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El arte de defenderse: comedia negra y mucho karate

Ya desde Faults (2014), el director y guionista Riley Stearns anticipaba el humor crudo y no pocas veces violento que le gustaba mostrar en la pantalla. En ella, un charlatán del control mental venido a menos es contratado por unos angustiados padres de familia que desean retirar a su hija de una secta religiosa. La película mostraba, muy a su manera, los resultados del enfrentamiento entre el libre albedrío y los mecanismos control impuestos por la sociedad.

Para su segundo largometraje, El arte de defenderse (The art of self-defense, 2019), el cineasta texano mantiene el tono. Incluso podría decirse que lo lleva más allá, porque ahora la confrontación se desarrolla dentro de un dojo de karate. Casey es un treintañero solitario que tiene como única compañía a un perro salchicha. Una noche, cuando sale a comprar alimento para su mascota, es atacado por una pandilla de motociclistas. Gravemente herido y decidido a evitar que la situación se repita, Casey se inscribe a unas clases de karate. Después de algunos tropiezos iniciales, su autoestima mejora notoriamente, hasta que se da cuenta de que tanto su maestro como el lugar al que diligentemente asiste, son mucho más de lo que aparentan.

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Es posible encontrar algunos puntos en común con El club de la pelea (Fight club, 1999). Ambas comparten este despliegue de masculinidad tóxica del oficinista retraído que encuentra en la violencia nocturna una solución temporal a sus problemas. En la cinta de Stearns, Casey (Jesse Eisenberg) y el sensei (Alessandro Nivola), representan dos versiones muy distintas de la masculinidad. En medio de ellos, a modo de espectador, aparece Anna (Imogen Poots), cuyo elevado concepto de las artes marciales se ve opacado todo el tiempo por el machismo imperante en el lugar.

Es ese mismo ambiente en el que se desenvuelve Casey. Las bromas sexuales de los compañeros de trabajo y la camaradería cargada de testorerona de las clases nocturnas, se refuerzan con los absurdos e hilarantes conceptos que, a modo de sentencias, recita el maestro de karate acerca de su ideal de hombría y de su contraparte, las mujeres. Tener cierta clase de perro, poseer un tono de voz, golpear a los débiles y aprender un idioma como el ruso o el alemán, son para el sensei compromisos ineludibles de la masculinidad.

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Casey entra rápidamente al juego. Encuentra cierto placer en el dolor y no puede salir a la calle sin portar su arbitraria cinta amarilla (muy pronto convertida en cinturón). La víctima muy pronto se convierte en victimario cuando comienza a golpear a borrachos indefensos afuera de los bares. Pero el verdadero cuestionamiento del estricto decálogo del sensei no llegará hasta que la muerte de un ser querido lo obligue a replantearse todo el asunto.

Debajo del absurdo que permea en cada una de sus escenas, El arte de defenderse ofrece algunos apuntes interesantes sobre el machismo y la violencia. Pero es también una versión retorcida de Karate kid (The karate kid, 1984), con todo su humor involuntario convertido en sarcasmo. Es una película silenciosa, sin música que dirija las sensaciones del espectador, una imperdible comedia negra con altas dosis de karate.

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