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El canibalismo epicúreo de Raw

Un automóvil que es embestido por una chica en medio de la nada, sangre despedida sobre un grupo de novatos estudiantes de veterinaria, un perro que husmea la entrepierna de una joven en pantaletas, el corte de un dedo anular en un accidente doméstico, la joven que devora el encarnado dedo con morbosa degustación, disímil paseo por la carretera en espera de la saciedad, el canibalismo siendo burdamente exhibido a través de teléfonos móviles, la chica tratando de alcanzar un cadáver en una zambra orgiástica, voraces mordidas nocturnas a un trozo de carne cruda, incruenta riña de roídas, hambre, sangre en la nariz y en los labios, sangre por todos lados, sangre a siniestra, un baño de sangre, glóbulos rojos, hemoglobina y un caballo al fondo trotando día y noche.

 Julia Ducournau, guionista y directora de Raw (2016) entiende que el cine es una continua búsqueda de imágenes vírgenes, nuevas, auténticas, aún no pervertidas por una industria cinematográfica cada vez más alejada de su extraño lirismo y que desconfía de esa procura primitiva suya, la de trascender a la verdad de los hechos y las personas, modificándola, dramatizándola, hasta transformarla en una verdad superficial. Raw no es una película frívola en este sentido, no es un drama enfatizado por el vegetarianismo, el canibalismo y la humillación, sino que alcanza, de una manera más poética —y al mismo tiempo sintomática— al espectador. La historia de Justine (Garance Miller) una joven vegetariana que durante el ingreso a la universidad y bajo las degradaciones de las novatadas de rutina, se convierte en caníbal tras comer un crudo riñón de conejo, encontrando refugio —y saciedad— en los tejidos de sus inmediatos.

Algo tiene que ver el personaje de Justine con aquél del Marqués de Sade, en Los Infortunios de la Virtud (1788), que presenta por todas partes al vicio triunfante y a la integridad como víctima de sus sacrificios; en Raw, encontramos también esta dualidad, siendo Alexia (Ella Rumpf) quien es presa de los sofismas más atrevidos y perversos, mientras que Justine es envuelta en la desventura y las sumisiones más irresistibles. Dos hermanas que se encuentran, casi sin reconocerse, en la inmediatez de lo salvaje. La película franco-belga juguetea con esta dualidad y la aumenta sin fragmentarla del todo, los personajes son complejos, no tienen límites como tampoco encuentran la moral en sus usos y costumbres; la única creencia, valor y práctica es la voracidad, que está muy por encima de las instituciones y los aparatos ideológicos.

Personajes incorrectos, alejados de la estabilidad social, contiguos al regodeo, los impulsos, el hartazgo y el hedonismo, el placer como fin y fundamento de la vida, y en la que el cuerpo —en este caso el estómago— es el receptor del goce que las hace humanas, y es precisamente éste el acierto de Ducournau, puesto que revitaliza al género dulcificándolo, alejándose de filmes en donde el argumento está al servicio de la sangre, como en Cannibal Holocaust (1980), Ravenous (1999), We‘re Going to Eat You (1980), A Taste For Women (1967) y BrainDead (1991), aproximándose mucho más a la comedia negra y surrealista de Jean Pierre Jeunet (Delicatessen, 1991), la tensión sexual y los deseos literalmente carnales de Claire Denis (Trouble Every Day, 2001), el extraño sentido de la realidad de Boris Rodríguez (Eddie: The Sleepwalking Cannibal, 2012). Julia Ducournau converge al cine caníbal a lo compasivo y le otorga sentimientos conscientes y manejables, como la solidaridad, el afecto y la empatía, bajo el fiel compromiso con determinadas y fuertes causas antropófagas. Sumerge a un par de caníbales en un campus de veterinaria en donde todo hiede a carne cruda, en donde todo puede pasar bajo los influjos del apetito de carne humana.

Un gore con feromonas, de entrepiernas frondosas y jóvenes, de bocas prestas y pigmento hemoglobínico, de severas mordidas en el miembro y sendas expulsiones de vómito y sensualidad.

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