Por Raúl Mejía
No sé si fue Nietzsche, Hegel, Dostoievsky o Gumaro -el mecánico que le afinaba los autos a mi papá- quien soltó la demoledora frase “Dios ha muerto”, pero desde entonces las cosas no fueron las mismas. Sin el temor a Dios, todo empezó a relajarse y está bien. Digo, no hay cambios estructurales sin lastimar corazones, instituciones, almas o culturas.
La frase -plena de sentido y muy revolucionaria- condujo al nihilismo y uno, como ciudadano normal, hubo de esperar más de un siglo hasta que nos la tradujeron al lenguaje vulgar, único canal de ayuda cuando la vida pierde justo eso: el sentido.
Bien presente tengo yo el momento cuando capté la esencia de Nietzsche.
Fue en 1987 y los del grupo Timbiriche recién habían lanzado su álbum número siete. En ese acetato viene una joya del lirismo profundo. Me refiero a la canción titulada Ámame hasta con los dientes en donde viene una línea perturbadora, trascendente, polisémica: “Todo es tan relativo, amor ¿no lo ves?”
Y sí. Con la muerte de Dios y la frase de Timbiriche todo se me acomodó. El misterio fue develado: ya no hay valores; ya no hay forma de confiar en nada. ¡Todo es tan relativo!
Hecho el marco conceptual arriba descrito, paso a decirles que el sábado estaba bien aburrido. La saudade me invadía, el ajedrez no me motivaba, el calor era infame y mi vida no tenía sentido. Fue cuando pensé: “invitaré a unos amiguitos para charlar del sentido de la vida”.
Horas después y de manera voluntaria se apersonaron en mi domicilio dos solidarios amiguitos. Es difícil rechazar una invitación a charlar si va de por medio un Glenlivet 18.
La charla transcurrió normal. En algún momento dado les escancié una oda sobre la tuba. No el instrumento musical, sino la exótica agua fresca de tuba, original de África y con soberbios aportes en México gracias a los buenos oficios de una entidad pequeña como lo es Colima. ¡Ay, la tuba! Una delicia fuera de todo parangón: con su manzana y nueces picadas, sus cacahuates nadando en la frescura de un brebaje hecho a base de palma de coco. ¡Yomi, yomi!
Se ofrece en dos presentaciones: pura y compuesta. Aquello es un orgasmo líquido, fresco y celestial -terminé mi exposición con un lamento: “Es una lástima que no la puedan probar”.
Pero al día siguiente, el domingo, esos mismos compañeritos pasaron a mi casa, nos echamos unos huevos rancheros y enfilamos el auto para disfrutar del partido del Barsa contra el Valencia y ¿qué creen? Pues sí. Ocurrió un milagro digno de la morenita del Tepeyac: sobre la Avenida Universidad y a la altura del panteón municipal, un modesto negocio móvil se cruzó en el camino de tres sujetos de tres nacionalidades: Sylvain, Yacine y quien esto les escribe. Por supuesto, enfrené violentamente mi Fiat F500 y les dije: “¡Por Tutatis, amigos míos! A pesar de Nietzsche y sus augurios, el milagro se ha realizado: Dios sigue existiendo y la prueba científica de su presencia se cifra en un hecho incontrovertible: probarán el agua de tuba”.
En efecto, estacionado a la vera del camino estaba un triciclo cargado con unas ollotas de barro inmersas en hielo y perladas de frescura ofreciendo ese brebaje olímpico a la sociedad moreliana. Honestamente, mientras nos aproximábamos al negocio me preguntaba si eso era un sueño o sólo un delirio a los que ya casi me acostumbro. Alrededor del vehículo estaba una señora de aspecto respetable con su hija y dos nietecitos con toda su atención puesta en sendos vasos pequeños de tuba.
Nosotros hicimos lo propio: pedimos tres vasos grandes. Con ellos en nuestras manecitas, observamos la turbulencia del líquido a contraluz y luego, con parsimonia y delectación, los disfrutamos. Aquello era un festín tropical. Mis amigos no paraban de soltar ardientes (pero muy frescos) reconocimientos a la frescura del fluido color ocre claro. El dueño del negocio, un señor entrado en años, nos miraba divertido: “¿No les apetece un refill, caballeros? –preguntó el buen hombre y dijimos, al unísono y como changos amaestrados, que sí. Volvimos a observar los vasos copeteados de tuba con su manzana y nuez en pedacitos y los cacahuates nadando despreocupadamente en la superficie. Estábamos a punto de dar el primer trago cuando escuchamos a la respetable señora soltar algunos improperios: “¡pinche viejo ratero, no es posible que sea tan abusivo!”
Nosotros, juaristas de cepa, no nos metimos en el diferendo, pero cuando llegó el momento de pedir nuestra cuenta, hasta los calzones se nos bajaron:
-Son trescientos pesos, gentiles caballeros -nos dijo con la tranquilidad propia de la tercera edad. Nosotros, estupefactos y siguiendo el protocolo de estos casos, repetimos la frase pero en su versión híbrida, es decir, en el código admirativo/interrogativo:
-¡¿Trescientos pesos?! -berreamos al mismo tiempo.
-Sí, trescientos pesos -se mantuvo incólume el CEO del triciclo cargado de ollotas de tuba.
-¡Oiga, eso es un abuso. Bájele de huevos a su codicia -le espeté indignado.
-¿Por qué no preguntan primero cuánto cuesta el agua de tuba, pendejos? -nos preguntó y nosotros no atinábamos a digerir el confianzudo lenguaje del rústico empresario.
“¿En serio nos dijo pendejos?” -se preguntó Yacine pero no alcanzó a preguntarnos a nosotros porque la voz de la señora respetable ocupó todo el campo auditivo dirigiéndose a su perpleja hija:
-Y tú, pendeja… sólo a ti se te ocurre pagarle cuatrocientos pesos por cuatro pinches vasos piteros de agua de no sé qué chingados.
-¿Cuatrocientos pesos? -baritamos al unísono, como si eso ayudara a aclarar el asunto.
-¡Vamos a madreárnoslo! -recomendó la señora- ¡Somos cinco contra uno!
(Sylvain, un francés que parece vikingo hizo un rápido cálculo aritmético percatándose de que habíamos sido incluidos en la coalición guerrera).
Por su parte, Yacine, un sujeto que es una extraña mezcla de japonés, marroquí, francés y mexicano, acudió al expediente del diálogo intercultural:
-¿Por qué no pone un aviso para advertir que su pinche agua de tuba cuesta cien pesos el vaso?
-¡Porque no me da la gana, pinche güero hijo de la chingada! –contestó el aludido. Yacine nomás parpadeó repetidas veces sin saber cómo reaccionar.
-¡Insisto: vamos a madreárnoslo pus qué! -inisitió la doña, quien buscó algo en su bolsa que fungiera como arma contundente; nosotros empezamos a valorar positivamente la propuesta bélica.
-¡Mejor le tiramos los cacahuates y las nueces, con eso escarmentará! –exclamó Sylvain en el más puro espíritu de la Liberté, Égalité, Fraternité que en México sirve para pura… en fin.
-¡A mí me vienen pelando la riata, cabrones! -nos ilustró el vendedor de agua de tuba y sacó una vara de membrillo que blandió amenazante haciéndonos retroceder como medida precautoria (cuenta la leyenda, duele muy feo ser golpeado con esas varas).
A nuestras espaldas, la señora respetable seguía invitándonos a responder como hombres ante el abuso:
-¡Vamos a partirle su pinche madre al viejo! -graznó y se le fue a los madrazos al anciano. Aquello fue una batalla que reunió a varios transeúntes que ya conocían los abusos del señor de la tuba. Algunos animaban a la ñora para que lo amarrara al triciclo hasta que llegara la autoridad; otros trataban de separar a la hija que ya se había apoderado de la vara de membrillo y le atizaba al tubero. El empresario, enardecido, reclamaba equidad: “¡Aviéntense de una por una cabronas, no sean montoneras!” -gritaba con una mitad de coco en las manos que amenazaba con lanzar como obús en las cabezas de las féminas armadas con la vara de membrillo y algunos cacahuates. Nosotros optamos por correr, meternos al auto y enfilar con rumbo al oriente para ver el partido del Barsa.
No pagamos nada.
El tubero se movió de lugar. Cuenta la vox populi que siguió abusando de la ciudadanía por el rumbo de las colonias Chapultepec (hay como cuatro) y de manera aleatoria en algunas calles de Altozano. Al final, las autoridades municipales lo declararon persona non grata y se mudó a la playa de Maruata, en donde el vaso de tuba lo vende a quince pesos. Se comenta que cuando los miembros del cabildo moreliano tuvieron en sus manos el destino del tubero y como buenos conocedores del sabor de la tuba -y de qué lado masca la iguana también- incluso propusieron subsidiar con fondos ciudadanos el brebaje traído de Colima porque era una pena dejar sin esa delicia a un municipio como el jardín de la Nueva España. Se llegó a considerar un precio al alcance de todos: veinte pesos.
El mercado neoliberal (hoy abolido por decreto) es complejo y voluble. Para el tubero, traer los insumos de esa delicia fresca desde Colima justificaba cobrar cien pesos por vaso; en esa tesitura, los morelianos nunca probaremos la tuba. Para el vendedor era correcto cien pesos; para el mercado de aguas frescas, no.
¡Todo es tan relativo!
Termino mi perorata melodramática con otra historia de la vida real: una amiga trae no una, sino dos hernias lumbares. Le salieron en cuestión de diez segundos. Digamos que empezando el año iba caminando por la plaza Capuchinas y “¡toing, toing!”, le salieron sin previo aviso. Ella sólo exclamó “¡ay, ay!”
Los galenos demoraron tres meses en descubrirlas y en aventurar diagnósticos. Ella, en el límite de la paciencia, exigía la lleváramos a que le hicieran una limpia de huevo y, ya encarrerados, una de pirul.
Anna –así se llama esta extraña mezcla de rusa, canadiense, gringa y mexicana- no sabe qué hacer.
¡Todo es tan relativo!
Unos doctores recomiendan operar, otros que no porque está cañón meterse con la columna vertebral; los veganos le recomiendan yerbas de olor, los jipitecas acupuntura, los despistados medicina tradicional y sus papás le piden que regrese a casa -ya sea en Toronto con su mami o en Moscú con su papi- que le perdonan todos sus errores y desvaríos académicos.
Ella sigue con dos hernias lumbares.
No hay forma de creer en algo. De tener certezas. A eso nos condujo la muerte de Dios… y Timbiriche se hizo cargo del resto.