Por Iván Madrigal
En el pulso inquieto del Festival Internacional de Cine de Morelia 2025, El Diablo Fuma (y Guarda las Cabezas de los Cerillos Quemados en la Misma Caja), ópera prima de Ernesto Martínez Bucio, emerge como una promesa que se quiebra en tragedia, un presagio dibujado con manos infantiles.
Desde sus primeros fotogramas, la cinta nos sumerge en un mundo donde la libertad es un lujo precario, y el miedo, un eco familiar que se dibuja no con trazos gruesos, sino con la delicadeza de dedos temblorosos sobre papel roto. Ganadora en la Berlinale, esta historia de cinco hermanos abandonados al cuidado de una abuela atormentada por visiones del maligno no es mera narración; es un tapiz de contradicciones, donde el deseo de unión choca contra la ausencia como un cerillo extinguido, dejando solo humo y silencio.
La película se construye como un rompecabezas de fotografías desechadas, pedazos de un álbum familiar que se reconstruyen con cinta adhesiva o crayones infantiles, en colores que denotan no solo la inocencia, sino la urgencia de una creación nacida de las herramientas que uno tiene a mano. Esas imágenes evocan una familia fragmentada, vista a través de lentes empañados por el tiempo y el desamparo: las manos que pegan, que dibujan, que intentan soldar lo irreparable, simbolizan una promesa de cohesión en un hogar donde el padre es una sombra ausente y la madre, un vacío que ocupa más espacio que cualquier presencia.
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Martínez Bucio teje esta dualidad con maestría —el presagio de la ruptura es evidente desde los minutos iniciales, pero nunca burdo; es una organicidad que recuerda sinceramente los mejores hallazgos de Totém de Lila Avilés, en su exploración de lo cotidiano elevado a lo poético—. Aquí, la ausencia no es un hueco pasivo, sino un personaje activo: el padre, cuya presencia se intuye en juegos y tonteos entre hermanos, pero que se revela como una esencia inestable, un anhelo aspiracional que parte de fotos rotas, como las primeras imágenes que vemos de la película.
La cinta cuestiona el valor de los roles impuestos en el teatro doméstico: ser padre, ser hermano, ser «útil» en un sistema familiar roto no equivale a virtud, sino a una sumisión al caos que premia la obediencia ciega y castiga la disidencia infantil. Los niños, criando a niños en un ciclo de ausencias, encarnan esta tragedia mayor: no todos los infantes pueden permitirse la niñez, y eso se manifiesta en la mayor, Vane —cuya responsabilidad iguala su nombre en eco—, que asume tareas domésticas y el peso de ordenar lo inordenable.
A través de inteligentes B-rolls y flashforwards, la narrativa explica el vínculo entre hermanos sin forzar el drama. La ausencia es omnipresente y el título carga con una fuerza que alude a lo siniestro en los planos: ¿qué anhelo tener una familia completa cuando los hechos no suceden, y el que existiera una familia convencional devasta más que el vacío que ocupa su espacio?
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Precisamente, un serial de cerillos usados para encender un cigarro —y que ocupa el lugar del cigarrillo en la misma cajetilla— es una gran analogía de las ausencias que llenan espacios, que se antojan inútiles. ¿Qué utilidad tiene guardar una fotografía rota, si no recordatorio de un momento digno de fotogramarse, y que no está más? Ese hueco, ahogado en la madre y en una familia funcional, revela cómo la narrativa se desenvuelve: hay una abuela, sí, pero desde entrada hay una pista de que algo no está del todo bien.
En esta perspectiva, la abuela no es la típica figura maternal llena de amor. En lugar de presencia, se antoja necesidad, y pronto nos damos cuenta de que padece temas de salud mental —quizá esquizofrenia—, otra presencia que se antoja como un cerillo quemado, alguien que en lugar de ocupar un espacio que pudiéramos antojar como un rol estereotípico, necesita ser cuidada porque hay pistas de un desequilibrio. La abuela, víctima de su incapacidad, podría ser el más burdo ejemplo de alguien que ya fue, que no realmente está, y tiene que ser cuidada por los niños.
Pero también es cierto que no es un elemento de la historia que se antoje excesivo para explicar o reforzar la temática de la película, ya que el matiz psicológico enriquece las perspectivas desde las cuales alguien puede ser “útil”. Tendremos varias ausencias más para los niños, lo cual nos reforzará la fortaleza del vínculo de ellos. Estas bromas que le haces a tus hermanos para pronto se convierten en un conducto de sensibilidad: un hermano deja de hacer bromas sobre su hermana y utiliza eso para expresarle su preocupación, y esto está muy brillantemente llevado, haciendo circulares las ideas, no solo es de los niños; sino como se modifica su comportamiento a través de la ausencia de los padres.
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La cinta culmina en una meditación sobre el costo de la ausencia: Martínez Bucio no señala las desigualdades familiares; las disecciona con una cámara que no es burda ni excesiva en ningún momento, capturando el miedo infantil —como en esa escena increíble donde un niño tiembla por ruidos ajenos en la casa, visto a través del umbral de la ventana, vislumbra la sombra de un diablo fenoménico y es lo que vemos en la cámara, lo que para el niño se ve superpuesto con imaginarios— demostrando que parte de las ideas que hace la película, no quedan solo en el papel, sino también en cámara reforzando la perspectiva de los niños, y es un detalle increíble para mostrar la repercusión de tener una desestabilización por parte de los padres y sus acciones.
La película a través de esos guiños sugiere que, aunque hubiera sido el diablo, quizá, esa suerte estaba mejor que no tener a ningún padre.
El Diablo Fuma es cine puro, sin concesiones, que transforma las batallas domésticas en un retrato inolvidable de lo humano, donde el diablo no es un monstruo externo, sino el vacío que fumamos para llenar el silencio.
Muy recomendable para quienes buscan un cine que no solo entretiene, sino que provoca, interpela y deja ecos de humo persistente.