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El cine y las catástrofes en formato mexicano

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Por Raúl Mejía 

  

Sin necesidad de ser expertos en epidemiología, aquellos hombres y mujeres esgrimidores de la tesis “mientras no haya vacuna, el destino de la humanidad es infectarse”, cuentan con mi simpatía y apoyo irrestricto. Las pertinentes medidas precautorias sólo retrasan lo inminente. Si en algún momento alguien con autoridad científica (reconocida) descubre que el virus modelo 2019 también puede ingresar a nuestro cuerpo por los ojos o la piel, esto será un caos. 

La realidad de las catástrofes es bastante modesta respecto a las expectativas que generan cuando apenas se vislumbran. Uno puede teclear en Google cualquier peste y tendrá más información de la humanamente procesable. De entrada, están esas tragedias referidas en los libros acaecidas siglos atrás, cuando la plaga de los mass media era materia de febriles fantasías y los hechos se obtenían tal como ahora se recomienda desde el poder: sin computadoras, sin cibernética, sin medios de comunicación enfadosos. Va un apunte local al alcance de todos.

Cuando Colón llegó a estas tierras, los nativos asentados en América -según la corriente indigenista de Berkeley- eran unos ochenta millones. Un 75% de ese montón de gente habitaba lo que después fue Hispanoamérica -aproximadamente unos 65 millones. 

Cuentan que entre 1500 y 1700, de esos 65 millones sólo quedaron cinco. Unos se murieron en las guerras, otros nomás porque sí (o porque ya les tocaba) pero la mayoría entregó los tenis por asuntos de salud, lo cual es obvio y no cambia a lo largo de los milenios: todos nos moriremos por asuntos vinculados a la salud.  

Lo interesante va por el lado de las causas en esos quebrantos corporales: la mayoría lo hizo por viruela, influenza, sarampión, gripe y cosas relacionadas con los virus. Es casi obligatorio trinar al unísono -muy en la tónica de nuestro ánimo de víctimas perennes- “éramos muy felices, pero llegaron los españoles y todo lo desmadraron”.  

En este caso… pues sí. 

¿Cómo le hicieron para saber tal información estadística? Como dicen las abuelas: “vayan ustedes a saber”. Uno, como simple ciudadano, acepta los datos porque así lo prescriben las buenas maneras. Probablemente, cuando se llegó a esa información, la gente (la experta, sobre todo) mentía y exageraba menos. Si a usted el tema le interesa al grado de exigir un diplomado en la materia avalado por alguna universidad de prestigio, acceda a Google. Sobran las ofertas.  

Para no meternos en problemas mayores, pongámonos osados: la realidad de esa catástrofe con los nativos hispanoamericanos, la manera como “los medios de comunicación” de la época la difundieron y luego los sabios la procesaron, eran menos eficaces que ahora, pero una cosa es cierta: nos dieron una idea muy aproximada de la realidad -aunque ésta sea, en estos momentos, más resbalosa que un jabón. 

Ya en estos tiempos (“estos tiempos” se refiere a los últimos cuarenta años) tuvimos infecciones virales alarmantes y planetarias. Pienso en dos: el SIDA, hoy aparentemente apaciguado, al menos mediáticamente; otro, el Ébola, que trajo muy entretenidos a los científicos en algunas regiones de África. Hoy, como nada sale en las redes, no pasa nada. La más reciente fue la influenza en los primeros años del siglo XXI. Ninguna de esas catástrofes fue como lo mostraban las películas premonitorias. Algunos se acordarán de una peli llamada Outbreak (en México le pusieron Epidemia). Usted puede poner las cintas de su elección. Todas coinciden en el carácter apocalíptico (así sea light) de los bichos microscópicos y letales (cuando menos en un cien por ciento). 

Lo lindo de la ficción -sobre todo la del cine- es lo improbable de ser víctimas de esas tragedias. Mientras estamos embobados en la pantalla grande o en el formato streaming, la realidad es inmune a la ficción. Todo lo expuesto en las salas de proyección y los dispositivos electrónicos no puede ocurrirnos a nosotros porque… porque… pues porque somos muy chingones y una cosa son las pelis y otra la realidad, aunque algunos sujetos (obviamente muy famosos) como Bill Gates nos advirtiese, en tiempo y forma, lo obvio: el mayor riesgo para la humanidad no será obra de una guerra, sino de un bicho microscópico. Eso dijo y, por supuesto, nadie lo tomó en cuenta. Era parte del show de las redes sociales en donde nada sobrevive más allá de veinticuatro horas.…  

…hasta que ocurrió. 

Cada país en el mundo lleva meses en una experiencia inédita: encerrados la mayor parte del tiempo, con la vida cotidiana reducida a niveles nunca antes experimentados, sin trabajo “normal”, con recursos escasos, relacionándonos de manera poco ortodoxa. Las reacciones han sido variadas y van desde la arrogancia de los “ermitaños vintage”, cuya postura cool nos espeta -desde la exclusividad de su vida tan interesante- chistosadas del tipo “pues… ¿cómo te explico sin parecer mamón? Yo no siento diferencia entre la vida antes del virus y después del virus ¿ves? Siempre he vivido así. Es mi naturaleza”. Con el paso de los meses y el desgaste de las posturas vintage (en el mismo apartado cotizamos los guerrilleros del teclado) se arribó a talantes sensatos del tipo “son chingaderas, esto ya es demasiado” -sabia conclusión independientemente de lo antigregarios y mamones que nos asumamos. 

Este escenario, donde cada persona toma con la seriedad que le permite su educación, conciencia de clase, nivel económico o valemadrismo, no se parece a ningún registro histórico de pestes y pandemias ni a ninguna película del siglo XX en adelante.  

Es peor. 

Esta realidad es más bien aburrida, desestucturadora, pionera, a veces incluso sospechosa, conspirativa.   

¿De verdad hay una pandemia o es un plan siniestro para instaurar un nuevo sistema de control social y político mundial? Para respuestas fundamentadas, acuda a su filósofo de cabecera. Andan bien activos aprovechando la oportunidad que el mercado (neoliberal) de catástrofes les ha abierto.  

Es perturbador el número de personas convencidas de ser víctimas de un plan maestro de control de la raza humana, en donde el capital es el actor principal -tal como lo definió Marx y lo perfeccionó el hoy desprestigiado neoliberalismo en la famosa reunión del Hotel du Parc en Suiza, en la primera mitad del siglo XX.  

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Ante un escenario así, caemos en la irrefrenable tendencia de creer que la solución está en la solidaridad, la comunidad, la cooperación de un mundo siempre ubicado en el futuro y bajo los preceptos de la izquierda inefablemente justiciera, moral, inteligente y humanista. De una vez se los digo: la izquierda, como siempre, ha hecho un análisis impecable. Pienso que sí, por ahí va el asunto.

Por la solidaridad, el humanismo y las buenas vibras… excepto porque hasta donde mis modestos alcances (de verdad mínimos) alcanzan a tener “certezas”, la izquierda es buenísima para analizar la realidad, pero incapaz de instrumentar los mecanismos prácticos que permitan modificarla más allá de lo bellamente discursivo. Andar de profeta de un mundo mejor -siempre en el futuro lejano- da dividendos a los gurús que viven muy bien anticipando catástrofes o encabezando revoluciones por nuestro bien. ¿Por qué no llega el paraíso prometido? Porque siempre hay fuerzas oscuras del pasado que lo impiden. 

Dejemos estas elucubraciones y enfoquémonos en el momento en que México llegó a los 35 mil muertos por Covid-19. ¿Se acuerdan? Cuando rondábamos esas cifras lúgubres salió un estudio perturbador, alejado de los guiones del “cine pandémico” y muy enojoso porque muestra algo siempre oculto en las instancias del poder institucional. Los datos son fríos, sin ideología, sin un ¡vade retro me Satana!” sazonado con convicciones. Van unos pocos datos: el 71% de los fallecidos -hasta el momento del corte de muertos arriba referido- tenía una escolaridad de primaria o sin estudios; el 46% de ese universo eran jubilados, desempleados o con trabajos informales y sin acceso a la seguridad social.  

Como la realidad es necia, insiste en lo “normal”.  

Independientemente de cuánto hemos mejorado o seamos felices y todo funcione muy bien (aunque la evidencia muestre lo contrario), las víctimas inmediatas y duraderas del virus modelo 2019 son sectores desfavorecidos -los pobres, como siempre. Eso no falla. Ocurre en el más feroz neoliberalismo, en el más benévolo socialismo, en la socialdemocracia… seguro hasta en el paraíso y a la diestra de Dios Padre -allá en donde moraremos quienes nos portamos bien. Los datos consignados son sobrecogedores, pero no cotizan como tema de un filme.  

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¿Acaso estamos aterrorizados?  

No. Nos asusta más una película o una serie.  

Por eso digo que esta realidad es, incluso, aburrida. 

No sé el ánimo de los eventuales lectores de este desvarío, pero en el inicio de las hostilidades con el bicho Covid-19, cuando nuestro país ni figuraba en las estadísticas dantescas, un enunciado sobrevolaba los cielos de esta tierra del faisán y del venado: superaremos (para mal) las peores estadísticas.  

¡A huevo, carajo! ¡Sí se puede, sí se puede!  

Cuando nuestros contagiados y muertos eran cosa de nada, tuve una epifanía mientras iba en mi moto por la Avenida Camelinas, a la altura de la panadería El Globo: ¿acaso Italia nos quitaría la oportunidad de ser “mejores” que ellos? Detuve mi caballo de acero (una linda Honda Shadow Spirit) y sonreí, beatífico: “estamos perfectamente capacitados, cultural y políticamente, para pasar de la insignificancia en materia de occisos a la cima en ese rubro” -me dije y seguí mi camino a Superama para comprar unos quesos.  

Un mexicano común (como quien esto les chismea), educado en esa corriente de pensamiento valemadrista lo expresa mejor: “a nosotros nos pela los dientes el puto bicho ese, pus qué”. 

La humanidad se ha sectorizado. Unos países con cultura, instituciones y sistemas político/económicos sólidos, parecen tener al virus medio controlado, pero de verdad os digo: sin vacuna todo es tan frágil que sólo queda rezar. Sí. Volver a lo mágico o la religión porque, más allá de eso, no hay sosiego. Los mexicanos, con un orgulloso y sabio pasado azteca, olmeca, maya, chichimeca y español (se puede incluir la vertiente de la negritud para no desmerecer y ser incluyentes), estamos en la acometida final de la cima viral.

El Everest es nuestro y sin problemas seremos parte del Top Three con más decesos por Covid19. Nunca tuve duda de nuestras capacidades. Ese lugar entre los países más aptos para romper marcas mundiales en materia de decesos, contagios y mitos no nos lo quitará nadie. Nos está asignado por la historia, el destino y el tarot.  

NOTA: me informan que también somos punta de lanza en récords estúpidos como El Taco más Picoso del Mundo. 

Lo que define nuestro transcurrir, nuestra actual circunstancia llena de picos y curvas que no ceden -aunque los decretos para detener la furia alcista de las tendencias letales son insistentes- se basan en estampitas religiosas, pronósticos quincenales que no se cumplen, decálogos iluminados y semáforos sin luz. Si algo nos define, les decía, es la relatividad expresada en el socorrido “depende” y, sobre todo, esa deliciosa invitación a la precisión (pero en modo mexicano, es decir, demagógica) que exige deslindes antes de soltar verdades incuestionables: “primero dime qué entiendes por ciencia” -por ejemplo.  

Una cultura con semejante rango de interpretación previa a la toma de decisiones sensatas, ha mantenido a la muerte inmutable, feliz es su práctica infalible, aunque un poco dubitativa cuando de la raza de bronce se trata. ¡Somos una mezcla genética tan extraña e impermeable al sentido común! 

Todo lo anterior es como para considerar seriamente el acatamiento de medidas extremas, pero a una parte de los mexicanos -sobre todo esa que vive en la periferia de todo y es la víctima preferida de las desgracias- le tiene sin cuidado el virus y sus eventuales letalidades.  

Les cuento: vivo en una zona rural recientemente invadida por especímenes de una clase media siempre envidiosa y de pocas luces. Llegamos a estos códigos postales por la vía de los nuevos fraccionamientos. Somos sujetos supuestamente informados, educados y macanas de ese talante. Pues bien, salvo nosotros, recién llegados a esta zona rural, nadie trae tapabocas, ni guarda la distancia esencial para evitar contagios. Somos fácilmente reconocibles en ese entorno ranchero: si el sujeto trae tapabocas, es citadino.  

Me considero un rebelde que opina insensateces sobre el virus. “No es para tanto” -suelo decir, pero cumplo escrupulosamente las normas de seguridad porque no pretendo hacer víctimas de mi necedad a quienes tienen opiniones diferentes a las mías. Tengo amigos y amigas que hace meses no salen de sus casas y empiezan a morar en las áridas regiones de la depresión, la desesperación y angustia. Otros han llegado a la conclusión (sabia) de que taparse la boca, mantener distancia y no aglomerarse, es lo más que pueden hacer y ya empiezan a realizar actos revolucionarios (pero conservadores) con tal de juntarse con sus pares. Luego, al final, hay un porcentaje significativo inmune a todas las recomendaciones y anda en la calle como si nada.  

Con esos basta para asegurar que el contagio está… asegurado. 

A la postre, la narrativa política del virus hará concesiones a la realidad porque no se puede andar por la vida creyendo que estar encerrados, con la economía palpitando con respiración artificial y sin generar consumo podrá salvarnos. De algo habremos de vivir y no somos animales salvajes que pueden agarrar algo de pasto del jardín para comer o atrapar una vaca para fraccionarla en los diferentes cortes de todos conocidos. ¿Alguien tiene los rudimentos esenciales como para matar esos pacíficos rumiantes y luego ofrecerlo en el formato T-Bone Steak? No. Hay que hacerlo con infraestructura y eso cuesta mucho dinero. No es fácil.  

Este mundo, con pandemia o sin pandemia, volverá a funcionar aun con alto riesgo. De hecho, sólo de esa manera vamos a funcionar hasta que salga una vacuna y confiar en que el virus no mutará en una versión reloaded porque, entonces sí, esto valdrá madres. 

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Por más que la situación sea horrible, no se parece a lo que las películas nos mostraban. La realidad del Covid19 no tiene el porcentaje de letalidad del bicho de la película llamada Epidemia, por ejemplo. Esta experiencia resulta, para quienes no forman parte del 71% de finados en el estudio arriba mencionado, algo que se sobrelleva con aburrimiento.  

Las cosas son peores.  

Más que en cualquier película candidata al Oscar. 

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