Por Claudia*
Siempre me molestó mucho la diferencia que hacían mis padres entre mi hermano y yo. Él podía jugar a lo que quisiera y no tenía que recoger nada, yo a mis 8 años ya tenía días fijos de limpieza en la casa. No creo que mis padres fueran conscientes de lo que hacían, simplemente continuaban con la educación que ellos habían recibido. Mi madre siempre me decía, sírvele a tu hermano, calienta tortillas, pon la mesa, recógela, él no puede hacer eso porque es hombre. Claro que yo me enfurecía y muchas veces me negaba, pero la amenazas de no vas a salir, no vas a hacer tal cosa, eran más poderosas, tenía que portarme bien para merecer sus favores, mientras veía ir y venir a mi hermano, a su antojo, pasar toda la tarde en la calle, salir sin avisar, regresar a la hora que quisiera.
Toda mi adolescencia mis padres me molestaban con que tenía que usar vestido, que tenía que bajar de peso, que no fuera tan brusca porque parecía machorra. Cuando eres niña solo te interesa divertirte, no piensas en nada de eso…a menos que te obliguen. Yo ni siquiera quería hacer la dichosa primera comunión, disfrazarme con un vestido blanco era realmente una pesadilla, pero ellos se salieron con la suya, me sentía tan ridícula. En realidad me había dejado de gustar usar vestido desde la vez que mi primo me acorraló en el cuarto de mi abuela, y comenzó a meter su mano. Tenía alrededor de 9 años, y lo único que supe hacer fue salir huyendo, sin decirle nada. Algo cambió, era mi culpa por traer vestido y sentarme con él en la cama.
Cuando iba en segundo de secundaria les mentí diciendo que iría a hacer un trabajo a casa de una amiga, en cambio fui a una plaza comercial cerca de su casa donde nos encontramos un negocio de magia y bromas, entramos a curiosear, lo atendía un chico que a mi y a mis amigas nos pareció guapísimo, ellas le comenzaron a hablar pero yo era demasiado tímida para decir algo, pero me encantó porque me preguntaba cosas y me ponía mucha atención, quizá fue la primera vez que sentí mariposas en el estómago. Cuando llegué a casa, la emoción de conocerlo no me dejaba así que continúe la charla con una de mis amigas por teléfono. Cuando colgué, escuché los gritos desorbitados de mi papá, diciéndome que no había ido a hacer ningún trabajo, que ya no volvería a ir a ningún lado, que solo andaba de puta. En mi casa no se decían groserías, era una palabra que yo sabía que era muy mala, y lo que sentí en ese momento fue mucha decepción y coraje, cómo mi propio padre podía decirme así. Siempre he tenido un temperamento fuerte, lo enfrenté y le dije que no tenía derecho a escuchar mis conversaciones, que era la primera y última vez que me llamaba así. Desgraciadamente no lo fue.
Creo que todas estas diferencias tan marcadas que viví en mi familia me hicieron crecer con cierto miedo por ser mujer, porque la gente podía hacerte daño, pero decidí no vivir con esa paranoia durante mucho tiempo. A los 20 años ya viajaba sola, y era una de las cosas que más he disfrutado siempre. En ese viaje conocí a un hombre mayor que yo, al cual se me ocurrió la mala idea de llevarlo a mi habitación de hotel. En un momento, cuando apenas estábamos besándonos, le dije que parara que no quería hacerlo. Él se transformó, solo sentí su cuerpo pesadísimo encima de mí, me tomó por los brazos y ya no pude moverme, por el miedo, porque no creía en ese momento que algo así me estuviera pasando a mi. Lloré mientras le pedía que se detuviera, lo último que recuerdo es haberme quedado viendo el techo fijamente sin sentir nada, sin escuchar. Lo primero que sentí fue que había sido mi culpa, yo lo había metido a mi habitación. Nunca le conté a nadie lo que pasó ese día.
Juré que nunca me volvería a pasar y mi personalidad cambió radicalmente, decidí que no necesitaba un novio, solo ligues de una noche, durante años salí mucho de fiesta, me la pasaba en casa de amigos. Un día después de beber desde temprano, terminé en casa de unos conocidos, me puse muy mal y un amigo me acompaño a recostarme, todo me daba vueltas. No recuerdo nada más, me perdí totalmente en el sueño, hasta que desperté y había un tipo encima de mi, yo tenía los pantalones abajo, estaba tan ebria aún que apenas si pude subirlos y volví a perder la conciencia. Claro, pensé otra vez que había sido mi culpa, yo me había puesto así de borracha.
Hay cosas que estoy segura que las mujeres no tenemos que vivir, que no son normales y que podemos guardarlas tanto tiempo que terminan haciéndonos mucho daño, como el acoso callejero, esa manera que tienen los tipos de vejarnos solo porque somos mujeres. Cada vez que alguien me grita cosas en la calle o pasa muy cerca diciéndome una guarrada o me tocan el trasero, me siento expuesta, vulnerable, vuelvo a sentir miedo sin saber exactamente a qué, y termino sintiendo mucho coraje porque de verdad creo que nadie tiene derecho a hacernos sentir de esta manera, ni siquiera nuestra propia familia.
Por supuesto que depende de nosotros cambiar ciertas pautas de comportamiento, por ejemplo, dejar de fomentar este tipo de actitudes con nuestros comentarios hacía otras mujeres, incluso dentro de nuestro núcleo familiar, dejar de agachar la cabeza y permitir de manera pasiva tantos tipos de violencia. Sé del miedo al intentar denunciar o siquiera hablar de esto con tus amigos o familia, sé la impotencia que se siente cuando te enteras que a alguien más le pasó, sé que lo primero que pensamos es no sirve de nada levantar la voz, pero quizá sí, quizá realmente se está construyendo un país diferente en donde cada vez más voces se hacen visibles en contra de la violencia de género, para hacer un mejor lugar donde vivir, sanar, quizá, todos esos recuerdos y poder evitar que a alguien le pase esto alguna vez.
* Por desgracia este texto no es una ficción, por eso el nombre de la autora es un pseudónimo.