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El agravio del golfo y la apropiación de nombres también

Lo que enoja en relación al cambio de nombre del Golfo de México no es que un tipo poderoso quiera llamarlo Golfo de América sólo porque se le hincharon los huevos, sino la confirmación de una de las sentencias más conocidas de una chica llamada Hannah Arendt cuando se ocupó de un burócrata nazi juzgado en Israel y devino en la encarnación de “la banalidad del mal” -frase que sirve de subtítulo a su famoso informe conocido como Eichmann en Jerusalén.

La tal Hannah se refería a la trivialización del exterminio en el holocausto y un poco más: lo que sorprendía NO sólo era que entre esos sujetos (los que llevaron a cabo el asesinato en masa de judíos como si fueran aburridas y cotidianas jornadas de trabajo) hubiese gente muy mala, sino que, además, esos ejecutores fuesen tan pero tan pendejos, mediocres… tan normales.

PRIMERA PARTE

Seré cliché y predecible: si la banalidad del mal tenía a su representante más famoso en la personita de Adolf Eichmann… la versión más refinada de esa banalidad en los tiempos líquidos es Donnie Trump, el inefable agente naranja, la cima evolutiva de la banalidad del pendejismo (valga la redundancia).

Apenas se puede concebir: el hombre más poderoso del mundo se ocupó, por meses de la pertinencia de cambiarle el nombre a un golfo. ¿En serio en eso estuvo pensando el hombre con más poder en el mundo?

Bueno, no sólo en nuestro golfo. También le insinuó a Canadá la pertinencia de ser parte de la unión americana y le ofreció a Dinamarca una lana por un lotecito helado y desolado llamado Groenlandia.

Así es la banalidad del mal y la de los pendejos.

Por supuesto, los mexicanos nos enojamos cuando nos enteramos de la medida arrogante y de efecto inmediato. El agravio nacional obligó a nuestra presidenta a ocuparse del asunto en sus gustadas entrevistas mañaneras. Ahí, en el salón preciso, reactivó las clases magistrales de historia de su antecesor y nos dio a conocer la conclusión apta para nuestro nacionalismo herido: el golfo es nuestro y se llama “de México”.

Pues ok.

Cada quien sus golfos.

SEGUNDA PARTE

La realidad siempre anda en otra parte y esta vez se mostró en la forma de la orden ejecutiva 14172 en donde se determinó cambiar el nombre del Golfo de México con efectos inmediatos. Les recuerdo algo: en el pasado remoto (en Vietnam, por ejemplo) las guerras se ganaban si se tenía “a Dios de nuestra parte”. Hoy, basta con Google porque apenas despuntando el alba del 8 de febrero del 2025, todas las “delegaciones” de esa compañía afines a las ideas de Trump, aceptaron sin hacer comentarios ni extrañamientos el cambio de nomenclatura. Nadie se iba a poner delicado con el nombre de un golfo: “usted sólo díganos cómo se llama ahora ese reducto y listo, Mr. Trump”.

Con la banda latinoamericana y la “oficina México” de Google, las cosas fueron diferentes. La raza de bronce exigió respeto y nos lo dieron: si nuestro más ferviente deseo es conservar el logo “Golfo de México” podemos conservarlo y me consta: si se activan los algoritmos mexicanos a través de Google, sale Golfo de México; si se hace en buscadores gabachos, sale Golfo de América (no sé qué pasa en otros países). Antes de enviar esta colaboración a Revés, chequé el dato tecleando el nombre de nuestro amado golfo y ahí estaba. Sin cambios. Alabado sea el Señor.

¿Vale la pena litigar sobre eso en cortes internacionales?

No lo aconsejo.

TERCERA PARTE

Eso de la transitoriedad de los nombres o su cancelación no es nuevo. Por ejemplo, para los ingleses no existen las islas Malvinas.

¿Alguien sabía, hasta antes del año 1982 (cuando un tal Leopoldo Galtieri le declaró la guerra a Margaret Tatcher) en dónde demonios estaban esas islas? Se los juro por esta (+): yo no sabía. Me fui enterando a la mitad de ese año, unas semanas antes del mundial futbolero en España.

Pero un momento, entremos en sosiego: en el Reino Unido, no eran miles quienes sabían que unas islas refundidas en el mero fondo del globo terráqueo eran de la Corona británica. Muy pocos sabían su nombre: Islas Falklands y muchísimo menos ingleses sabían que esas mismas islas pedorras tenían otro nombre en Argentina: Islas Malvinas. ¿Cuál es el problema en todo esto?

Ninguno.

En el Google anglo, se llaman Falklands; en el latinoamericano, se llaman Malvinas y a muy pocos, salvo a unos miles de ingleses y unos millones en Argentina, a casi nadie le importa el nombre de esas porciones de tierra rodeadas de agua por todas partes. Es más: por mi pueden llamarse Malvinas, Falklands o Sílfides.

Ejemplos locales de la defensa de los nombres originales lo tenemos presente algunos adictos a la lectura en México. No pondré el nombre del aludido porque es muy conocido y sirve como trivia para los lectores de estas páginas el adivinar su apelativo. Ese sujeto famoso y un poco excéntrico, nació en un pueblo bicicletero del occidente nacional y en una célebre página suya nos espeta su micro orgullo matriotero: “Yo, señores, soy de Zapotlán El Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán, hace cien años. Pero nosotros le seguimos diciendo Zapotlán”.

Algunos recordarán el cambio de nombres a las calles de una colonia en Tultitlán. Una pasó de ser Miguel Hidalgo a Me Canso Ganzo (sic) y fue por los puros ovarios de la alcaldesa del lugar. Al final, la representante popular reculó y todos contentos.

Nomás para que vean el grado de impunidad con eso de ponerle nombre a algo: uno de los numerosos hijos de Elon Musk, el más pequeño de la dinastía, no se llama Golfo, ni Charles, ni Brad, ni Álvaro, ni Peter. El escuincle se llama X Æ A-12.

¡Háganme el cabrón favor!  ¡Así se llama!

Si en unos años el escuincle se rebela (cosa harto probable) y le dice a su papá, “no mames, jefe, me pasaste a perjudicar. En este momento yo me siento, en efecto, un auténtico X Æ A-12… pero en femenino, o sea, soy no binario con clara  tendencia fem”.

Todos aplaudiremos su decisión. Es cosa de esperar.

Elon Musk
Elon Musk y su pequeño X Æ A-12

CUARTA PARTE

A estas alturas del texto bajo su mirada, algunos lectores supondrán que soy un indolente y seguro los habré decepcionado. A esas personas me apresuro a aclararles algo esencial en materia de nombres porque quien esto les chismea también sufre agravios con ese asunto. Mi vida no transcurre en una cápsula de cristal o lejos del contacto con otros homínidos. No, amigos y amigas. Soy humano y nada de lo humano me es ajeno.

Va mi confesión reivindicativa: esa costumbre universal por referirse a los Estados Unidos como “América” sí me incordia, irrita y encabrona, pero es un enojo inocuo. Si me lanzara con una campaña en redes para cancelar la molesta costumbre del mundo entero por creer que Estados Unidos es América, estaría rindiéndole culto a la necedad aunque haya elementos de toda laya dándome la razón. O sea, no tiene sentido pelear por eso.

Pero no cambia mi ánimo justiciero y banal: me molesta lo generalizado de esa costumbre. ¿Acaso ese país no es tan sólo una parte de América? ¿Por qué entonces esa apropiación patronímica y continental?

Tengo dos explicaciones. La primera va por el rumbo de la economía de recursos verbales. Esa nación, como todos están enterados, se llama United States of América (USA) pero pocos en su sano juicio, en conversaciones cotidianas, se refieren a ese país por semejante nombre. Es demasiado extenso. Tampoco nosotros decimos “vivo en los Estados Unidos Mexicanos”. Ok. Vamos bien.

Los mexicanos adoptamos dos patronímicos para referirnos a los gabachos: uno es llamarlos “gringos”. Muy usado en el mundo, pero no de curso legal; y otro, muy educado: “estadounidenses”. Un vocablo sólo utilizado en español o alguna otra lengua romance pero fuera de los recursos lingüisticos del idioma de Shakespeare. Ningún gringo anglo se imagina utilizar esa jalada de “estadounidense” porque su transformación al inglés es muy complicada. Prefieren llamarse a sí mismos y de manera pragmática, “americans”.

La segunda explicación es más elaborada y contiene un elemento adicional respecto a si los gabachos realmente son los auténticos americanos del continente o son puros pájaros nalgones (puro cuento pues). ¿Lo hacen al amparo de un latinajo famoso cuya esencia es prior in tempore, potior in iure? En idioma mexicano clásico, eso significa “el primero que se agandalla algo, es el primero en disfrutar legítimamente de sus beneficios”.

Pues bien, desde hace siglos, incluso cuando Estados Unidos era apenas una promesa de futuro en las fantasías de algunos ingleses del siglo XVII, los valientes que se lanzaban a la mar desde el viejo continente lo hacían bajo la consigna de venir hasta acá con el fin de hacer realidad sus sueños de libertad religiosa. Su ruidosa consigna era “¡vamos a hacer la América!” Los primeros en llegar a la costa oriental gabacha lo hicieron allá por 1607 y se asentaron en Jamestown, Virginia.

Luego llegó, con tremendo éxito, otra banda en 1620 y hasta la fecha siguen siendo famosísimos. Me refiero a The Pilgrims fathers, quienes arribaron en un barco llamado Mayflower. Eran 102 sujetos y sujetas que fundaron un pueblecillo llamado Plymouth en el territorio actual conocido como Massachusetts.

Pues bien, la banda de los Pilgrims Fathers, para fines prácticos, se asentó en una zona conocida como Nueva Inglaterra (incluye a Massachusetts). Ya en ese tiempo, la consigna de “hacer la América” era algo de lo más normal entre la raza neogabacha. Humildemente lanzo una provocación sin sentido: “hacer la América” es el antecedente del Destino Manifiesto.

Y sí, los pilgrims junto con su prole calvinista, estaban al tanto de la existencia, allá abajo, en el sur profundo, de una estructura administrativa y religiosa, conocida como Nueva España. En ese tiempo, los morelianos no éramos morelianos, sino vallisoletanos.

México no existía.

Eso pasa con los nombres: existen y dejan de existir.

QUINTA PARTE

Ahora les narraré la anécdota en donde me puse intenso y en contra de esa insana costumbre de los gabachos por asumirse como “los meros americanos”. Seré breve: hace unos años el azar, la suerte, una sobrina bien conectada en asuntos internacionales y mi modesta (pero inobjetable) capacidad profesional, me permitieron trabajar en un lugar lejano y retebonito. Cuando llegué a ese país, apenas hablaba unas cien palabras y dominaba seis conjugaciones de la lengua vernácula. El trabajo me dejaba poco tiempo como para asistir a clases y aprender formalmente el idioma del país que “me abrió sus brazos”, pero apenas tenía una oportunidad, me apersonaba en el salón de clases.

Esa escuela parecía una versión regional de las naciones unidas, se los juro. En mi salón de clases había de todas las razas, sexos, colores, tallas, idiomas, humores y preferencias sexuales. De todo.

Cuando el tema lo ameritaba -y era muy frecuente- nos poníamos a hablar de otros países con el fin de practicar nuestros avances en el idioma local, pero el país y la cultura más mentada, comentada y admirada era la estadounidense. ¿Cómo se referían a ese país? Pues claro, le decían “América”. Siempre, en cualquier caso. A toda hora. En cualquier circunstancia. Estados Unidos es América y punto. Lo mismo pasa en las pelis, las novelas, la cotidianeidad. En todo. Estados Unidos es América.

Hubo una clase en donde esas alusiones me agarraron extremadamente hormonal o quizás la incipiente andropausia empezaba a hacerme su víctima favorita. Ese día andaba muy sensible a los agravios continentales y pedí la palabra luego de pasar varios minutos escuchando a rusos, chipriotas, japoneses, españoles, alemanes, franceses y marcianos felices e indolentes graznando cosas como “en América, aún se puede conseguir el sueño americano”, “el mejor jazz del mundo se toca en América” o “sin los americanos, la OTAN vale chetos”.

 Ya me tenían hasta la mismísima madre y decidí poner un “hasta aquí” a las provocaciones internacionales.

La profesora me otorgó el derecho de hablar y solté lo sopa con mis rudimentarios conocimientos de la lengua local: “¿Qué les pasa, babosos? Estados Unidos no es América. Es PARTE de América. México también es América, Perú, Ecuador, Guatemala también. Estados Unidos NO es América, carajo”.

La raza me miró con la atención que un tragón hambriento le dispensa a un taco de tripas doraditas. De verdad se preocuparon. En ese tiempo, conceptos como Woke, Visibilizar, Cancelación, Normalizar, Romantizar, Apropiación Cultural, Invisibilizar y cuantos se acumulen en esta semana, empezaban a ganar terreno y los estudiantes, todos, eran no sólo de alto nivel económico, sino cultural y además eran adictos a lo políticamente correcto, lo “polite”.

Ahí estaba, frente a ellos, un mexicano enojado por “la indebida apropiación cultural/patronímico/continental de su origen”. Yo era una víctima. Representaba a tooodos los mexicanos en particular y latinoamericanos en general. También estaba fúrico, lo que se llama fúrico.

El cuchicheo internacional en torno a la postura oficial frente al reclamo del mexican encabronated estaba en proceso. Al final, en nombre de la concordia ecuménica y de todos los alumnos abusivos, nombraron a la bellísima Delphine Delamare para ofrecerme la disculpa grupal. Dejaron de decir “América” sin problema. Optaron por decir “USA” o “the States” y la clase continuó alegremente.

Al día siguiente todo volvió a normalizarse y “América” la volvió a rifar bien machín. Una batalla, la mía, sin sentido pues. Mejor nos acostumbramos a ello. A fin de cuentas, antes de nosotros asumirnos como mexicanos (aproximadamente a partir de 1813), ellos ya eran “la América”.

¿Tiene sentido enojarse por eso?

Si uno quiere vivir con un humor del nabo, sí. Tiene sentido. Total: cada quien sus necedades. Mientras no afecten la marcha del mundo, va bien. Hasta los necios tienen lugar en sociedad -incluso llegan al poder por la vía democrática y su reino parece no tendrá fin. Más adelante les digo por qué.

Antes de pasar a otra arista del tema de los nombres les diré algo sobre Delphine Delamare, la francesa de belleza perturbadora con quien hicimos “una bonita amistad”: cuando la conocí y me dijo su nombre le dije “No mames ¿en serio te llamas así?” y ella modosita, contestó moviendo de arriba a abajo su cabecita de lindos y rubios cabellos. Yo tenía noticias de otra Delphine Delamare, activa de 1822 a 1848, pero salvo en la hermosura de sus presencias, no había comparación entre ambas. Mi compañerita Delphine siempre me pareció una mujer guapa de manera ofensiva, fresa, conservadora y brillante en clases. Muy diferente a la Delphine del siglo XIX.

SEXTA PARTE

Volvamos a nuestras costas y mares: ¿a quién le importaba el nombre de esa “extensión de mar que se interna en la tierra, rodeada por cabos o puntas de tierra” conocida como Golfo de México? A nadie o a muy pocos, pero cuando esos pocos llegaron al poder hace unas semanas, la necedad se ha expandido de manera generosa. Trump es un miembro distinguido de esa corriente de pensamiento: la pendejez. La versión 2025 de esa corriente filosófica viene en forma de dueto: una presidencia y una copresidencia (no confundir con la vicepresidencia a cargo de JD Vance, la “versión ilustrada del trumpismo y de quien en otras entregas nos ocuparemos).

Elon Musk funge extraoficialmente como copresidente aunque, formalmente, es parte del Departamento de Eficiencia Gubernamental de Estados Unidos… pero la mera verdad, la misión al corto, mediano y largo plazo de Elon es más precisa y ya está dando frutos: manipular las mentes de la humanidad en los próximos años y sus empeños van muy adelantados. Ya tiene a varios millones de terrícolas lobotomizados y listos para hacer cuanto se les ordene. Sobre todo a la hora de emitir votos en las elecciones -si son democráticas esas elecciones, mejor; es más fácil su manejo.

Hoy, según las Sagradas Escrituras (Google versión anglo), el Golfo de México es de América gracias a la arrogancia de esos sujetoides que hacen las cosas nomás porque pueden hacerlas y todo lo demás les vale madres. ¿Tendrán un límite? Pues ¿cómo les diré? Esto es como la física y las matemáticas: teóricamente se puede viajar al futuro o a la velocidad de la luz, pero en la práctica está un poco complejo.

Con Trump y una pléyade de pendejos gobernando docenas de países en el mundo bajo los preceptos de las ocurrencias autócratas, las cosas son más complejas que alcanzar la velocidad de la luz. La noción de “límite” para esos bárbaros sólo es concebible mientras el romance entre Donnie Trump y Vlady Putin se mantenga en el modo “manita sudada”. Si pasan al formato conocido en el mundo entero como “se quieren y no son novios” (en donde ya pueden retozar y “cogerse cariño”) podemos asumir lo insoportable: ya valimos chetos. No seremos sino clientes y observadores del show en ciernes: la pelea del siglo entre la dupla Trump/Putin contra el imperio chino. Pagaremos por ver. Los boletos se venderán en Amazon.

Mientras ese crush se concreta, nuestro golfo existe sólo en pequeños espacios cibernéticos y al mundo le importa un comino. Es como si mañana nos llegara la noticia del cambio de nombre del estrecho de Ormuz. ¿Sabe usted dónde se ubica esa cosa? Yo, lo confieso, me metí a Google para saberlo. Si la semana próxima Trump excreta una orden ejecutiva e informa a la humanidad “queridos ciudadanos del mundo, a partir de marzo próximo el Estrecho de Ormuz dejará de llamarse Estrecho de Ormuz para pasar a denominarse Estrecho Bóngoro Quiñá-Quiñá”, será una noticia chistosa, pero fuera de eso, a nadie le importará.

Pero tranquilos, el agente naranja se mete sólo con los países fácilmente “buleables” y los aborígenes de esa zona del Golfo Pérsico no tienen un sentido del humor tan desarrollado y chispeante como el de nosotros: cuando se enojan se ponen bien intensos.

A ver, seamos realistas, pero exijamos sólo lo posible: ante el despojo impune de nuestro golfo ¿podemos hacer algo?

No. Nada.

O si: esperar a que el próximo inquilino de la Casa Blanca quiera regresárnoslo a cambio de un chapito… y tampoco pasará nada.

FINAL

Dato curioso y colofonario: la hipótesis personal sobre la lobotomización de los humanos a cargo de Elon con otros amiguitos suyos bien siniestros y expresada es un escenario surgido en mi ánimo bajo el influjo de dos libros leídos recientemente: un ensayo documentadísimo de Anne Applebaum: Autocracia S.A. se titula. Publicado en 2004 en editorial Debate, y las últimas páginas de una novela de Giuliano da Empoli: El mago del Kremlin, de la editorial Seix Barral, publicado en 2023.

Está bien cañón lo que ya está en marcha. Si se animan a leer esos dos libros se meterán en profundas e incómodas reflexiones… pero es necesario pensar en ello.

Al menos eso: pensar.

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