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El cepo del trabajo

Por Gonzalo Trinidad Valtierra

Instrumento hecho de dos maderos gruesos, que unidos forman en el medio unos agujeros

redondos, en los cuales se asegura la garganta o las piernas del reo, juntando los

maderos.

 

La necesidad es un mal, pero no hay ninguna necesidad de vivir sometido a la necesidad.

Epicuro

 

Yo también quiero participar de las risas y de la verdad, como Epicuro. Pero me resulta imposible, quizá por necesidad, librarme del cepo del trabajo que ciegamente hemos aceptado como un bien y no como el peor de los males. Pues el trabajo debería ser retribuido ante todo con la felicidad de ver crecer las cosas a las cuales uno les ofrenda su tiempo, su carne y su vida.

El trabajo también está entregado a la muerte de quien día tras día en incontables jornadas desgasta su energía. Así como la muerte de las cosas es conforme a su destino, también la muerte de los hombres. El trabajo es un camino a la muerte. Pero no me digan que muera en beneficio de mi dueño, no soy menos que un perro. El trabajo debería hacernos más humanos, no degradarnos.

De manera que la sentencia de Epicuro:

Eres en tu vejez tal como yo te animo que seas, y has comprendido bien en qué consiste buscar la verdad para uno mismo y qué buscarla para la Hélade. Te felicito.

                   sea aplicable a todos en nuestros últimos años. En virtud de que el trabajo para uno mismo y para la sociedad haya sido repartido equitativamente. Tanto como la búsqueda de la belleza. O la verdad. Los placeres. E incluso el dolor. Pero no es así. Trabajamos en beneficio de una visión del mundo que no nos pertenece. No nos beneficia. No nos engrandece.

Simplemente, nos aniquila.

Es la condición humana, el trabajo. A la manera de Sísifo. El trabajo moderno (en el que la mayoría de las personas nos desempeñamos tarde o temprano) es una negación de la vida. Sobrevivimos gracias a dosis inverosímiles de estoicismo. El pesimismo arrastra a unos al suicidio o la locura. Al colapso nervioso o, en algunos casos, a la esquizofrenia. A la mayoría los conduce a la mediocre ilusión de bienestar y felicidad.

Otros tantos agradecen a Dios por el trabajo que les proporciona comida y techo. Los que tienen hijos, y conocen el hambre, darían un brazo por el trabajo que fuera, incluso si se trata de una esclavitud disfrazada de virtud. Cada caso es complicado. En cuanto a mí, que no tengo hijos, ni Dios, me resulta insoportable ver a un bruto feliz cada quincena con su cheque, con la mente embotada de todo lo que imagina que podrá hacer en cuanto el reloj marque las seis.

Por eso sostengo la noción de un trabajo vivo en oposición a un trabajo sistémico. Una lucha entre organismo y sistema. Un trabajo vivo sería, por ejemplo, el de un campesino. En contacto con la tierra y las cosas que crecen. Con el tiempo vital del mundo. ¿Muy romántica la idea? Qué les parece esta otra.

Un proyecto editorial o radiofónico en el que la visión del mundo no es unívoca. En donde no existe una sola forma de pensamiento. Ni un manual de corrección ideológica. No hay, véanlo de esta manera, un cepo que sujete al trabajador a un proyecto ajeno a su visión del mundo; al cual sólo aporta su vitalidad para mantener un sistema en funcionamiento. Una colección de engranajes donde todo debe funcionar al mismo ritmo. Un pulso muerto. Un reloj. Ah, el reloj es tan preciso, tan exacto y tan matemáticamente elegante, además de ser circular lo cual lo vuelve estéticamente atractivo.

Pero el reloj no es un organismo.

Vivo sería un trabajo que promueva la creatividad y recompense a los creadores de manera justa. El trabajo vivo no debería consumir como baterías la vitalidad de las personas; todo lo contrario. Debería alentar esa vitalidad creativa. O por lo menos darles la oportunidad de que sus vidas no giren en torno al discurso del éxito profesional. Tan desgastado a estas alturas que cada vez que encuentro a un entusiasta de la empresa siento cómo mis intestinos se apresuran a emitir su opinión.

Así funciona el trabajo entregado a la productividad. A través de la coerción. La vigilancia. El castigo. La recompensa monetaria. La consecución de un fin ajeno a los trabajadores (llámense obreros, ingenieros, licenciados) y muchas veces opuesto a sus intereses. Que, por debajo, en el subsuelo, requiere de hordas de hombres entregados a la miseria. Y a la corrupción de la vida humana.

Recuerdo a un amigo mucho mayor que yo. En una ocasión, al amparo de los tragos, confesó su dolor más profundo. Por la manera tan seca en que lo dijo, no pude creer que estuviera fingiendo, o que por otro lado se tratase de un exceso proferido, en parte, por el demonio del alcohol. En su ahogamiento había mesura y sobriedad que sólo el dolor verdadero expresa. “Mi hijo ha tenido todo, se lo he procurado, todo, menos un trabajo. Lo intenta una y otra vez. Pero no tiene trabajo.”

Es lamentable, también, que los años se consuman ociosamente. Que las fuerzas de desperdiguen como una parvada de pájaros. Cuántas vidas se ven así extinguidas en la más burda mediocridad.

Los hombres están condenados a procurarse sustento.

El grito del cuerpo es éste: no tener hambre, no tener sed, no tener frío. Pues quien consiga eso y confíe que lo obtendrá competiría incluso con Zeus en cuestión de felicidad.

La tragedia se abre camino cuando hombres dispuestos a no padecer el hambre no hayan la manera de ganarse dignamente el sustento. Peor aún, se ven arrebatados de sus medios para sobrevivir, de su tierra o sus talleres. Se encuentran atrapados. Tienen que recurrir a toda clase de ardides para sobrevivir. Sobreviven gracias al crimen, en muchos casos. Como han tenido que sobrevivir los hombres a través de la historia. Humillados, por millares, cohabitan con la fantasía del éxito que todos los días se les inculca en la televisión, y de la cual están proscritos.

Mientras tanto, otros compiten todos los días por mantenerse atados a la corbata con que van asfixiando sus días en la monotonía de la computadora. En construir pirámides ajenas. Dispuestos a lidiar con enfermedades que en unos años los volverán tan inútiles, inservibles y superfluos —remedos de trabajadores exprimidos hasta el tuétano— como un bote de basura.

Es esa la clase de trabajo que nos espera. Salvo algunos afortunados. Y no hay remedio que nos exima de las galeras de diseñador a las que, igual que al ganado, todas las mañanas nos enfilamos. Mientras el cáncer se alimenta soterradamente de nuestras fuerzas. O enfermedades cardiacas se desarrollan como larvas. El estómago se atiborra de porquerías. Y todo para seguir trabajando en bien del progreso y la prosperidad material que nos llevará, indudablemente, a una tumba oscura.

Soy enemigo de las cifras. Pero creo que cualquiera puede consultar los efectos que el trabajo asalariado tiene en la salud. Sumado a eso la pérdida del bienestar para el trabajador ha empeorado las cosas. Yo no conozco, y dudo que lo haga, la seguridad social. Nunca he tenido ninguna clase de beneficio de ese tipo.

Soy una pieza más de ese reloj.

Nos enfrentamos a la búsqueda de nuevas formas de trabajo. Pero un rabajo entregado a la vida y no a la muerte. Al crecimiento de las cosas y no a su destrucción. A la lucha por sobrevivir, no a la guerra por aniquilar.

                       Por qué siempre vemos rosas florecer en la primavera temprana

                                                 O el grano crecer al calor del verano, o uvas en sus viñas

                                                                                                    Arrebatadas en temporada de otoño…

Como Lucrecio lo cantaba. En versos. Musicalmente. El trabajo debería ser así. Y todo se reduce a la búsqueda incansable por afirmar la vida. De reinventar el trabajo y su finalidad.

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