Un día extraño. Desperté a las siete de la mañana, sin resaca, fresco, de buen humor. En el patio de servicio separé la ropa blanca de la oscura. Eché la ropa a la lavadora; la oscura primero. Recogí la sala; piezas de un rompecabezas, carritos, muñecos, crayolas, un pan duro. Encendí la computadora. Envié un par de correos del trabajo. Felicité por teléfono a mi padre. En el hogar reinaba la tranquilidad de una biblioteca. A las ocho salí al Oxxo a comprar papitas, cervezas, clamato y leche.
A las nueve, Nico, modorro, bajó a la sala. Se sentó en el sillón. Puso los pies sobre la mesita de centro. Encendió el televisor. Ingresó a su perfil de Netflix. Desde la sala, ordenó un chocomilk. Cinco minutos después, Valeria, modorra, bajó a la sala. Se acostó en la alfombra. Estiró su diminuto cuerpo mientras bostezaba. Desde la sala, ordenó un huevo cocido. “Pequeños tiranos”, pensé. Hice el desayuno: en dos vasos, mezclé leche, chocolate y azúcar. En el micro puse un recipiente con agua y cuatro huevos a cocer. Sólo tragando estaban en paz. A las nueve con treinta minutos, la madre de las criaturas apareció en el comedor, limpia, arreglada. Husmeó la comida. “Eso no es un desayuno”, dijo frunciendo el ceño. “Eso desayunan los niños rusos”, dije. “Nos vemos más tarde, no soporto el futbol, adiós”.
Diez minutos para las diez corrí a los tiranos de la sala. En la mesita de centro puse un plato con papas y Chetos. Destapé una Tecate light. Ordené a mis hijos buscar el control del televisor. El día del padre es tan irrelevante que ignoraron mis mandatos. Lo busqué debajo del sillón, entre las ranuras. Fui a los cuartos. Vacié cajones. Nada. Grité groserías. Maldije a mis hijos. Ofrecí un billete de veinte pesos a quien lo encontrara. Volvieron a ignorarme. Los minutos corrían. Desesperado, me chingué la cerveza de dos tragos. Sabía a madres.
El control, junto a los calcetines, las cucharas o los cortaúñas, se había ido al mundo de las cosas que desaparecen de forma misteriosa. Grité más groserías. Aventé cosas. Nico dijo “¿por qué no le pides el control a la vecina, papi?”. Toqué la puerta. La vecina salió en una piyama ajustada, demasiado estrecha para caderas tan anchas. “Vecina, disculpe las molestias, quería pedirle de favor el control de Megacable, mis hijos lo extraviaron”. “¿Por qué no mejor lo ve aquí, vecino?, mi esposo no está, sugirió con aliento alcohólico. “Lo voy a ver con mis hijos, mejor otro día”. “Aficionados que viven la intensidad del futbol”, gritó El Perro Bermúdez.
El Chucky Lozano dispara con peligro, apenas era el minuto 2. Mantengo la calma. Destapo otra cerveza. Al minuto 8, Layún chuta a balón parado, lo envía a la tribuna –el primero de cincuenta tiros que voló en el juego–. Miento madres. A la distancia, los pequeños tiranos me ven con curiosidad. Al minuto 10, Herrera prueba al arquero Neuer. Los mexicanos juegan bien pero no me hago ilusiones; son creadores de la infelicidad y la tragedia. En un rebote de balón, Salcedo casi mete autogol.
Miento madres. Nico se atraviesa por quinta vez frente al televisor; amago con darle un chingadazo. En media hora, la Selección Mexicana hace un juego excelso, perfecto, el equipo es decidido, dinámico, con cambios de ritmo, son fuertes, exactos en el pase, peligrosos. Cuatro minutos después de la media, un contraataque mexicano a velocidad fulminante entre el Chícharo y el Chucky culmina en el área con un recorte y tiro raso de Lozano, dejando a Neuer sin chance. Un golazo. México uno, Alemania cero. Grito. Salto. Cargo a mis dos hijos. Los lleno de besos. Doy gracias a Dios. Quiero llorar. De dos tragos me termino la cerveza. Sabe a madres. En el vecindario se oyen matracas y vivas México. Todo es alegría.
Pero la felicidad es un instante; Valeria se queja de la panza. Pide que la lleve al doctor. Dice tener asco y ganas de vomitar. “Pues vomita”, le digo de mala gana. He dejado de creerle. Con apenas tres años de vida, ha forjado un mal carácter: es voluntariosa, voluble, chantajista, cabrona. Oigo que se termina la primera mitad en el baño. Soy débil y fácil de manipular. “Valeria, en serio, no me hagas perder el tiempo, vomita o te llevo ahora mismo a que te pongan inyecciones en el ombligo”. “Ya me siento bien, papi”, contesta con voz melosa.
Regreso al sillón y me mojo las nalgas. Nico tiró una cerveza en mi sillón favorito. El segundo tiempo comienza. Le pido a Dios me llene de paciencia. De paso, pido por el profe Osorio, “que no se le ocurra hacer pendejadas”, imploro. Los nervios de punta y una ansiedad que no tuve ni cuando mis hijos estaban por salir del vientre de su madre, invaden mi alma todo el segundo tiempo. Alemania ataca como alguna vez lo hizo la fuerza aérea en la Segunda Guerra Mundial con sus famosos Luftwaffe, un equipo de pilotos poderosos y experimentados que dominaron los cielos.
La culpa, en parte, es porque los mexicanos abandonan su postura ofensiva. Uno de los mejores centrocampistas del mundo, Kroos, prueba con tiros de fuera del área pero ninguno con la fuerza ni la puntería necesaria para vencer a Ochoa, imbatible hasta el momento. Para chingarla, Vela y el Chucky salen del campo. Mis oraciones pasan desapercibidas. La embestida alemana es incisiva. El central Hummels juega en tres cuartos de cancha, obligando al equipo mexicano a echarse aún más atrás. Por fortuna, Kimich y Muller rematan erráticos todos los centros. De Özil ni sus luces. El tiempo transcurre lento. “Ya quiero que se acabe, papi, para que salgas a jugar conmigo a la calle”, dice Nico mientras salta de un lado a otro, “yo también, hijo, pero por lo que más quieras, deja de estar saltando encima de mí, cabrón”.
Una extraña ley del fútbol dice que Alemania sólo intimida cuando va perdiendo. Ya sabemos la historia de los teutones. En cada mundial, en cada partido, se repite lo mismo. Es más, antes que el Padre Nuestro, nos sabemos la frase celebre de Gary Lineker, «El fútbol es un juego simple que inventaron los ingleses: 22 hombres persiguen un balón durante 90 minutos y, al final, los alemanes siempre ganan».
Los mexicanos se repliegan bien. Vuelvo a la Segunda Guerra Mundial. Es 1940. Los bombarderos Luftwaffe sufren su primera derrota frente a la Real Fuerza Aérea Británica, los RAF. Un año después, en el invierno ruso, de nuevo son derrotados. “La tierra rusa no es para alemanes”, me doy ánimos. A cargo del comandante en jefe, Héctor Herrera, y gracias a la seguridad de Ochoa bajo los tres palos, el equipo mexicano controla al rival, es solidario, de gran corazón, ante la incredulidad de todos, ¡es un equipo!
La victoria mexicana está cerca. Pero soy pesimista. Hago memoria y pienso en el mundial de Francia 98. Luis Hernández falla en el área chica frente al portero. Al pendejo de Lara se le escurre un balón entre las piernas; gol de Klinsmann. Y en el minuto 40, Bierhoff nos clava el 2-1 definitivo. “México jugó como nunca, perdió como siempre”, tituló un periódico en aquel año. Me sirvo un ron con Pepsi. Sabe a madres. Siento el estómago comprimido. Las manos me sudan. El puto árbitro añade tres minutos de compensación. Lo odio. Los minutos son eternos como el insomnio. El arbitro pita. México gana. Es un gran día. Veo en la pantalla a Osorio, le pido perdón a la distancia. Veo también al Chícharo con las manos en el rostro, llorando de felicidad. Tengo un nudo en la garganta. Es el mejor partido de una selección mayor en la historia. Busco a mis hijos. Voy al patio. Corro a los cuartos. Me asomo al baño. Nada. Salgo a la calle. Grito sus nombres. Corren hacia mí. Los cargo. Los beso. Quiero llorar. Me contengo. Un padre no llora frente a sus hijos. No sé qué hacer con tanta felicidad. Los bajo. Organizo una porra. A la una, a las dos, a las tres: ¡Méxicooo, Méxicooo, Méxicooo! Se me escurren las lágrimas. No saben qué pedo pero me siguen la corriente.
Mi vecina se asoma. Sonríe. Le guiño un ojo. Marco al celular de mi abuelo. “Feliz día del padre, abuelo, te quiero mucho”. “Gracias, mijo, traigo el azúcar alta por culpa del segundo tiempo”, dice. “Mientras no se te suban las hormigas, todo está bien”, me hago el chistoso. “¿A dónde paso por ti para ir a festejar?”, pregunto. “Cálmate, ahorita llego a tu casa para que me invites a tragar”. Cuelgo. Difícil saber qué hacer con tanta felicidad.