastón, es casi como un sueño. Si lo hiciera arrugaría la frente y me cuestionaría: ¿qué te pasa? ¿Te sientes bien?

(…)

Mi madre, que se llama Isabel y su vanidad de mujer guapa no tolera que le digan Chabela, decide arrancar su mirada del televisor. Deposita los lentes sobre la mesa y pregunta vaguedades sobre mi vida. Nunca he mentido, pero las palabras que entrecruzamos, en ocasiones, sólo tienen la virtud de sustituir el abrazo. Como si el sol del desierto nos hubiera sacado púas, tememos querer con el cuerpo. Entre nosotras, el discurso siempre fue lo más importante.

Hasta ahí la transcripción.

¡Te mando un abrazo, Martha!

La próxima semana me ocuparé de Adriana Pineda cuyo libro, próximo a aparecer en la Editorial Morevallado, sí podremos leer.

Ojalá se le dé la difusión que merece.

Aquí las páginas: si le dan click a cada una, tendrán un tamaño más grande.

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